Xarxa Feminista PV

Una decisión definitiva

Martes 27 de junio de 2017

La noche anterior la paliza había sido mayor de lo acostumbrado. Lavamos entre ambas la espalda y la curamos como buenamente pudimos. Al día siguiente no apareció por casa

ctxt Cristina Fallarás 26-06-2017

La mañana del día en el que tomó la decisión definitiva, ella se presentó en mi casa antes que de costumbre. Solía aparecer sobre media mañana, tomábamos café y se ponía a trabajar. Pero aquel día, la oí entrar sobre las ocho.

Llamó a la puerta de mi dormitorio y entró. Sin mediar palabra, se puso de espaldas a mí y se levantó la camiseta. Sobre la espalda, una paliza en heridas abiertas, abultados moratones y sangre seca trazaba un retrato macho de mal.

Tiempo después, quizás un año, quizás un poco menos, me la volví a encontrar por la calle. Andaba más erguida y ya no vestía aquellas prendas pardas y remendadas

Yo había estado en su casa solo una vez. Ella vivía en uno de los extremos de la ciudad, en una casa de 30 metros cuadrados con sus dos hijas, su marido y un perro. Las dos hijas dormían con el marido en la única cama de la casa y ella, en el suelo con el perro. Si se le ocurría subir al único sillón, más le valía que no se diera cuenta el hombre. La había conocido por casualidad, porque trabajaba limpiando unas oficinas en las que yo trabajaba de vez en cuando. Un día me dijo “Venga conmigo”. Solo eso. No encontré ninguna razón para negarme y media hora después entrábamos por la puerta de una casa minúscula cuya única ventana estaba allá arriba donde no llega el brazo. Una vez dentro, abrió la puerta de una especie de armario empotrado y me señaló el interior con la barbilla. Dentro, una escopeta negra como la promesa del dolor.

–¿Tu marido es cazador? –fue lo único que se me ocurrió preguntar.

–Mi marido es albañil.

No añadió nada más, ni yo le pregunté. Al día siguiente le dije que a partir de entonces vendría a mi casa durante las horas que tuviera libres. Entendí que lo mejor sería que pasara el menor tiempo posible en su casa, entendí que eso era lo que me pedía, y así lo hicimos. Nunca le pregunté en qué trabajaba, más allá de las tres horas que dedicaba a la limpieza, pero me acostumbré a sus entradas y salidas de casa. Y a que manejara más dinero del que desde luego yo tenía.

Cuando le pregunté por qué, si tenía dinero, iba vestida con prendas desastrosas y medio sucia, me respondió que estaba ahorrando.

La noche anterior al día en que tomó la decisión definitiva, la paliza había sido mayor de lo acostumbrado. Lavamos entre ambas la espalda y la curamos como buenamente pudimos. Al día siguiente no apareció por casa. Tres días después, viendo que seguía sin venir, me acerqué al lugar al que me había llevado. Llamé a la puerta temiéndome que, si me abría el marido, no iba a saber qué decirle. Abrió ella.

–¿Por qué no has vuelto a casa? –le pregunté–. Tenía miedo de que te hubiera pasado algo.

–Ya no lo necesito –respondió–. Muchas gracias por todo.

Le miré a los ojos y me quedó claro que decía la verdad, así que no pregunté más. Pensé que quizás por fin los servicios sociales habían actuado.

Y seguí con mi vida, de la que poco a poco se iba borrando su recuerdo.

Tiempo después, quizás un año, quizás un poco menos, me la volví a encontrar por la calle. Andaba más erguida y ya no vestía aquellas prendas pardas y remendadas. Le hice notar la mejora y le pregunté a qué se debía.

–¿Se acuerda de todo aquel dinero que ahorraba? Pues compré un terreno grande en Tarragona y le dije a mi hombre: Hala, toma, es tuyo, ahora construyes allí una casa, que yo te pago el jornal cada semana.

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