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Violencia machista y comunicación: contar para sanar

Jueves 3 de diciembre de 2020

June Fernández 24-11-2020 Pikara

La psicóloga Norma Vázquez y la periodista June Fernández aportan en este diálogo claves para que los medios fortalezcan y no perjudiquen los procesos de reparación de las víctimas y sobrevivientes.

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Norma Vázquez en unas jornadas de Mugarik Gabe en Bilbao./ J. Marcos

En 1997, Ana Orantes acudió a un plató de televisión de Canal Sur para contar su historia de malos tratos. Trece días después de la retransmisión de su testimonio , su exmarido la mató. Ese hecho causó tal conmoción y debate social que se señala como el punto de inflexión que marcó un giro en la respuesta social, institucional y mediática hacia la violencia machista en la pareja.

Muchas mujeres víctimas o sobrevivientes de violencia machista han recurrido a los medios de comunicación para romper el silencio y utilizarlos como espacios de denuncia y de reparación. En los últimos años se trabajado mucho sobre el tratamiento mediático a la violencia machista, a través de investigaciones, talleres de formación, procesos de autorregulación en los medios, etc. Sin embargo, en estas iniciativas se suele analizar la representación que hacen los medios de las víctimas. Es decir, se habla de ellas como objetos de representación pero no tanto como sujetos que comunican.

Sin embargo, las sobrevivientes y las familias de las víctimas pueden ser fuentes privilegiadas para ayudar a los medios de comunicación a explicar los mecanismos de la violencia machista. Pensemos en Ángeles González, la mujer a la que el Estado ha tenido que indemnizar, a instancias de la ONU, después de 14 años de litigio y de campaña mediática para denunciar que su exmarido -contra el que había interpuesto 51 denuncias por malos tratos- mató a la hija de ambos en una visita autorizada por el juez. Su caso es clave para entender el de Juana Rivas, condenada por llevarse a sus hijos de casa de su exmarido maltratador. De la misma manera, Asun Casasola, madre de Nagore Laffage, ha sido una fuente privilegiada durante la cobertura mediática al juicio del caso de violación en grupo conocido de sanfermines: “A Nagore la mataron porque dijo que ‘no’. Y a esta chica le cuestionan por qué no dijo que ‘no’”, declaró en los medios.

Cuando las víctimas, las supervivientes o sus familias participan en los medios de comunicación, esa experiencia será reparadora o, por el contrario, revictimizadora, en función del trato que reciban durante la entrevista y del tratamiento que se dé a la pieza informativa. En este diálogo queremos aportar claves para fomentar actitudes empáticas y enfoques responsables que ayuden al proceso de sanación de las protagonistas pero también a explicar a la ciudadanía la violencia machista como un problema social y no como una serie de sucesos aislados.

Contamos para ello con Norma Vázquez, psicóloga que lleva más de treinta años acompañando a mujeres víctimas y sobrevivientes de violencia machista. También forma a personal político, policía y demás agentes en la intervención ante asesinatos machistas o violencia sexual. En este diálogo, celebrado en junio de 2019 con periodistas y publicistas a iniciativa de Comisión Asesora para un uso no sexista de la Publicidad y la Comunicación, Begira, de Emakunde, hablamos de dilemas muy presentes en el día de día de quien informa sobre violencia machista.

June Fernández: ¿Crees que comunicar puede ser una vía para sanar? ¿Ves en las mujeres a las que acompañas esa necesidad de contar su historia?

Norma Vázquez: ¿Contar sana? Depende cómo, cuándo y en qué contexto. Hay mujeres para las que es muy importante contar, sobre todo cuando encuentran que las instituciones en las que esperan encontrar justicia y reparación no las creen o las culpabilizan. Elaborar una vivencia de violencia tiene muchas fases, ocupa mucho tiempo y, depende del contexto, se podrá elaborar antes o después y de mejor manera o no. Si de entrada esta mujer lo que recibe es culpabilización —“¿qué andabas haciendo por ahí?, ¿cómo se te ocurre irte con cinco chicos?”, todo esto que sabemos que se comenta en el entorno y también en los medios—, es posible que no quiera hablar de entrada y es posible que se vea revictimizada.

Cuando la experiencia psíquica traumática no se puede elaborar rápidamente, se enquista y es mucho más difícil poder contarla después. Se ponen en marcha mecanismos de defensa y de sobrevivencia que borran esa experiencia, y muchas veces las mujeres realmente no recuerdan lo que han vivido. Lo que es terrible se ha borrado para poder seguir adelante. Eso yo lo he aprendido mucho trabajando con víctimas de guerra en El Salvador.

En un primer momento, horas o días después de la situación de violencia, las mujeres necesitan hablar. Se trata de un mecanismo psicológico; contarlo ayuda a desgastar la emoción. Eso es lo que hacemos en una primera interveción en crisis. Los medios pueden ser importantes en ese desgaste de la emoción.

Posteriormente vendrán momentos en los que la víctima no querrá hablar porque estará en proceso de elaborar. Y cuando más o menos tenga acomodada esa experiencia que le pasó puede volver a hablar de la experiencia desde otro lugar, pero dependerá mucho de si encuentra un contexto empático.

Por tanto, ¿se sana contando? Yo creo que sí, pero hay momentos distintos. Un primer momento centrado en la catarsis y en los detalles, y un momento posterior en el que puede ser importante rescatar la experiencia pero ya no habrá tanto recuerdo de los detalles.

J. F.: ¿Entonces, en qué momento podemos pedir a una mujer o a su familia que cuente su historia? ¿Cómo respetar los tiempos y su duelo?

N.V.: Seguramente en un primer momento, aunque parezca invasivo, es cuando las víctimas están más dispuestas a hablar, pero lo que están dispuestas es a contar lo que ha pasado, no tanto a contextualizarlo. Yo trabajé muchos años con una asociación de apoyo al duelo. Vi que las personas que habían perdido a su hijo o a su hija en un accidente de tráfico necesitaban contarlo inmediatamente. Para ellas es una manera de hacer realidad lo que ha pasado. Lo que necesitan es un contexto respetuoso. Una cámara de televisión puede ser muy invasiva en ese momento, pero puede ser menos invasiva una radio o una periodista que esté tomando notas. Lo que te va a contar una madre cuando acaban de matar a su hija es su dolor. Empleará expresiones que acompañan la asimilación psíquica del hecho. No le puedes preguntar de momento más, necesitará mucho tiempo para elaborarlo. Quizá le sirva más a ella para sanar que a los medios de comunicación para informar.

J. F.: Ya, pero la función del periodismo es contar a la gente qué está pasando y por qué. Entonces, para dar respuesta a ese por qué, interpreto que es más útil contar con mujeres que ya han elaborado e incluso politizado en algunos casos su vivencia y pueden contextualizarla mejor.

N.V.: Claro, si estás hablando con una madre que acaba de perder a su hija, probablemente haya otras madres que hayan pasado por esa experiencia y la hayan elaborado. Ellas sí que te podrán dar un contexto que no está cargado solo de emoción. Lo revivirán al contarlo, pero con otra intensidad. La semana pasada, cuando fui al cine, me encontré con una mujer con la que había trabajado hace quince años y me dijo: “Tú me decías que esto lo iba a poder contar de otra manera, y yo no podía creerlo. Ahora me doy cuenta de que sí, que puedo vivir y contar de esa manera esa pérdida. Ahora estaría dispuesta incluso a ayudar a otras personas que vivieron lo que viví. Pero he necesitado todo este tiempo”.

J. F.: Hace unos años realicé un documental sobre lideresas indígenas de Guatemala, sobrevivientes de violencia machista, que se han formado para acompañar a víctimas en su comunidad. Tres de ellas vinieron a presentar el documental en Euskadi. Gestioné una ronda de entrevistas en medios y en el dosier de prensa envíe sus perfiles. Una de ellas, Johana Ramírez, era una mujer de unos 50 años, sobreviviente de trata cuando era adolescente que hace un valioso trabajo comunitario acompañando a mujeres en procesos judiciales, formando a la policía y a profesorado… En uno de los programas de radio, la primera pregunta de la periodista fue: “Bueno, Johana, cuéntame cómo fue vivir el infierno de la trata”. Me gustó que ella aprovechó las formas de cortesía centroamericanas para darle la vuelta: empezó contando quién es ahora y poniendo en valor su trabajo. Entiendo que en radio y televisión suele haber muy pocos minutos pero creo que es necesario cultivar la empatía a la hora de hacer preguntas sobre historias tan duras.

N.V.: Las mujeres agradecen mucho sentirse entendidas en la complejidad, y respetadas en lo que pueden o quieren contar y no contar. A veces, dependiendo de la experiencia, hay cosas que quieren mantener en la intimidad porque todavía no se las explican y que contarán posteriormente. Recuerdo que compartí un programa de radio con una chica que contaba su experiencia de violación y decía: “Me fui acordando y cada vez que lo cuento me voy acordando de más. La policía no me dejaba integrar en el atestado cosas que no había contado al principio. Pero es que entonces no recordaba”. Cuando estuvo preparada, habló en ese programa de radio y pudo contar toda su experiencia.

J. F.: Hace años me encargaste junto a Maite Asensio, de Berria, hacer entrevistas a madres de mujeres víctimas de violencia machista. La premisa era conocer las vidas de estas mujeres rompiendo con el estereotipo de la víctima sometida, demostrando que las mataron por ser rebeldes. Para mí fue un reto. La madre de una mujer asesinada por su excompañero sentimental me dijo que escuchaba la voz de su hija todo el rato, que se había ido a vivir a un apartamento aislada del mundo para escucharla tranquilamente. ¿Cómo contarlo para dar cuenta del impacto emocional y en su salud mental, pero sin recrearte de forma escabrosa? Ese es otro reto que encuentro como periodista: crear un espacio de confianza pero, cuando te lo has ganado, cuando la persona se abre de par en par, ser responsable con lo que te cuenta.

N.V.: Cuando tú llegabas a entrevistarlas, las mujeres se habían preparado con nosotras y con sus psicólogas y trabajadoras sociales. La idea era recoger las voces de las sobrevivientes a través de sus seres queridos, pero nos encontramos con que solo quisieron hablar las madres. No quiso hablar ningún padre, ni ninguna hija, ni ningún hijo u otro familiar. Las madres se sentían las más legitimadas para hablar. Recuerdo que la hija de una mujer asesinada nos recibió pero para contarnos por qué no quería hablar. Ocurre que, cuando en el entorno y en los medios se habla de por qué la mujer no había denunciado a su maltratador, por qué no lo había dejado o por qué había vuelto con él, esas son inquietudes que tienen las propias hijas y a menudo se sienten muy culpables. Son situaciones mucho más difíciles de elaborar y tienen mucho menos apoyo del entorno. En los último asesinatos me han llamado amigas de las víctimas y tampoco se sienten legitimadas para hablar de cómo lo vivieron o sienten culpa por no haber presionado más para que los denunciaran.

J. F.: Sostienes que cuando un hombre asesina a una mujer es como respuesta a la rebeldía de ella: que le planta cara en la relación de pareja o que le dice “no” en un encuentro sexual… En cambio, las víctimas están representadas en el imaginario colectivo como mujeres sumisas.

N.V.: Entrevisté a la madre de una mujer asesinada por su exmarido. Se había separado de él dos años antes y no había habido incidentes violentos. Ella había seguido con su vida y con la crianza de su hijo, pero ese hombre seguía anclado en la ruptura. Como a la hija le daba pena, le recibió un día en casa para dormir y fue la noche en la que la mató. La madre me dijo: “Yo he oído que mi hija era tonta, que cómo se le ocurre dejarle dormir en casa”. A esa mujer le dolía mucho que representasen a su hija como la tonta y no como una buena mujer que se había compadecido de su expareja, a la que no odiaba. Hay algunas familias que dicen: “No, mi hija no era víctima de violencia de género”, porque también han interiorizado esa idea de que las víctimas son sumisas, que no son rebeldes.

J. F. En los últimos años, en los medios han proliferado historias de vida de víctimas de feminicidio. La idea es contar sus historias para romper con el efecto narcotizante de “una nueva víctima” poniéndoles rostro y voz, reconociendo cuál era esa vida que ha sido segada. ¿Qué te parecen estos ejercicios de memoria histórica?

N.V. Hay que dejar reposar, pero sin embargo me parece muy importante ese ejercicio de memoria histórica, acompañando a las familias. En El Salvador, uno de los trabajos que yo hice fue, dos años después de que terminase la guerra, rescatar la memoria de las mujeres que habían participado en ella. Todo el mundo nos decía: “Es muy rápido, todavía no se ha asimilado”. Las mujeres necesitaban rescatar sus propias vivencias porque lo que estaba sucediendo es que todo el país estaba tapando no solo la guerra sino los aspectos que tenían que ver con las mujeres. No se querían tocar los abortos obligados, las violaciones por parte del ejército, las violaciones de derechos humanos por parte de la guerrilla… La reconstrucción de la memoria histórica es un acto político. Hay una historia, que se puede iniciar en el asesinato de Ana Orantes o ir mucho más atrás.

J.F.¿Y qué hay de los agresores? ¿Cómo evitar la idea de “era un hombre normal, nadie se lo explica” versus “era un monstruo?

- N.V. Me parece que lo más importante sería resaltar su normalidad, a la vez que desvelamos la normalización de las conductas violentas: ¿a nadie de su entorno le llamó nunca la atención cómo se refería a su pareja o a las mujeres? ¿Seguro? Yo creo que no, que seguro que se expresaría de una manera despectiva de las mujeres, pero probablemente sus compañeros le reían la gracia, pensaban que era un “fenómeno” o que no hablaba en serio. A mí me gustaría que cuando se hablara sobre él se buceara en esa historia y las y los periodistas averiguaran qué era lo que escondía ese “era un poco raro” que a veces aparece en algún artículo o comentario.

Lo que me interesaría es que se indagara sobre la normalización de la violencia que hacen los hombres más que sobre la supuesta normalidad del hombre que agrede. Y seguir ese camino de cómo se pasa de normalizar cierto nivel de violencia, incluso agresiones verbales amenazantes, al hecho de agredir. Me interesa seguir el camino de la posibilidad estructural que tienen los hombres para controlar a las mujeres a la decisión de un hombre de agredir a una mujer.

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Norma Vázquez y June Fernández durante el taller con periodistas organizado por Begira en 2019./ Emakunde

J.F. Los decálogos sobre el tratamiento informativo a la violencia de género reprueban una rutina habitual: ante un asesinato machista, preguntar al vecindario. Señalan que las respuestas a menudo refuerzan estereotipos o mitos: el chico normal, la pareja feliz, las deudas, las drogas… ¿Qué opinas de esa práctica?

N.V. Tiene sus pros y sus contras. Una vez me invitaron a una reunión en un municipio muy pequeñito de Álava en el que acababan de asesinar a una mujer. Había unas 50 o 60 personas del vecindario, también el alcalde y personal político. No se lo acababan de explicar y pensaban que yo podría explicárselo. Los vecinos decían: “Es que eran muy normales, es que esta mañana han salido juntos a dar un paseo, y luego a la tarde la ha matado y después se ha matado él”. Yo les respondí: “¿Cómo se imaginan a un maltratador? Cuéntenme. Dibújenmelo. ¿Qué expresión tiene?” Y claro, no se lo imaginaban. O empezaban a salir los tópicos: “Que bebe mucho, que es muy iracundo… Y este hombre no era así”. “Es que no son así. Hay de todo, pero la mayoría son normales, tan normales como los aquí presentes”, les dije. Y se revolvían, sobre todo los hombres. Llegaron a plantear la hipótesis de que fue un pacto suicida. “Perdonen, pero explíquenme cómo es que él la mató a hachazos y luego se suicidó con una escopeta”.

Hace un par de años, de nuevo en un municipio pequeño donde un asesinato había causado impacto, me llamaron las amigas y el alcalde, que estaban en shock. Les daba pesar no haberse dado cuenta de la situación de maltrato. Hay señales, pero a veces son equívocas. Les sugerí que pensasen si habían notado cambios en la víctima. Ellas buscaban señales de que algo iba mal. Una de las amigas dijo: “Sí, últimamente iba mucho más guapa”. Resulta que había decidido dejar la relación. El agresor interpretó probablemente que había otro hombre, porque es el único parámetro que conciben.

La gente suele decir: “Ya me parecía que él tenía una mirada rara…”. No es verdad eso de la mirada asesina. Cuesta mucho pensar en la normalidad. Las mujeres que yo he tratado y sus parejas son de lo más normal. El vecindario espera oír gritos o amenazas, y entonces podrá decir: “Esto era un asesinato anunciado”. Pero a veces no escuchamos nada y entonces aparece la perplejidad. Sí tú te pones a trabajar con ellos, van a encontrar claves, pero no en la dirección del horror, y no son fáciles de identificar. Entonces la gente empieza a entender, a asimilar para no huir de ese hecho y que se pueda construir memoria histórica. Si hacemos ese trabajo, el vecindario puede ser una fuente de información interesante.

J.F. A mí me preocupa cuando los medios lanzan un mensaje de perplejidad, con titulares como “Un final que nadie podía presagiar”. Esa fue una noticia de un periódico gallego que solemos poner como ejemplo de mala práctica. Usaron como foto un selfi de la pareja en la playa. Me parece que el papel del periodismo es explicar las cosas y por eso es tan importante recurrir a fuentes feministas. Creo que tiene más sentido intentar explicar la violencia como fenómeno social y no tanto empeñarse en explicar por qué ese hombre ha matado a esa mujer.

Por otro lado, recuerdo un artículo de Barbijaputa en eldiario.es con motivo del asesinato machista de una periodista de El Mundo. Mostró que ese periódico había hecho una cobertura impecable del caso, por respeto a su compañera. Eso reflejaba que la empatía y la identificación es fundamental. Cuando percibimos a la víctima como una de “las otras”, como “la mujer maltratada”, es más fácil caer en narrativas victimizadoras y en sensacionalismo. ¿Podría ser una clave informar siempre como si la asesinada fuera nuestra amiga?

N.V. Cuando pregunto en un taller cuántas aquí somos víctimas de violencia y yo levanto la mano, pues la levantan dos de veinte o de cuarenta. Y luego se dan cuenta de todo lo que hablamos cuando hablamos de violencia. La identificación de las otras como las sumisas nos lleva a otro problema: las rebeldes también sufren violencia, y entonces la gente no se lo explica. La violencia tiene muchas caras: una es la de mantener la sumisión, otra es la de castigar la rebeldía. Si no vemos ese contexto general, siempre vamos a estar buscando la causa concreta.

J.F. Cambiar esos imaginarios es muy importante para que las mujeres se puedan reconocer como víctimas. Una amiga escribió en Pikara Magazine su testimonio contando que había tardado diez años en reconocerse como víctima porque se negaba a ser una de esas mujeres que se dejan pegar y que no son capaces de dejar al maltratador.

N.V. Yo participé en el diseño de una campaña muy rompedora en Matagalpa, Nicaragua, con el lema “De tu violencia, voy a defenderme”. No mostraba a las mujeres llorando ni con la boca cerrada sino en actitud de autodefensa. Abrió un gran debate, hasta el punto de que la agencia de cooperación que financió la campaña se vio presionada para retirar su apoyo. En el contexto de Nicaragua, donde denunciar a la policía no es un recurso real, la autodefensa es lo único que les queda. Las mujeres se defienden, y más aún cuanto menos les defiende la institución. Algunos juraron ver a las mujeres armadas con bates de béisbol y aquí también a mucha gente le parece agresiva. Pero esas mujeres se reconocieron y me parece mucho mejor que esa campaña del gobierno a la que respondía, con margaritas deshojadas y el lema “No más flores marchitas y lágrimas de sangre”.

J.F. Yo uso mucho ese cartel en mis talleres porque son mujeres con cuerpos reales que han vivido violencias reales y deciden cómo quieren expresarse. En cambio, en prensa digital se recurre mucho a bancos de imágenes que ofrecen fotos artificiales, simulaciones protagonizadas por mujeres físicamente muy normativas. Aparecen agachadas en el suelo, en ángulo picado —que revictimiza— y el puño del hombre en primer plano. ¿Qué impacto emocional tienen sobre las mujeres supervivientes de violencia machista o para las familias de víctimas de feminicidio ese tipo de imágenes o las coberturas sensacionalistas?

N.V. Para las sobrevivientes y para las familias siempre es muy importante lo que se diga de ellas. Todas las palabras tienen un impacto, ya sea para salir de una situación o para hundirse. Por eso los medios tienen mucha responsabilidad. También depende del momento. Hay mucho que no les gusta. Algunas no quieren ver nada y otras tienen un momento en el que necesitan hablar solo de esto. Me he encontrado con mujeres que me han enseñado carpetas enteras con recortes, empezaron juntando lo que salía de ellas y luego fueron guardando lo que salía de otras. Yo uso las noticias para trabajar. Cuando son noticias de agresión sexual, suelen decir: “Yo no soy ésta que contaron”.

VÍDEO: Pilar del Álamo, superviviente de violencia machista

J.F. Una práctica que he visto en blogs y medios digitales es poner un aviso de contenido (trigger alert en inglés) con palabras clave sobre el contenido sensible que incluye: violación, suicidio, autolesión… Es una forma de prevenir que, por ejemplo, una mujer que arrastra un trauma por violación lea un relato que le haga revivirlo.

En una investigación realizada en Catalunya, un grupo de supervivientes de violencia sexual eran las que analizaban cómo les hacían sentir las noticias sobre ese tema y a partir de ese análisis redactaron una batería de recomendaciones. Me pareció interesante que sean las sobrevivientes las que aporten claves para los medios en vez de la figura aséptica de la experta de turno, como si esas expertas no fuéramos también sobrevivientes de violencia. En mis talleres utilizo mucho la entrevista que le hizo Patricia Simón a Pilar del Álamo, una superviviente de violencia machista en la pareja que aportaba claves muy valiosas. Además, Patricia hace un trabajo impecable, basado en los cuidados y en la empatía.

- J.F. ¿Crees que se puede acompañar a supervivientes o familiares para que den el paso de víctimas a sujetos políticos y participen en iniciativas de incidencia, sensibilización y formación?

N.V. Alguna vez he acompañado a una víctima a hacer una entrevista con una periodista, por si me necesita en algún momento, o la he preparado antes para afrontar la entrevista. Pero donde tengo más experiencia al respecto es en involucrar a víctimas y supervivientes en procesos de formación dirigidos a la policía o a personal sanitario. Con su participación, llegas de una manera muy distinta a esos profesionales. Ensayan con ellas cómo atenderlas, sin miedo a equivocarse, a hacer preguntas inadecuadas.

Por cierto, yo he sido víctima de violencia también, de muchas formas de violencia, y claro que eso ha marcado mi trayectoria profesional. No me parece imprescindible mentarlo, pero lo cuento sin problema. Cuando abres el abanico de lo que entendemos por violencia, ya no piensas solo en el ámbito de la pareja sino, por ejemplo, en los abusos en otros contextos como el escolar o el laboral.

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