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Simone Weil, una pacifista en la Guerra Civil

Martes 25 de octubre de 2022

La filósofa francesa Simone Weil reflexionó sobre la guerra, la vida y la muerte a raíz de su participación en la Columna Durruti en el verano de 1936.

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BELÉN MORENO

Eduardo Pérez 23 OCT 2022 El Salto

18 de agosto de 1936. Frente de Aragón. Misión de reconocimiento de la Columna Durruti. Los milicianos, hombres de guerra por vocación o, en su mayoría, fruto de las circunstancias, están nerviosos y piensan en la inminente batalla. Comprueban su armamento, otean el horizonte en busca de algún detalle que delate al enemigo. Entre todos estos hombres armados llama la atención una joven francesa de 27 años. Delgada, con media melena y gafas que rodean su mirada tímida. Reflexiona descarnadamente sobre lo que poco después reflejará en su diario: “Me echo, miro las hojas, el cielo azul, bonito día. Si me capturan, me matarán... Pero será merecido. Se ha vertido mucha sangre por parte de los nuestros. Soy cómplice moral”.

La filósofa Simone Weil lleva poco más de una semana en España. Nacida en una familia judía intelectual, estudió filosofía y literatura clásica e ingresó en 1928 con la calificación más alta en la Escuela Normal de París, seguida por Simone de Beauvoir. Esta escribiría posteriormente: “La envidiaba porque tenía un corazón capaz de latir para todo el mundo. Un día pude conocerla. No sé cómo entablamos conversación; me explicó en un tono cortante que una sola cosa contaba hoy en toda la Tierra: una revolución que diera de comer a todo el mundo. De manera no menos perentoria le objeté que el problema no es hacer felices a los hombres, sino encontrar un sentido a su existencia. Ella me miró fijamente. ‘Cómo se nota que usted nunca ha pasado hambre’. Este fue el final de nuestras relaciones”.

Efectivamente, Weil decidió poner sus dotes intelectuales al servicio de la liberación de los desposeídos. Tras una estancia en Alemania poco después, anticipó el desastre que se avecinaba. Vinculada al sindicalismo, en 1934 aparcó su carrera docente para trabajar en una fábrica de Renault, una experiencia que dejaría su sello sobre ella, como relató: “Estando en la fábrica, mezclada a los ojos de todos y ante los míos propios entre la masa humana, la desgracia de los otros entró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ellos, ya que había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún futuro, me resultaba difícil de imaginar la posibilidad de sobrevivir a semejante fatiga. Lo que experimenté allí me marcó de un modo tan perenne que todavía hoy cuando un ser humano, sea quien sea, en cualquier circunstancia, se dirige a mí sin brutalidad, no puedo evitar tener la sensación de que se debe de tratar de un error y de que desgraciadamente el error se va a disipar sin duda. Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud, como la marca al fuego vivo que sellaban los romanos en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces, siempre me he visto como una esclava”.

La revolución y la vida

Como para tantos otros militantes de izquierda, el estallido de la Guerra Civil española supuso para Weil el deber de combatir el fascismo en auge. En su caso, se daba aquí la oportunidad de algo aún más profundo. La joven filósofa utilizó su diario para reflejar sus primeras impresiones: “Es difícil creer que Barcelona sea la capital de una región en plena guerra civil. Cuando se ha visitado Barcelona en época de paz y se llega a la estación de ferrocarril, no parece que haya habido cambio alguno. Las formalidades al atravesar la frontera se realizan en Port-Bou; salgo de la estación de Barcelona como cualquier turista, deambulo por las calles llenas de alegría. Los cafés están abiertos, hay menos gente que de costumbre; las tiendas también están abiertas. La moneda circula con normalidad. Si no fuera porque hay tan poca policía y tantos muchachos armados con fusil, no nos daríamos cuenta de nada. Hace falta un tiempo para comprender que estamos en una Revolución, y que estamos viviendo uno de esos períodos históricos que aprendimos en los libros y que alimentaron tantos sueños desde pequeños: 1792, 1871, 1917. Hay una revolución en Barcelona; ojalá sirva para que haya más felicidad. Nada ha cambiado en efecto, salvo una sola cosa: el pueblo tiene el poder. Los hombres de mono azul son los que mandan. Es uno de esos períodos extraordinarios que nunca han durado, en los que los que siempre obedecían toman sobre sí las responsabilidades”.

Sin embargo, Weil no rehuía los conflictos que la realidad desataba en su interior. Para ella, “no podemos ser revolucionarios si no amamos la vida”. Y este concepto no casaba del todo con lo ya mencionado en el primer párrafo: ¿cómo se puede amar la vida en una situación que exalta la muerte? Weil no se refería al bando franquista, sino a las experiencias de violencia gratuita por parte de sus propios compañeros, a los cuales apreciaba intensamente y cuya causa nunca dejó de defender. “Ni entre los españoles, ni siquiera entre los franceses llegados (…) he visto nunca expresar, ni siquiera en la intimidad, la repulsión, el desagrado ni tan solo la desaprobación por la sangre vertida inútilmente”, escribiría en una carta meses después de su experiencia.

Su reflexión era la siguiente: “Tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgarse a un castigo ni reprobación, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a aquellos que matan. Si por casualidad se experimenta primero cierto desagrado, se calla y pronto se lo sofoca por miedo a parecer que se carece de virilidad. Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte”.

Herida por accidente, Simone Weil regresaría a Francia menos de dos meses después de cruzar los Pirineos. Durante la II Guerra Mundial, trabajaría como redactora desde Inglaterra para la Resistencia francesa. No vivió para ver la caída del nazismo, pues la tuberculosis se la llevaría en agosto de 1943. Su obra alcanzó la fama tras su fallecimiento, gracias al trabajo de divulgación que realizó Albert Camus. Para el autor de La peste, aquella joven con gafas que, en plena guerra, tenía el valor de preguntarse si ella misma merecía morir, había sido “el único gran espíritu de nuestro tiempo”.

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