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¿Violencia de género o terrorismo machista?. Begoña Pernas

Lunes 21 de septiembre de 2015

Begoña Pernas 16-08 2015

Es difícil combatir un mal que no se comprende. Esto sucede ahora con la violencia de género. Hemos aprendido a contar –y a veces a creer- a las víctimas, aunque no a protegerlas, pero seguimos sin entender bien el fenómeno. La violencia es uno de los conceptos más complejos y peor tratados de las ciencias sociales. En primer lugar porque engloba fenómenos muy diferentes, con sentidos opuestos. Ha sido explicada por su utilidad y por su irracionalidad, como efecto de la falta de normas y como respuesta a su exceso; como patología individual y como herramienta colectiva, como falta o pérdida de sentido y como sentido desbordado por no existir un marco cultural o institucional que lo encauce o limite. En definitiva, es una cosa y su contrario, quizás porque el término significa sobre todo un lugar más allá de lo social, donde las explicaciones y las palabras no alcanzan (Wieviorka).

Tampoco es evidente la relación entre violencia y poder. Para algunos autores todo poder es sinónimo de violencia y nace de una violencia originaria y que siempre existe en potencia. Para aplicarlo al caso de la violencia de género, el patriarcado sería en sí una violencia y por lo tanto, el maltrato una consecuencia obvia de la estructura de poder. Para otra tradición intelectual (Hobbes), el poder es lo que triunfa sobre la violencia humana y la limita, precisamente por su capacidad de monopolizarla, desarmando la vida civil. El patriarcado sería, siguiendo esta idea, no solo un sistema de dominio sino también de protección de las mujeres frente a la violencia desordenada de los varones (en los estados de guerra, por ejemplo). Finalmente, hay autoras (Arendt) para las cuales violencia y poder se oponen, pues lo propio del poder no es su fuerza sino su capacidad de organización. El patriarcado no precisaría el uso de la violencia porque se basa en una organización (hecha de pactos) que institucionaliza el poder social y económico de los hombres sobre las mujeres y el acceso ordenado a éstas.

Por último, una tradición intelectual crítica (Bourdieu, Fanon, etc.) estima que existe una forma de violencia sin sujeto, que llama simbólica. La forma en que las estructuras sociales desiguales o las situaciones de opresión cultural (como es la colonización) limitan la libertad de los individuos, niegan su subjetividad, les obligan a presentarse ante los demás de una determinada forma, actúa como la violencia que no necesita ejercerse directamente. Los propios sujetos se infringen esa violencia al aceptar normas y asumir marcos de acción que determinan sus comportamientos y les ponen en situación de peligro, de inferioridad o humillación. El campo de la violencia se extiende así aún más y se hace casi indiscernible de la opresión de cualquier tipo. El mismo orden social sería en cierto modo una violencia sin sujeto ni objeto, pero con efectos claros sobre la vida de las personas que están en posiciones subalternas, colonizadas o inferiores. El problema de esta teoría es que, al poner en el mismo plano la raíz de la opresión con sus manifestaciones, dificulta el trabajo político de discernir y establecer prioridades. La insistencia en hablar de “violencias” en plural es una expresión muy actual de este deseo de abarcar toda la realidad que puede llevar, paradójicamente, a la impotencia.

Si en general el concepto está mal explicado, en el caso de la violencia de género, la cuestión se complica. Hablamos de acciones que no son ni individuales ni colectivas. Es decir, suceden en las relaciones interpersonales y la violencia es ejercida por individuos sin organizar y sin una finalidad común. Al mismo tiempo, no puede hablarse de un fenómeno individual: se produce en un tipo de relación sentimental, culturalmente determinada, sus víctimas son mujeres y sus pautas se repiten de forma sistemática. Hay por lo tanto un sentido o una cultura colectivas que explican su existencia y su extensión.

Tampoco es evidente su “utilidad”. La violencia sin duda sirve para mantener la sumisión de la mujer sobre la que se ejerce, pero no parece apuntalar todo el patriarcado, como se dice a menudo. No es consustancial a la opresión o el dominio. Es más, los sistemas estables e indiscutibles no necesitan ejercer la violencia y rara vez matan a los que les sirven, aunque puedan hacerlo, precisamente porque pueden hacerlo. La violencia de género parece más bien una falla del sistema, una huida, una anomalía. Como si al entrar en crisis el patriarcado, se hubieran liberado dos fuerzas diferentes: por un lado las mujeres, más capaces de elegir su vida y ser civilmente iguales. Por otro, los “hijos”, los varones libres de ataduras morales que se enfrentan en solitario a su propio poder. La privatización y fragmentación del poder del padre parece estar en el origen de la violencia tal como se manifiesta ahora.

Por último, lo más misterioso es la relación de la violencia de género con la igualdad. Tendemos a pensar, hijas de la ilustración, que la violencia disminuye o desaparece entre iguales, remplazada por la comunicación, el conflicto o el consenso. Y sin duda sucede así, en parte, pero también sucede lo contrario: es precisamente cuando la sociedad no reconoce una base cultural y legítima para las diferencias cuando la igualdad se vuelve problemática. Tocqueville lo observó en la sociedad norteamericana del siglo XVIII: donde las leyes no diferenciaban a blancos y negros, es decir, en los estados sin esclavitud, la segregación y el desprecio se multiplicaban, prohibiendo cualquier contacto entre razas. Arendt dedica su obra “Los orígenes del totalitarismo” a analizar esta cruel realidad histórica. Mientras los judíos fueron judíos se los podía aceptar o rechazar, utilizar o perseguir, pero no hacía falta eliminarlos. Solo cuando se convirtieron en iguales e indiscernibles, alemanes entre alemanes, se puso en marcha la maquinaria ideológica que llevaría a su eliminación física.

Finalmente, el movimiento feminista está debatiendo sobre la inclusión del término “terrorismo machista” en la agenda pública. A mi entender, existe cierta confusión por la mezcla de dos planos, el teórico y el estratégico. En el primer aspecto, se trata de entender un fenómeno tan complejo utilizando analogías con otras violencias. En el segundo, se busca generar una alarma y una respuesta estatal que esté a la altura del problema, recurriendo a la imagen de la lucha contra el terrorismo por su capacidad de sensibilizar conciencias y movilizar recursos. Ambos son legítimos, pero las metáforas tienen vida propia y pueden terminar confundiendo ambos planos.

En el plano teórico, nada hay más opuesto a la violencia machista, que se basa en el silencio y el secreto, que el terrorismo, que precisa y busca la publicidad. La violencia de género no es un fenómeno “organizado” ni con fines abiertamente políticos (en el sentido de influir en la discusión pública). Sin embargo, la acción del maltratador sobre su víctima es sin duda una forma de terror: la demolición sistemática, a la vez caprichosa y razonada, de una libertad ajena tiene la forma de un totalitarismo de la vida cotidiana, y sus víctimas recuerdan a las que sobrevivieron a los campos de prisioneros y de concentración, como vieron claramente las pioneras en este análisis (Judith Herman). De nuevo, lo que más se parece al relato de una víctima de violencia de género es la descripción del totalitarismo que hace Arendt.

Es en eso precisamente en lo que se distingue completamente de otras formas de violencia intrafamiliar. No en su gravedad: la violencia de género puede aparentar ser mucho más “leve”, por ejemplo cuando no se producen agresiones físicas, lo que complica enormemente tanto el trabajo de los jueces como la interpretación de las encuestas y estadísticas. Se distingue por el proceso destructivo increíblemente homogéneo que llevan a cabo los maltratadores y que reconocerá cualquiera que haya escuchado los testimonios de las mujeres. La lógica y la imperturbable sensación de “tener razón” y la sorpresa ante el reproche social es también la de los verdugos que obedecen leyes en los regímenes de terror.

Por lo tanto, en el plano teórico, las metáforas y las analogías son útiles, siempre que las tratemos con seriedad y no nos dejemos arrastrar demasiado lejos por su lógica.

El segundo plano es estratégico: llamar terrorismo machista al asesinato de un número insoportable y creciente de mujeres y niños/as al año permite agitar a una sociedad que se está acostumbrando peligrosamente a estas cifras. Y reclamar al Estado los medios de prevención y de protección que han mostrado ser muy insuficientes.

Pero existe un peligro grande en esta estrategia. En primer lugar, pone todo el foco en los asesinatos y por lo tanto en la intervención policial y penal que debe ser mucho más eficaz, pero que tiene terribles limitaciones, precisamente porque no se enfrenta a un grupo armado y debe proteger a miles de víctimas de una violencia altamente impredecible. La prevención y la protección y justicia para las víctimas “ordinarias” debería ser la reivindicación esencial. Estas no encuentran aún apoyos ni comprensión en la red social que las rodea y en la red institucional que debería ayudar a escapar de la relación de maltrato con independencia de la denuncia. Cuánto más se asimile la violencia de género al terrorismo, menos comprenderá el fenómeno la sociedad en su conjunto (la familia, el vecindario, el personal sanitario o social, las Ampas, etc.), menos se atreverá a actuar si percibe algo y menos reconocerá en la situación “extraña” de la vecina, la amiga, o la paciente un caso de violencia que necesita, sobre todo, escucha y apoyo a su proceso de recuperación.

En segundo lugar y esto es aún más grave, cuánto más exageramos los términos (de maltrato a violencia, de violencia a terrorismo), menos identificadas se sienten muchas mujeres que están padeciendo estas situaciones. En un estudio fundamental sobre la violencia entre los adolescentes y jóvenes, Luis Seoane describe el uso de la agresión que sustenta en gran medida la formación de las personalidades masculina y femenina. La machacona y a la vez sutil e imperceptible lluvia de humillaciones y violencias no podría nunca ser descrita con términos como “terrorismo”, una trama demasiado gruesa para atrapar la clase de pez que buscamos. Y lo que es peor: el estudio muestra que los y las jóvenes no identifican en absoluto sus experiencias con los términos de “violencia de género”. Menos aún lo harán con el de terrorismo. Y por lo tanto, dejaran de escuchar los mensajes que les lleguen desde esa realidad completamente alejada de sus vidas. Y las administraciones responsables de la lucha contra la violencia dejarán de atender al sutil y poco dramático escenario de socialización, despreciarán las experiencias cotidianas y los cambios y políticas a largo plazo, para centrarse en la “lucha contra el terrorismo”. De forma que las virtudes del término como alarma para una actuación inmediata son también contrarrestados, para mí de forma inapelable, por las desventajas descritas.

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