Miércoles 30 de octubre de 2024
Estos días hemos hablado y reflexionado sobre la responsabilidad colectiva frente a los abusos machistas y hemos escuchado muchas veces –las más, con la mejor intención– que hay que denunciar, pero la realidad es que denunciar no es fácil y muchas veces ni siquiera es posible
Natalia Chientaroli 28 de octubre de 2024 elDiario.es
Cuando hablé por primera vez con Sara era tarde por la noche, las dos estábamos cansadas. Noté un leve temblor en su voz mientras soltaba la primera parrafada que se había preparado al saber que iba a llamarla. Entendí por qué intentaba rebajar los detalles más escabrosos de su relato con un suspiro, un intento de risa o un remate con un tono un poco más bajo: “Ahora me da vergüenza pero entonces…”.
Otra de las cosas que dijo al inicio de la conversación es que nunca había pensado en denunciar lo que le pasó con Iñigo Errejón, que sabía que sería cuestionada por haber accedido a ciertas peticiones, que ella misma se había culpado por no haber sido capaz de salir de esa situación antes.
Hablarlo, ponerle palabras al trauma, supone muchas veces perdonarse. Supone una reparación reivindicar la propia voluntad recuperada, reconocer las heridas para cerrarlas. Compartirlo, explica Sara, significa poner ante la sociedad un doble espejo. Uno que refleja que el abuso y el destrato están mucho más presentes de lo que queremos creer, y otro en el que las mujeres podemos reconocer que ninguna está a salvo de caer en las trampas que explotan esta certeza: hemos sido socializadas para agradar, para complacer, para buscar la validación de la mirada masculina. Y aunque nos rebelamos contra eso, nos enredamos a veces en “estrategias muy sutiles y complicadas de reconocer”, como las describía la experta en violencia sexual Bárbara Tardón. “Se da mucho ejercicio de poder y eso acaba atrapando como una red a la víctima”, explicaba en este artículo.
“A veces yo me he dado cuenta muy tarde de que alguien ha cometido un abuso físico sobre mí”, reconocía en una entrevista la actriz Vicky Luengo, protagonista de Prima Facie, un monólogo de Suzie Miller en el que encarna a una abogada penalista que sufre una violación.
La protagonista es consciente –por su propia experiencia profesional– de que su caso va a ser cuestionado, de que no es la ‘víctima perfecta’, de que ha dicho y hecho cosas que llevarán a cuestionarla, y se debate entre si debe o no denunciar. “Todos entendemos lo que es que te violen en la calle, pero no cuando alguien comete un abuso físico sobre ti en un nivel de más intimidad, por ejemplo. No hay mujer que no esté atravesada por este relato”, analizaba Luengo.
Estos días hemos hablado y reflexionado sobre la responsabilidad colectiva frente a los abusos machistas y hemos escuchado muchas veces –las más, con la mejor intención– que hay que denunciar, que faltan denuncias, que los procesos judiciales son garantistas y constituyen la única manera de acabar con este tipo de comportamientos. La realidad es que denunciar no es fácil y muchas veces ni siquiera es posible. Hay hechos que muy probablemente no tendrán un reproche penal pero que son igualmente graves y censurables.
En 2020 Belén López Peiró publicó Por qué volvías cada verano, un libro en el que relataba los abusos sexuales sufridos por parte de su tío durante años en las vacaciones que ella pasaba en su casa. “Me di cuenta con el tiempo de que la pregunta que me hacían no era una pregunta. No era: ‘¿Por qué volvías cada verano?’ para intentar entender el proceso. Era una afirmación: porque volvías, abusaban de vos”, explicaba López Peiró al hablar de su caso. “La mayoría de las preguntas eran acusaciones o eran justificaciones. Eso también es estructural”, reflexionaba la escritora.
El relato (y la denuncia judicial) dinamitó su familia y la expuso al descrédito y al distanciamiento de sus propios seres queridos. El libro mezcla las voces de sus padres, de sus primas, de los profesionales que la atendieron, de abogados... Esa estructura polifónica, explicaba López Peiró, permite “interpelar a cada persona que lo lea, sea el compañero de trabajo, la amiga, la madre de una amiga… cualquiera que sea parte de esa sociedad que hace posible que el silencio permanezca”.
La denuncia judicial contra Errejón y el relato de Sara en elDiario.es nos ponen frente a una incómoda escala de grises pero a la vez nos lanzan una certeza a la cara: algunas de las heridas que viven agazapadas o no han pasado de la confesión entre amigas, se han expuesto públicamente. A estas mujeres les ha costado mucho recobrar su voz para poder alzarla, incluso reconociendo que no hicieron lo que, desde su mirada de ahora, les gustaría haber hecho entonces.
Si ponemos los ojos en ellas, que sea para intentar entender, para interpelarnos, como dice López Peiró, como agentes de ese silencio que ellas se han atrevido a romper. Si queremos mirar algo, que sea antes lo que durante demasiado tiempo consideramos normal o imposible de cambiar. Si queremos cuestionar algo, que sean nuestros prejuicios, que sea este orden que nos hemos dado. Si necesitamos poner el foco en algo, que sea en esa herida colectiva que –al leer tantos mensajes que atacan y cuestionan– parece tan difícil de cerrar.