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Teresa de Jesús, campo de lucha y espacio de resistencia

Lunes 24 de octubre de 2022

La cancelación de la obra de Paco Bezerra programada en los Teatros del Canal trataba de evitar que una representación heterodoxa adulterara la imagen supuestamente auténtica de la santa

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Fragmento de ’Santa Teresa de Jesús’ de Miguel Jadraque (1882). Óleo sobre lienzo.
MUSEO DEL PRADO

Ana Garriga / Carmen Urbita 22/10/2022 CTXT

Cuando en junio de 1576, entre abrasadores calores, trabajos y tristezas, Teresa de Jesús abandonó el recién fundado convento de Carmelitas Descalzas de Sevilla, debió sospechar que jamás volvería a encontrarse con su amiga y discípula María de San José. Y así sucedió. Tenía Teresa 61 años, muchos dolores y una decena de conventos de monjas fundados a sus espaldas. Al despedirse de María de San José, a quien dejaba a cargo de aquel convento andaluz que resplandecía como un espacio lejano y atípico, sabía que las cartas serían el mejor sostén afectivo y logístico para paliar la inmensa distancia que mediaba entre Sevilla y sus otras fundaciones. Durante seis años, hasta la muerte de Teresa en 1582, estas dos mujeres entretejieron una sólida red escrita de cuidados, regalos, gestiones, rencillas y cariños. El 7 de septiembre de 1576 Teresa, ya instalada en Toledo, le escribe una larguísima carta a la priora de Sevilla. Tras muchas palabras repletas de nostalgia, alguna amonestación y muchos tejemanejes financieros, Teresa hace antes de despedirse un repaso por un manojito de monjas enfermas esparcidas por sus conventos –Malagón, Toledo– y le ofrece a la jovencísima María de San José un valioso y conciso consejo para que cuide de su salud y de la de sus monjas sevillanas: “Guárdense de beber la zarzaparrilla aunque más quite el mal de madre”. El mal de madre, un comodín semántico con el que se designaba un conjunto borroso de malestares asociados al útero, a la acumulación de sangre menstrual y a la melancolía, atormentaba a no pocas mujeres del siglo XVI.

Para que pudieran encajar en el rígido molde de la santidad, el cuerpo y los escritos de Teresa de Jesús se verían sometidos a un interminable proceso de mutilaciones y censuras

Años después, el consejo de Teresa se esfumaría en medio de la ajetreada historia editorial que sufrieron las cartas tras su muerte y canonización. Aquellos lectores que, ansiosos por curiosear la intimidad de una mujer mística recién canonizada, se asomaran a la primera edición impresa de las cartas en 1658, se toparían, en realidad, con una advertencia algo diferente: “Guárdense de beber la zarzaparrilla aunque más quite el mal de estómago”. La explicación de esta censura no sorprende demasiado: de la pluma de una impecable santa contrarreformista, que las autoridades eclesiásticas y políticas aspiraban a convertir en modelo de conducta moral, bastión de exaltación nacional y emblema espiritual, no podían brotar palabras vinculadas a amenazantes espacios uterinos, sangrados y calenturas. Para que pudieran encajar en el rígido molde de la santidad y alimentar la industria de milagros y reliquias, el cuerpo y los escritos de Teresa de Jesús se verían sometidos a un interminable proceso de medidas, mutilaciones y censuras, recortes tendenciosos y lecturas miopes que acabarían cincelando una Teresa a menudo atrofiada y apócrifa.

Cuando hace unos meses supimos de la retirada de la obra de Paco Bezerra Muero porque no muero de la programación de los Teatros del Canal, y cuando hace tan solo unos días nos enteramos de su veto del Festival Eñe, todo este sinsabor barroco de manipulaciones y censuras en torno a Santa Teresa volvió a despertarnos una amargura demasiado familiar. En el texto de Bezerra, Teresa de Jesús resucita quinientos años después de su muerte y, tras recuperar cada pedacito de un cuerpo convertido en colección desperdigada de reliquias, comienza a hablarnos de sus peripecias en un mundo contemporáneo. La santa imaginada por Bezerra –indigente indocumentada, drogadicta, prostituta y DJ– es para Gonzalo Babé, portavoz de Vox en la Asamblea de Madrid, una representación “dañina y esperpéntica”, una Santa Teresa adulterada y espuria que, de verse representada en el escenario bajo la dirección del argentino Matías Umpiérrez, dañaría la imagen –esta sí– auténtica de Teresa de Jesús, “santa doctora de la Iglesia”. Lo cierto es que, ante cualquier cruce de visiones enfrentadas de la santa, no puede sino latirnos el deseo –el anhelito– de imaginar a una Teresa efectivamente resucitada, capaz de pronunciar de nuevo las palabras que un 15 de abril de 1578 dirigiera a su director espiritual, Jerónimo Gracián: “Yo le digo que me estoy deshaciendo por no tener libertad para poder yo hacer lo que digo que hagan” o, quizá, por no tener vida para decir lo que quiero que digan. Se trata, sin embargo, de un deseo estéril, quizá incluso irrelevante, porque los quinientos años transcurridos desde de su muerte han configurado una Teresa proteica, incesantemente mudable, y cuestionar la legitimidad de reapropiarse su figura es tanto como ignorar los silencios y elasticidades con los que la misma santa fraguó una obra convenientemente escurridiza.

En sus Tesis sobre la filosofía de la historia, Walter Benjamin planteaba una noción –la del “ángel de la historia”– que a nosotras se nos habría hecho del todo indescifrable de no haber tenido la suerte de caer en un seminario doctoral impartido por Stephanie Merrim. Esta investigadora estadounidense nos ayudó a vislumbrar cómo ciertos iconos culturales o religiosos se prestan a todo tipo de permutaciones: son “ángeles de la historia” que nos invitan a lanzar una mirada hacia el pasado irremediablemente preñada de presente. Figuras como sor Juana Inés de la Cruz o la virgen de Guadalupe encarnan un pasado perpetuamente revisitable y moldeable, siempre al servicio de cualquier agenda del ahora. Si el sincretismo de la escritora mexicana es un molde que se ha acomodado con soltura a los discursos fundacionales de la identidad chicana, su empeño por cultivar y proyectar una imagen de rara avis monstruosa ha resultado irresistiblemente productiva para los estudios queer. El caso de la Santa es aún más llamativo, pero también más delicado, porque entre el sinfín de reinvenciones que han ido troquelando su figura abundan las que, más allá de contorsionar la fisonomía de la obra teresiana con una lente interesadamente renovada, han nublado y distorsionado sus textos con intervenciones directamente quirúrgicas.

Elevada a los altares de la santidad en tiempo récord, nombrada copatrona de España en 1627 y, siglos después, convertida en patrona de la Sección Femenina, Teresa funcionó, durante siglos, como un eficaz motor ideológico de la España contrarreformista, como un pulido emblema del feminismo cristiano que, junto a Isabel la Católica, esperaba servir de modelo de conducta a las masas femeninas bajo la dictadura franquista. En 1968, sin embargo, el carmelita Efrén de la Madre de Dios, editor de las obras completas de Teresa en la Biblioteca de Autores Cristianos, reconoció haber ocultado abiertamente el origen judeoconverso de la monja de Ávila en la edición anterior: “En la primera edición disimulamos esta condición por mitigar el efecto moral de la noticia en muchos lectores sorprendidos. Pero la noticia tiene una abrumadora mayoría de probabilidades que impiden paliar la realidad de los hechos”. Algo después, con la llegada de la democracia, y gracias a programas como la serie de Televisión Española escrita por Carmen Martín Gaite y dirigida por Josefina Molina, Teresa fue poco a poco desquitándose de aquellos grilletes de grandilocuencia contrarreformista, primero, y exaltación franquista, después, para resurgir, desde su propia intimidad, como una mujer atravesada por dudas, baches y titubeos, pero también repleta de marginalidad, orgullo, contradicciones y autodeterminación que la convertían en una figura idónea para pensar otros pasados posibles. En esos pasados posibles, y múltiples, están la combativa Teresa recuperada por Cristina Morales, la santa más heterodoxa y extravagante de Paco Bezerra y, también, nos gustaría pensar, nuestra Teresa de Jesús más favorita: alejada de la pomposa lente de la mística, liberada de las atrofiadas miradas de la santidad y volcada en urdir una genealogía femenina del divertimento y la intimidad comunitaria.

Plenamente consciente de su delicada marginalidad y de su arriesgado proyecto espiritual, Teresa cinceló durante los veinte años de escritura que le conocemos una prosa oblicua, elíptica e inaprensible. Una mirada a sus escritos nos descubre a una mujer siempre atenta al escrutinio ajeno, minuciosa hasta el delirio con su escritura y, suponemos, con su palabra hablada, sus ademanes, gestualidades y miradas. Lo dice todo el rato: el 20 de diciembre de 1577, agotada de lidiar con escabrosos dramas familiares, le escribe a su hermana Juana “y crea que quien está en los ojos del mundo tanto como yo, que aun lo que es virtud es menester mirar cómo se hace” y, con mucha más contundencia, dejará escrito en sus Fundaciones que “estamos en un mundo que es menester pensar lo que pueden pensar de nosotros para que hayan efecto nuestras palabras”. Teresa vivía sumida en un control constante del lenguaje.

Cuando en 1588, Fray Luis de León edita la primera edición de sus obras, el fraile agustino se declara embelesado con la “elegancia desafeitada” de las palabras de la monja y asegura “que el ardor grande que en aquel pecho santo vivía salió como pegado en sus palabras, de manera que levantan llama por donde quiera que pasan”. Unas llamas que, sin duda, han llegado hasta hoy. Resulta casi imposible no deleitarse imaginando a una Teresa que, al saberse convertida en la figura más abarcadora, viva y polémica del siglo XVI español, esboza una pequeña sonrisa de satisfacción y plenitud. Pero Teresa, que siempre tuvo que cargar sobre sí con la aparatosa losa del silencio y la censura, con un cuerpo y una escritura cercenados, también se retorcería ante delirios castrantes y miradas unívocas y nos recordaría que su escritura siempre fue, y siempre será, campo de lucha y espacio de resistencia.


Ana Garriga y Carmen Urbita son autoras del podcast ‘Las hijas de Felipe’.

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