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Señoras subversivas. Desafíos feministas saliendo del armario de la cincuentena

Miércoles 16 de marzo de 2022

¿Tú crees que la edad de las mujeres cincuentonas puede ser subversiva?’. A partir de lo hablado, reído y confabulado a lo largo de varias décadas en diferentes espacios feministas, a lo ancho de una apuesta por salir del armario de la cincuentena y con el objetivo de responder esta pregunta, me lanzo a escribir este breve manifiesto feminista.

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Concentración contra las violencias machistas en Lavapiés, Madrid ÁLVARO MINGUITO

Marisa Pérez Colina, Fundación de los Comunes 8 MAR 2022 El Salto

Al final del presente texto ofrecemos el trabajo completo del que forma parte este artículo.

“Si quieres algo en la vida y luchas por ello, lo conseguirás”, dijo Jane Goodall.1 Esta es una frase que una puede tatuarse en la frente como talismán capaz de sortear los múltiples límites impuestos por el mandato patriarcal: el primero de ellos, forzarnos a desempeñar el papel social de “las mujeres”; el segundo, subordinarnos a la posición social masculina, otro papel perdedor en la obra caduca y sexista del binomio de género; el tercero, someter nuestras vidas a un orden jerárquico asfixiante para las potencias deseantes sexuales, políticas, vitales.

Sin embargo, los cambios no son, nunca han sido y jamás serán —por suerte— procesos que dependan únicamente de las determinaciones y posibilidades individuales. Las individuas importan, y mucho. Cada vez que una mujer dice no, desobedece, se presenta donde no se la espera o se alía con l*s que no debe para tramar algo inapropiado..., cada vez importa. Pero cuando la respuesta a la pregunta de Goodall es “quiero cambiar el mundo”, la respuesta es que, para conseguirlo, una necesita juntarse con otr*s.

Los feminismos no van de suma de heroínas (aunque heroínas haberlas, haylas). Tampoco de atrincherarse en una identidad impuesta para bombardear desde ahí a quienes aspiran a desbordar las posiciones fijas y sus servidumbres. Los feminismos van, esto sí, de luchar por mejorar las condiciones materiales y subjetivas de vida de las personas que han sido encorsetadas en la posición subordinada femenina. Pero no solo. Van, sobre todo, de cambiar el mundo. Para todas, todos, todes. Para tod*s.

Desde esta tarea política, a partir de lo hablado, reído y confabulado a lo largo de varias décadas en diferentes espacios feministas, a lo ancho de una apuesta por salir del armario de la cincuentena y con el objetivo de responder a esta pregunta de una de las compañeras entrevistadas: “¿tú crees que la edad de las mujeres cincuentonas puede ser subversiva?”, me lanzo a escribir este breve manifiesto feminista.

MANIFIESTO FEMINISTA DE UNA CINCUENTONA

Sororidades, más allá de los cercamientos generacionales

El envejecimiento femenino no es bello porque con el tiempo las mujeres adquieren mayor poder y porque los lazos entre mujeres de nuevo han de romperse invariablemente: las mujeres maduras temen a las más jóvenes y estas temen a las mayores.2

Naomi Wolf

¿Cómo sustituir el temor al que se refiere Wolf por una relación de respeto mutuo y autoridades compartidas? La intergeneracionalidad es una herramienta fundamental para las luchas feministas. Porque asegura la transmisión de saberes y experiencias. Porque crea un crisol de energías. Porque actualiza y declina viejas epistemologías y conceptos en nuevas coyunturas, afrontando el reto de probar otros marcos de interpretación y nuevos paradigmas de cambio.

Se trata de deshabitar las memorias más cargadas de pasado de la inercia perezosa de las recetas de lo ya vivido. De inyectarles la osadía e imaginación de las curiosidades frescas. De aliviar las inseguridades propias de las primeras experiencias impulsándolas al atrevimiento, a las preguntas sin rubores, a los cuestionamientos desacomplejados. El desafío reside en apostar a un juego de admiraciones cruzadas: a la piel tersa, a las arrugas, a la vitalidad, a la paciencia, a la curiosidad, a la memoria.

Despatriarcalizar el mundo es una tarea que viene de lejos y no parece próxima a concluir, por lo que mezclarse y relevarse devienen asuntos vitales. Y toca encararlos desde una distribución no edadista de los reconocimientos, rompiendo con prejuicios y estereotipos: ni el conservadurismo infecta obligatoriamente la edad madura, ni la rebeldía brota de forma automática en la juventud.

La transgresión constante de la división sexual-racial del trabajo y de sus injusticias asociadas, la pelea sin tregua contra las violencias machistas en todos los ámbitos de la existencia son operaciones que exigen tramar la máxima pluralidad de inteligencias, habilidades, cuerpos y capacidades. Brujes somos todes, aprovechemos nuestros múltiples poderes.

Emancipaciones, más allá de la igualdad en el statu quo

El movimiento por los derechos de la mujer [...] busca la participación igualitaria de las mujeres dentro del statu quo; en esencia, es un objetivo reformista.

El término emancipación de la mujer significa: libertad frente a las restricciones opresivas que impone el sexo, autodeterminación y autonomía [...] Todo lo cual implica una transformación radical de las instituciones, valores y teorías existentes. Feminismo puede incluir ambas posturas.3

Gerda Lerner

¿Igualdad vs emancipación? ¿Reforma vs revolución? ¿Feminización del poder vs poder feminista? No se trata de añadir más dualismos a los ya heredados pero sí de desvelar el engaño de lo que habitualmente se conoce como «feminismo liberal». Desde el “Ni una menos” argentino en 2016 a las rotundas protestas de las feministas polacas contra el intento de recortar sus libertades reproductivas en 2020, pasando por la huelga internacional del 8M en 2018, la fuerza del movimiento feminista se ha hecho capaz de ganar a la opinión pública en buena parte del mundo. Desde su posición radical —pero minoritaria— en las décadas de 1970 y 1980, la fuerza plural de los feminismos en el mundo occidental había ido domesticándose. La corriente hegemónica terminó desembocando en un feminismo civilizatorio4 y de clase media, una perspectiva influyente en el seno de instituciones políticas y académicas del Norte global, para volver a estallar como revuelta múltiple y subversiva en la segunda década del siglo xxi. La potencialidad transformadora de este estallido la intuyen muy acertadamente las fuerzas reaccionarias, desde las jerarquías misóginas de la mayoría de las religiones —empezando por la Iglesia católica que tacha el feminismo de ideología de género—, hasta los neofascismos y posfascismos contemporáneos —que comparten el odio a todo aquello que suene a feminismo—. Pero el verdadero peligro, por latente y disfrazado de inofensivo, es el feminismo liberal y, con él, por su perversa confusión entre táctica y estrategia, el feminismo progresista de la igualdad.

Respecto al feminismo liberal (o neoliberal) resultan especialmente elocuentes estas palabras de Christine Lagarde: “Despreciar la mitad del talento mundial es una pérdida de prosperidad económica para todos. Si en vez de los Lehman Brothers hubieran sido las ’Lehman Sisters’, el mundo podría ser muy diferente”. Para Lagarde, como para muchas otras mujeres que han alcanzado posiciones de poder en el seno de instituciones neoliberales y se declaran, al mismo tiempo, feministas, la idea es que “las mujeres” somos “esencialmente” diferentes e, incluso, mejores que “los hombres”. Bastaría, por tanto, con repartir al 50 % los puestos de poder. Con romper los techos de cristal. Con feminizar, digamos, el capitalismo. Las estructuras que producen y reproducen la relación de dominio entre hombres y mujeres se obvian. La construcción dual del sistema sexo-género se acepta. El engranaje de género, raza y clase en la máquina capitalista de fabricación infinita de relaciones de poder jerárquicas, se apoya.

Y esta es la deriva inesquivable de todo feminismo que confunda una táctica (la igualdad) con la estrategia de cualquier feminismo radicalmente transformador: la emancipación de las relaciones de dominio capitalistas y el bloqueo de los dispositivos que las producen y reproducen. ¿Es necesario romper las trabas, legales y sociales, de acceso de las mujeres al ámbito público, a la movilidad, a la autonomía? Por supuesto. ¿Cabe hacerlo a costa de ignorar a las mujeres que ocupan los lugares más afectados por la división sexual-racial del trabajo, las trabajadoras domésticas, sexuales, las jornaleras, las ryders, las kellys o las empleadas del sector servicios en general? Rotundamente no.

Identidades, más allá del “sujeto mujer”

Creo que ser hombre o mujer es una cuestión totalmente relativa y muy frágil. Si realmente fuera algo totalmente natural, no estaría tan patrullada y vigilada por miles de sistemas de control y castigo hacia quien se sale de la norma.

Miquel Missé

No se nace mujer. No se nace hombre. Todo se hace, todo es cultural, todo es alterable. El deseo también cuenta y liberarlo es una apuesta política esencial. Pensar esto es una liberación. Traducirlo a realidades concretas que mejoren la vida de la gente es algo mucho más complejo.

Las luchas feministas enfrentan (entre otros) un asunto de género. Y un asunto sexual. Un sistema sexo-género binario hegemónico. Unas posiciones sexo-género masculinas y unas posiciones sexo-género femeninas. Hombres, mujeres y una relación de dominio estructural de los primeros sobre las segundas.

¿Por qué identificarse como mujeres? La identidad suele ser un proceso de desindividualización de algún tipo de malestar (opresión, explotación, violencia, invisibilización...) que opera una doble identificación: identifica a otr*s como parte de un sujeto colectivo (un nosotr*s mujeres, obreros, negras, lesbianas...) e identifica el origen de una relación estructural de poder (el patriarcado, el capitalismo, el racismo, la heteronormatividad...). Identificarse con sirve, por lo tanto, para entender que lo que a una le pasa se comparte con otras; que una no es culpable de su propio sufrimiento sino que existen causas estructurales a estudiar y combatir; que en común se puede, además, confrontar opresiones e injusticias. La identidad es, por lo tanto, artífice potencial de un sujeto de lucha y, a través de los conflictos desatados, de una ampliación de los horizontes de emancipación. Por lo tanto, para liberarse de su propia opresión las mujeres se identificaron a sí mismas como sujeto colectivo, como «mujeres».

Los límites transformadores de las identidades comienzan a mostrar su alambre de espinos cuando lo que solo era un medio (reconocimiento mutuo para una transformación) se transforma en un fin (reificación de lo común como categoría rígida). Cuando la construcción que se pretendía desvelar termina esencializándose. Cuando el nombre colectivo reivindicado para acoger se convierte en excluyente. Las identidades son hogares donde guarecerse de la intemperie. Refugios donde curarse, reconocerse, armarse de orgullo y salir a comerse el mundo. Pero también pueden convertirse en cárceles para quienes se encierran en ellas y en concertinas para quienes resultaron excluides.

Los transfeminismos llegaron para demoler fortificaciones y desmontar cerrojos, para abrir ventanas y puertas. Para hacer fluir lo que tiende a petrificarse. Para apostar por un nomadismo de género y liberar su expresión. Para ensanchar el campo de las emancipaciones posibles. Para seguir tachando elementos en la lista de los sufrimientos evitables.

Feminismos, más allá del feminismo blanco, occidentalocéntrico, civilizatorio5

La solidaridad política entre mujeres siempre socava el sexismo y prepara el escenario para la destrucción del patriarcado. De manera significativa, la sororidad nunca habría sido posible a través de las fronteras de raza y clase si las mujeres individualmente no hubieran estado dispuestas a desprenderse de su poder para dominar y explotar a grupos subordinados de mujeres. Si las mujeres utilizan su poder de clase o de raza para dominar a otras mujeres, es imposible alcanzar plenamente esta sororidad.6

bell hooks

Un viaje de verdad —no un cálculo turístico— puede emprenderse desde tantos lugares como rincones hay en el mundo. Así pues, en función de las condiciones concretas en que viven y se organizan las mujeres, desde tal o cual punto de partida, según la ubicación en el mundo —Norte o Sur global, por ejemplo— pero también en función del lugar social ocupado —autóctona o migrante, blanca o racializada, por ejemplo—, las mujeres prueban rutas diferentes. No vale el mismo mapa para todes. La meta es compartida —desmoronar las relaciones de dominio articuladas en torno al género, la raza, la clase...—, pero las vías para alcanzarla se trazan, necesariamente, de manera diversa.

Por eso ningún feminismo tiene derecho a imponer a otro la senda a explorar. El feminismo hegemónico europeo y estadounidense, blanco, occidental y de clase media suele narrar una historia que asocia el poder de decidir al derecho a votar, la autonomía al acceso al empleo y la libertad a la liberación de las obligaciones domésticas. Pero existen muchas otras genealogías posibles de las luchas de las mujeres y de los feminismos. Y también infinitas formas de entender el poder político, la autonomía y la libertad que no tienen que pasar obligatoriamente por el plano institucional, el empleo o la realización personal entendida como carrera individual.

Sean cuales sean los itinerarios escogidos, cada pisada habrá de examinarse con lupa: ¿tal decisión táctica ahonda en las contradicciones de la acumulación patriarcal o reproduce, a la larga, el statu quo sexista? ¿Cuántas mujeres quedan fuera de unas luchas feministas circunscritas al género? ¿Qué «liberación» es esa en la que algunas pueden aligerar sus tareas de cuidados para acceder a un trabajo remunerado y disfrutar de una habitación propia a costa de que otras —casualmente más pobres, casualmente migrantes, casualmente racializadas— se encarguen de la reproducción de la vida? ¿Qué papel están desempeñando las luchas feministas para desplazar el feminismo hegemónico (blanco, civilizatorio, burgués) y poner en el centro feminismos de mirada descolonial y, por ende, anticapitalistas? ¿Tal o cual protesta, exigencia o práctica denominada feminista escucha a otras o las interpreta, va de la mano o las sustituye, asume las diferencias o las aplasta bajo falsos universales?

Alianzas, más allá de las trincheras ideológico-morales

A través de las lentes de la necesidad económica, las razones de la gente para ejercer trabajo sexual vuelven a aparecer, no como aberrantes o abyectas, sino como una estrategia racional de supervivencia en un mundo que a menudo es una mierda.7

Juno Mac y Molly Smith

Cuenta Gerda Lerner que las leyes mesoasirias establecieron una clara jerarquía entre las mujeres respetables y las no respetables.8 Las primeras eran aquellas cuya sexualidad y cuerpos quedaban bajo el control de un hombre concreto —mujeres casadas, hijas solteras y concubinas de las primeras—, las segundas eran las «otras»: prostitutas del templo, rameras, esclavas. Y para distinguirlas de manera inconfundible, las primeras debían ir veladas, las segunda no. La institucionalización de esta frontera entre mujeres zarandea nuestras neuronas por varios motivos: por su antigüedad (¡más de 3.000 años!); por el tema del velo —las feministas civilizatorias exigen hoy desvelar por ley a las mujeres y feministas musulmanas sin ningún respeto por su autonomía y capacidad de decidir—; por la habilidad patriarcal de legislar para dividir.

Generar divisiones entre personas susceptibles de compartir intereses —jerarquizar a las mujeres, racializar la especie humana, aguijonear guerras entre pobres— es una estrategia clásica de regímenes de poder jerarquizantes. En consecuencia, uno de los principales retos a los que se enfrenta cualquier empresa colectiva decidida a mejorar las condiciones de vida de un grupo determinado reside, justamente, en señalar divisiones y exclusiones. “¿Acaso no soy una mujer?”, preguntó Sojourner Truth, alumbrando y denunciando con esta pregunta la exclusión de las mujeres negras de la lucha por la liberación de las mujeres a causa del racismo imperante en el liderazgo blanco-burgués del movimiento por los derechos de las mujeres de su época.

¿Acaso las putas no son mujeres? Cabría preguntarse hoy para interpelar a las abolicionistas fundamentalistas sobre su militancia activa contra los derechos de otras mujeres, las trabajadoras sexuales; a las abolicionistas en general, por su pasividad a la hora de defender los derechos de otras mujeres, las trabajadoras sexuales; a todas aquellas que se reclamen feministas, si en sus luchas contra las violencias machistas no tienen en cuenta a todas las mujeres y olvidan, en concreto, a las trabajadoras sexuales.

Si tuviera que escoger un mandato feminista de obligado cumplimiento, esta sería mi elección: nunca deslegitimar la voz, la agencia y la autoorganización de ningún grupo concreto de mujeres y personas insumisas al mandato patriarcal. O dicho en positivo: reconocimiento imperativo de la voz, agencia y autonomía de cualquier grupo concreto de mujeres e insumis*s al mandato patriarcal. Frente a las divisiones, alianzas. El envite es “ir de la mano”, como siempre recuerda Marijose Barrera, del Colectivo de Prostitutas de Sevilla, en vez de representar, hablar en nombre de, decir a otres lo que es mejor para elles o decidir por otres.

Tramas comunitarias, más allá de los horizontes estadocéntricos

El nudo más problemático que ha atrapado a casi todas las revoluciones llevadas a cabo durante el siglo XX —y que nos persigue en el siglo XXI—: la imposibilidad de consolidar formas de autogobierno social estables en el tiempo cuyas decisiones y acciones guíen la subversión y tendencial «desacumulación» del capital y su proceso incesante de valorización que trastoca la riqueza concreta, heredada y recreada, una y otra vez, en abstracciones mercantilizadas.9

Raquel Gutiérrez Aguilar

Me apropio en el título del lenguaje y los conceptos de Raquel Gutiérrez,10 una de las compañeras con las que más he conectado políticamente en los últimos años. Conectar es una palabra hoy muy vinculada a lo virtual pero la empleo para expresar esa suerte de magia comunicativa que convierte palabras ajenas en traducción de pensamientos propios. Pensamientos que se sabe o no se sabe que se tienen pues solo cobran existencia en la voz, escritura o actos de otra persona. Es algo tan extraordinario como un encuentro poético.

Lo que me interesa rescatar aquí es la importancia de los entramados comunitarios que defienden la reproducción de la vida a la vez que cortocircuitan procesos de acumulación de capital. El capital ha alcanzado una capacidad depredadora brutal. Por su velocidad pero, sobre todo, por su alcance. Respecto al tiempo, su aceleración ha remplazado la locomotora de vapor por el tren supersónico, la producción de stock por el just in time, las cartas por el Telegram y, por encima de cualquier otra cosa, la vida analógica por la digital. En apenas dos siglos. La economía financiera puede modificar o eliminar formas de vida en tiempos récord: basta con que unos fondos de inversión decidan extraer beneficio de, por ejemplo, un proceso de turistización en un barrio, un pueblo o toda una ciudad —eso que las administraciones públicas subordinadas a sus intereses traducen eufemísticamente por “revitalización”—, para que, en menos de una década, sus vecin*s sean expulsad*s, sus espacios públicos privatizados (calles, plazas, centros culturales y sociales) y toda su economía rediseñada para atender y entretener, con empleos precarizados, a consumidores no residentes. El alcance de la rapiña financiera carece de límites. Todo parece haberse convertido en nicho de negocio. Por supuesto todos los bienes básicos (agua, luz, vivienda, alimentación...), todas las cualidades de las relaciones humanas (afectivas, comunicativas, creativas...), todas las etapas de la vida (desde la crianza al envejecimiento y la muerte). El tiempo “ganado” por la tecnología se nos escapa entre los garras de unas economías de tendencias mucho más alienantes que liberadoras.

La velocidad y alcance de la penetración con la que el capital monetiza y destruye hoy la riqueza natural y social puede generar un gran sentimiento de impotencia. Sin embargo, las herramientas con las que cuenta el capital son también las nuestras. Basta, por lo tanto, con ponerlas al servicio de la reapropiación del valor de uso de todos los recursos, tanto los naturales como los creados por el trabajo humano. Cada palo en la rueda de la trituradora neoliberal, cada vez que paramos un desahucio, arrancamos una cesión de uso para un centro social, recuperamos un bien básico para su gestión común, salvamos un pedazo de tierra de la deforestación o una semilla, vacuna u obra artística o literaria de su sustracción de la riqueza común vía patente, cada vez, es una derrota del capital y una victoria, aquí y ahora, de la vida.

La recuperación y defensa de la riqueza de tod*s, la regalada por la naturaleza y la creada por el ser humano, su blindaje como bienes de uso, son desafíos cotidianos susceptibles de generar vínculos duraderos. Afectos políticos capaces de romper la presión del capital para aislarnos y debilitarnos en individualidades vulnerables, temerosas, impotentes. Afectos dotados, también, para aprovechar las diferencias en pos de una pluralización y enriquecimiento de las empresas anticapitalistas comunes. Estas empresas deberían poner muy especialmente el acento en la generación de estructuras materiales de contrapoder: empresas políticas, centros sociales, cooperativas, proyectos e instituciones populares provistos para el desarrollo de trabajos —desde la crianza a la producción de alimentos— que garanticen la reproducción de unas vidas individuales y colectivas cada vez más desalienadas y equipadas para desarrollar al máximo sus potencias deseantes.

No se trata pues de asaltar un poder únicamente entendido como ocupación de instancias estatales, sino de desarrollar el poder cotidiano de fortalecer entramados comunitarios capaces de arrebatar la riqueza común y nuestras propias vidas a la avidez sin fondo ni tregua del capital.

Alegrías, más allá de las militancias tristes

Y lo que más nos habita en el cuerpo son las ganas de vivir, de enamorarnos y bailar. Empecemos entonces por ahí. Recuperemos la felicidad como estrategia, el ocio como forma de vivir el tiempo, y el placer y el deseo como lo que no estamos dispuestas a perder: el grito no es el patria o muerte del che guevara. El grito es deseo, nuestra venganza es ser felices.

María Galindo

¿Ha llegado la hora de desprendernos definitivamente de la melancolía de la izquierda? A mi juicio, sí. De la melancolía y de la izquierda misma. Ese lugar de referencia genéricamente denominado “la izquierda” ha dejado de ser, desde hace tiempo, un espacio político capaz de impulsar cambios sustanciales en el orden establecido. Porque cuando una dice “soy de izquierdas”, ¿qué está pretendiendo transmitir? ¿Que se identifica con una progresía bienpensante europea que busca diferenciarse de una otra cosa denominada “la derecha” —menos ambigua, menos disfrazada— a golpe de guerras culturales pero defendiendo los mismos intereses de las mismas élites económicas y financieras? ¿Que se identifica como socialdemócrata versión tercera vía, esa que tan bien definió la propia Margaret Thatcher refiriéndose a Tony Blair como el mejor logro de su partido? ¿O lo que se pretende expresar es más bien un vínculo melancólico con sujetos, utopías de transformación y formas organizativas que supieron revolucionar horizontes comunes durante más de siglo y medio pero hace tiempo quedaron disecadas como motores de transformación? Nuestro reto hoy es hacer ese duelo.

En algún momento de 2017, en un debate sobre desafíos feministas, una mujer propuso el movimiento feminista como sustitución de la izquierda. En el sentido de imaginario común, de fuerza emancipadora con capacidad de acordar tácticas y estrategias de subversión del capitalismo. No es una idea en absoluto descabellada a condición, para empezar, de no tomar los feminismos como un asunto de mujeres/para mujeres, sino como una perspectiva de transformación del mundo de tod*s, para tod*s.

En mi opinión, la sustitución no es una operación posible. Ni de ideas, ni de personas. Nada es realmente sustituible. Pero sí hay aspiraciones imprescindibles que deberíamos satisfacer adaptando los modos de hacer a cada coyuntura, a cada contexto de condiciones y oportunidades materiales y subjetivas. Los feminismos emancipadores proponen una visión-acción de atención a lo imprescindible —detección y destrucción de las relaciones de dominio y sus mecanismos de producción y reproducción— con una disposición fundamental: la alegría.

En este sentido, la apuesta por la política, por una vida politizada, no debería sostenerse únicamente en la voluntad, ni entenderse como un sacrificio. Ni como un ejercicio de obediencia militar. Ni como la persecución de un fin con independencia de los medios. Ni como un sueño tan solo realizable en cualquier más allá, en un futuro, por ejemplo, que no aspiramos a alcanzar, ajeno a nuestro propio tiempo, lejano a nuestra propia vida.

La alegría como motor de la política es una fuerza de transformación que revoluciona el tiempo presente, nuestra forma de estar en el mundo, de relacionarnos con los demás, de enredar afectos, de entender y construir tiempos colectivos de disfrute, aprendizaje, puesta en cuestión, pérdida de sentido o reinvención de nuevos sentidos. Espacios de ebriedad, de sobriedad, de exploración.

Así pues, si la osadía de dejarse descolocar o la curiosidad de escuchar a otr*s desaparecen; si la fe —llámenlo creencia si su laicismo es muy religioso— en la posibilidad de cambio se difumina, lo más honesto es abandonar y dedicarse a cultivar el jardín propio en vez de sembrar el común de estériles nostalgias, impotencias, tristezas.


1 Cita extraída de Mª Rosa Benedicto, Sara Berbel, Maribel Cárdenas, Estrella Montolío y Ester Pujol, Imbatibles. La edad de las mujeres, València, Calambur, 2019, p. 55.

2 Naomi Wolf, El mito de la belleza (trad. de Matilde Pérez), Madrid, Continta Me Tienes, 2002, p. 42.

3 Gerda Lerner, La creación del patriarcado, Iruñea-Pamplona, Katakrak, 2017, p. 348.

4 Françoise Vergès acuña el concepto «feminismo civilizatorio» en su libro Un féminisme décolonial (La Fabrique éditions, París, 2019, cuya versión castellana publicará próximamente la editorial Traficantes de Sueños) para referirse a tradiciones feministas (hoy hegemónicas) ancladas en miradas occidentalocéntricas y reductoras del feminismo a una ideología de los derechos de las mujeres, entendiendo tales derechos como el logro de una civilización occidental superior, capaz de avanzar, de reconocer a las mujeres como iguales, etc., frente a otras culturas (en especial, las musulmanas) esencializadas como tradicionales, inmutables y opresoras de las mujeres. Se trata de una perspectiva supremacista blanca que invisibilizaría las luchas históricas y actuales de las mujeres racializadas, desde las luchas contra la esclavitud y por la independencia, a los conflictos actuales de las poblaciones racializadas relegadas a posiciones sociales precarizadas en derechos y condiciones materiales de vida.

5 Ver nota 4.

6 bell hooks, El feminismo es para todo el mundo, Madrid, Traficantes de Sueños, 2017, p. 38.

7 Juno Mac y Molly Smith, Putas insolentes. La lucha por los derechos de las trabajadoras sexuales, Madrid, Traficantes de Sueños, 2020, p. 95.

8 Gerda Lerner, La creación del patriarcado, ed. cit., pp. 201-224.

9 Raquel Gutiérrez Aguilar, Horizontes comunitario-populares. Producción de lo común más allá de las políticas estado-céntricas, Madrid, Traficantes de Sueños, 2017, p. 95

10 Ibídem.

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