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Un ejército de vientres al servicio de la nación

Sábado 8 de abril de 2023

La llamada crisis demográfica tiene una relación clara con la opresión de género: la “solución” ultra pasa por asignar a las mujeres el papel de reproductoras

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La familia. Óleo sobre lienzo del pintor fascista Mario Sironi, 1927.
GALERÍA DE ARTE MODERNA DE ROMA

Nuria Alabao 28/03/2023 CTXT

En su discurso de la moción de censura, Ramón Tamames, a la sombra de Vox, citó el “suicidio demográfico” y el “problema de la bajísima fecundidad” y repartió culpas: “Una gran parte del feminismo radical está en contra de una mayor natalidad”. En un artículo anterior expliqué cómo la demografía se ha convertido en un arma poderosa en manos de las extremas derechas, donde se conjugan la caída de la natalidad con el etnonacionalismo para generar auténticos terrores identitarios que impulsan la xenofobia y el racismo. La propuesta natalista hace converger la agenda contra los migrantes y el antifeminismo, ya que trata de reinstaurar el papel que el nacionalismo ha asignado tradicionalmente a las mujeres como reproductoras de la nación. Primero se crea el pánico al “reemplazo poblacional” por parte de migrantes o musulmanes, luego se propone la solución: que las mujeres autóctonas –blancas– se pongan a parir y a criar. Si por ellos fuese, de manera obligatoria. A eso responden claramente los intentos de restricción del aborto.

El género y la sexualidad siempre han tenido un papel central en la construcción de la nación. Históricamente, los Estados han intervenido activamente en la planificación familiar, la creación de heteronormatividad y la promoción de formas de trabajo basadas en el género, como explica la historiadora Ulla Wikander. Lo que aprendemos de la historia es que cada que vez que se ha invocado una “crisis demográfica” –como después de las dos guerras mundiales– siempre se ha intentado solucionar con un reforzamiento del papel de cuidadoras de las mujeres, poniéndolas a engendrar niños –a reproducir mano de obra, en términos marxistas–. Después de las guerras, hacía falta sustituir a los hombres que murieron, así que, tras la Primera, se instalaron limitaciones al empleo de las mujeres en toda Europa. Mientras que después de la Segunda, el pacto keynesiano-fordista estuvo basado en el salario familiar –al menos para las mujeres de clase media–. Es decir, que el trabajador ganaría suficiente para sostener a mujer e hijos promocionando su papel de cuidadoras en el hogar.

Muchas autoras han enfatizado los vínculos históricos entre el imperialismo, la construcción de la nación y la creación de órdenes de género específicos, con sus correspondientes restricciones sexuales: quién puede reproducirse y quién no y a qué ritmo. Pero también qué prácticas no destinadas a esta reproducción se penalizan. De ahí que en muchos lugares donde las nuevas extremas derechas más radicales son fuertes –como en el este de Europa– también se haya relanzado una nueva cruzada contra las personas LGTIBQ+. (Mientras que en Europa Occidental los argumentos más bien serían los de que su relativa aceptación social es una muestra de nuestra superioridad nacional frente a otras culturas “más atrasadas”.) Si tradicionalmente la homosexualidad supone una amenaza de “debilitamiento” del ser nacional o un peligro para los ejércitos, las mujeres por su parte han jugado un papel relevante en la construcción de las identidades nacionales: “Por un lado como símbolos de la nación, encarnando sus principios, por otro, en su rol de madres, las mujeres transmiten cultura y valores a la siguiente generación, además de reproducir biológicamente al grupo”, según la socióloga Umut Erel.

Si estos discursos pueden parecer de otros tiempos, hoy en la retórica de las extremas derechas en Europa están muy presentes. Estas preocupaciones demográficas generan un imaginario de un continente en peligro, asediado por el multiculturalismo y el feminismo que se representa como una ideología totalitaria –“el feminismo supremacista” para Vox–. Por ejemplo, la actual presidenta de Hungría, Katalin Novák, de Fidesz, el partido de ultraderecha en el gobierno, dijo que las mujeres no deben “competir” con los hombres, ni creer que deben ganar tanto como ellos, sino que tienen que potenciar sus capacidades “innatas” como cuidadoras y que es un “privilegio poder dar a luz”, al que no se debe renunciar en una “malinterpretada” lucha por la emancipación. Estas declaraciones servían para justificar las políticas familiaristas –antiigualitarias– que está impulsando este país. Por su parte, Vladímir Putin, a cinco meses del inicio de la guerra de Ucrania, propuso reinstaurar un premio estalinista a la maternidad –el Madre Heroína– que ofrece unos doce mil euros a las mujeres que tengan diez o más hijos y cuya lógica propagandista es similar a los premios franquistas a la maternidad. Sus llamamientos a superar la “crisis demográfica” rusa datan en realidad de su primer discurso de toma de posesión en el 2000; pocos años después, empezó a hablar de la misión histórica rusa en la defensa de sus “valores tradicionales”.

Políticas familiaristas

En Europa del Este y Rusia los gobiernos de extrema derecha nacionalistas están impulsando medidas de promoción de la natalidad, aunque con resultados poco significativos y nada concluyentes, pese a la propaganda estatal. Si bien se dice que las políticas de transferencias de renta y similares pueden estimular las tasas de fertilidad, no se perciben cambios radicales en ninguno de esos países. De hecho, Suecia, Dinamarca y Noruega, pese a tener algunos de los sistemas de bienestar más amplios del mundo, tampoco alcanzan la tasa de reemplazo poblacional –2,1 hijos por mujer–. Quizás estas políticas no cumplan su objetivo declarado de aumento de la natalidad, pero sus consecuencias van más allá. También están pensadas para remoralizar la sociedad y reforzar el papel del matrimonio heterosexual de roles diferenciados y orientado hacia la reproducción. El ejemplo más claro es el de la política de préstamos preferentes de Hungría, destinada a las parejas casadas que cumplan ciertos requisitos –que la mujer esté en edad reproductiva, que para alguno de los dos sea el primer matrimonio, entre otras–. Criterios que pretenden modelar las relaciones afectivas. El préstamo asciende a 24.500 euros y su devolución se suspende durante los tres años siguientes al nacimiento del primer hijo, se perdona el 30% de la deuda si se tiene un segundo y queda totalmente saldado después del tercero. Pero si la pareja se divorcia o no tiene hijos antes de su quinto aniversario, la ayuda se convierte en una losa: se tiene que devolver el préstamo con intereses de mercado, también de los años en el que el pago había sido suspendido. Las personas que atraviesen dificultades económicas se verán obligadas a tener más hijos de los deseados.

En España Vox dice inspirarse en estas políticas para la redacción de su vago programa para la “promoción de la familia”. Bueno, más que vago, un absoluto brindis al sol que dice “apoyar la maternidad y la conciliación”, propone ayudas directas progresivas por número de hijos, bonificaciones fiscales para familias numerosas –siempre regresivas–, o préstamos sin intereses a parejas jóvenes. El objetivo no lo ocultan: “Dignificar y bonificar la decisión de uno de los progenitores de dedicarse en exclusiva al cuidado y educación de los hijos”. Este programa, que apunta a reforzar el papel de la mujer en el hogar, lo impulsarían al mismo tiempo que bajan los impuestos de forma generalizada –aquí tendríamos que añadir unas risas enlatadas–. En el mismo documento, y con las mismas justificaciones, estas políticas familiaristas van acompañadas de intentos de restringir los derechos reproductivos y las migraciones. El pack completo del “invierno demográfico”.

Sobre las ayudas por tener hijos hay un debate abierto, pero, aunque fuesen conservadoras en su origen –durante el primer franquismo en España fueron prácticamente el único “Estado de bienestar” que existía–, hoy tienen poco efecto en las decisiones reproductivas de las mujeres. No lo tienen al menos en Europa Occidental, donde la tasa de participación femenina en el empleo es alta. La situación cambia un poco en lugares donde hay mayor desigualdad como en muchos países del este. Sin embargo, parece que tienen resultados positivos sobre todo cuando estas ayudas son universales, ya que, más que reforzar el papel de la mujer en el hogar, contribuyen a combatir la pobreza infantil. Por más propaganda que haga Vox, ni las mujeres se van a quedar en casa por unos cientos de euros al mes –la ayuda actual es de cien euros y no la puede cobrar todo el mundo– ni van a decidir tener más hijos. Es pura palabrería.

Reproducción, sí, pero no para todas

Las medidas de apoyo a la maternidad propuestas son parches en el paisaje de fondo neoliberal, que ha contraído los recursos que estaban destinados a socializar –algo– la reproducción social, de manera que ha sido mercantilizada para quienes pueden pagarla y privatizada –devuelta a los hogares– para los que no, dice Nancy Fraser. Esta mercantilización se ha hecho sobre los hombros y las manos de las mujeres migrantes. Aquellas cuyas “elevadas tasas de natalidad” amenazan a la nación blanca en la Teoría del Gran Reemplazo y similares. Hoy estas trabajadoras son esenciales para las familias de clase media europeas, a través del cuidado de niños y ancianos, pero al mismo tiempo se les niegan sus derechos como trabajadoras y la posibilidad de criar a sus propios hijos en condiciones. Se lo impiden tanto las restrictivas leyes migratorias –muchas veces no los pueden traer a Europa–, como su falta de derechos laborales.

Por un lado, se proponen ayudas para que ciertas mujeres tengan hijos o críen, mientras las legislaciones de inmigración o las políticas de encarcelamiento masivo restringen la capacidad de tener y cuidar niños de las personas pobres o migrantes, como explica Sophia Siddiqui, o incluso sufren quitas de custodias injustas que se enmarcan en el racismo institucional existente y su falta de derechos. Por ejemplo, hace poco se hizo público el caso de una madre migrante, de 23 años, a quien le fue retirada la custodia de su hija por dejarla una noche sola para poder ir a trabajar. No tenía a nadie que la cuidase y no podía pagar esa ayuda. Ha perdido el trabajo y, de momento, a su hija. Si una familia acoge a la niña recibirá por esta tarea entre 400 y 750 euros al mes; la propia madre en dificultades, nada, porque no tiene papeles ya que su solicitud de asilo fue rechazada. El sistema, pensado para “proteger” a los niños, los separa de sus madres en aras de su propio bien. En este caso unas pueden recibir una ayuda para criar hijos ajenos, mientras otras no tienen derecho a conservar los propios.

No pariremos por ningún Estado

Muchas veces se explica que, según las encuestas, las mujeres jóvenes querrían tener más hijos de los que acaban teniendo. Parece probable que si los trabajos fuesen más estables, estuviesen mejor pagados y dejasen más tiempo para cuidar; si las viviendas fuesen más asequibles y existiesen más espacios de socialización de la crianza –por ejemplo guarderías 24 horas, como pedían las feministas de los 70– las mujeres tendrían más hijos que en la actualidad. Pero fiarlo todo a “las condiciones” resulta una premisa falsa: detrás de la decisión de no tener hijos no siempre hay escasez de medios o condiciones de vida difíciles, muchas mujeres no los desean y ya está. El debate jamás se aborda desde la perspectiva de la libertad, dice Estefanía Molina. No siempre es una consecuencias de las condiciones económicas, es que simplemente no queremos por motivos diversos, algunos que seguro serían calificados de “frívolos” por abascales y similares. Para ser felices o tener vidas significativas las mujeres no necesitamos tener hijos, y ciertamente no para solucionar ninguna supuesta “crisis demográfica”. No hay ninguna crisis, pero si la hubiese, su solución no puede recaer en los vientres de las mujeres. Y el feminismo emancipador solo puede ser uno no alineado con el frente natalista, maternalista o patriótico.

Aumentar los recursos para que tener hijos no sea un infierno –ya sea la Renta Básica Universal u otras transferencias directas de renta, así como formas de trabajo menos invasivas y aniquiladoras de la vida– debería ser una cuestión de justicia reproductiva, no una política a mayor gloria del Estado. Desde luego, si se implementa cualquier tipo de ayudas a la reproducción o la crianza, estas deberían estar completamente desligadas del refuerzo de un determinado tipo de familia –de una normatividad heterosexual o patriarcal–, como proponen las extremas derechas. (Las de carácter universal son más emancipadoras desde el punto de vista feminista porque al no estar condicionadas no pueden imponer determinadas visiones morales, ni reforzar la institución familiar y permiten el establecimiento de vínculos afectivos de manera más libre. La relación biológica con el vástago tampoco tendría ser una premisa necesaria.) Por supuesto, las migrantes, cualquiera que sea su estatus, deberían poder acceder a esos mismos derechos. El trabajo de cambiar la cultura para que definitivamente se deje de presionar a las mujeres para que tengan hijos, o la tarea de generar espacios afectivos –familias elegidas– que ahuyenten la soledad y generen formas de cuidado más allá de la familia biológica depende solo de nosotras, del feminismo, de la sociedad organizada, y de la imaginación y creatividad de las que seamos capaces.

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