Xarxa Feminista PV

¿Sabes qué, mamá?

Lunes 4 de septiembre de 2017

Cada vez más autoras se atreven a narrar la relación con sus madres, que suele moverse entre la adoración, la insatisfacción y el rechazo

Anna Caballé 18 AGO 2017 - El País

Durante mucho tiempo, cuando se hablaba de las relaciones entre madres e hijas, tres nombres acudían de inmediato, tres nombres franceses: Madame de Sévigné, George Sand y Colette. Tres mujeres que disfrutaron de una enorme celebridad en su tiempo, pero cuya experiencia de la maternidad topó con las difíciles relaciones que mantuvieron con sus hijas. Todavía sigue contrastando la abundante literatura francesa sobre este tema con la dificultad que se encuentra para profundizar en ello en el dominio hispánico.

Recuerdo el interés con que leí la conversación con Corín Tellado mantenida por Blanca Álvarez (1992). Cuando esta última le pregunta por las relaciones con su madre, la escritora contesta: “No fue como yo la necesité. Optó por los varones, pero fue la hija quien la mantuvo y la cuidó hasta el final. Nunca habló conmigo, no hubo lenguaje entre nosotras; eso es algo que siempre me faltó. Cuando tuve mi primera menstruación creí que me estaba muriendo”. Las madres que preferían a sus hijos fueron muy comunes en el pasado, y también las que dejaban crecer a las hijas a la intemperie de cualquier conocimiento sobre el sexo y las relaciones de pareja.

En todo caso, la relación entre madres e hijas es un tema apasionante porque la importancia que una madre adquiere para su hija es fundamental y decisiva a la hora de dar forma a su experiencia del mundo. Así lo señalaba Virginia Woolf (imposible no citarla cuando se habla de mujeres y literatura) vinculando a la madre con el proceso de aprendizaje verbal, es decir, con el acto de nombrar: “Si somos mujeres, miramos el pasado a través de nuestras madres. Es inútil buscar ayuda en los grandes escritores, por más que una pueda hallar en ellos placer. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey —quien sea— jamás han ayudado a una mujer, aunque ella haya aprendido de ellos algún truco y lo haya adaptado a su uso. El peso, el paso, la zancada de la mente de un hombre son demasiado distintos de los de la suya, para que ella pueda sacar de él algo sustancial con éxito”. Es decir, que si en 1928 una mujer no quería repetir modelos de sensibilidad que no eran los suyos, debía recurrir al mundo materno y abrirse paso con relación al orden simbólico que éste representa.

“¿Hasta qué punto la insatisfacción materna (a menudo sexual) no recae en las hijas como un plomo que las impedirá volar libremente?”

La madre es, en efecto, el centro neurálgico de la vida relacional que van a tener sus hijos desde mucho antes incluso de su nacimiento, pues es su cuerpo el que satisface las necesidades del feto y el que impregna en su tierno cerebro un alfabeto sensorial que en el futuro llevará su sello. Cuando se trata de hijas, el estrecho canal de intimidad puede ser tan intenso y vinculante (ya hemos visto que no siempre lo es) que fácilmente surgen con el tiempo crisis de agotamiento y brotes de hostilidad y de rechazo. En todo caso, el feminismo se ha volcado en los últimos años en el análisis de esta relación con escritoras como Jenn Díaz, que lo han convertido en eje de su escritura. Y es que para hacerse con un lenguaje propio —no prestado, no mimético, no sometido— las escritoras tienen la necesidad, como sostenía Woolf, de contrastarlo con la palabra materna.

Eso es lo que hacen dos libros autobiográficos maravillosos, traducidos recientemente al castellano. Me refiero a Apegos feroces, de Vivian Gornick, y Un amor imposible, de Christine Angot. Dos hijas sumergiéndose en la intensa y absorbente relación mantenida con sus madres a lo largo del tiempo, un itinerario emocional lleno de curvas y desfiladeros en ambos casos: de la más ciega adoración infantil al rechazo físico y moral y a la búsqueda, finalmente, de una salida razonable a tanto sufrimiento por ambas partes. ¿Sabes qué, mamá?

Conocemos la literatura de Angot y sus lectores estamos hechos a su poética veraz e implacable, marcada por un hecho traumático sobre el que ella ha vuelto una y otra vez: los abusos sexuales de los que fue víctima siendo casi una niña. En Un amor imposible, sin embargo, disponemos de la historia casi completa, aunque esta vez el énfasis se halle en la madre que la crio y la educó en solitario. Una figura singular y un hallazgo literario. ¿Hasta qué punto el amor que sentía por el hombre que la abandonó la convirtió en cómplice, sin quererlo, de los abusos? Angot no parece tener respuesta para ello, dejando que los personajes hablen por sí mismos, ofreciendo un análisis sutil y matizado de la ceguera materna que por mucho tiempo a ella le resultaría insoportable. Sin embargo, en las últimas páginas la escritora eleva su tono para interrogar a la sociedad sobre “la ingente empresa de rechazo a la mujer” que se lleva a cabo cada vez que una mujer cree, ingenuamente, que puede imponerse.

Por su parte, el libro de Gornick, anterior al de Angot, es una autobiografía de horquilla mucho más amplia: siendo la relación con la madre —otro hallazgo literario, una mujer desdeñosa que hace de la muerte del esposo un motivo permanente de protagonismo— el eje narrativo, Gornick abre su recorrido biográfico a su propia vida sentimental planteándose una pregunta: ¿hasta qué punto la insatisfacción materna (a menudo sexual) no recae en las hijas como un plomo que las impedirá volar libremente? Angot hablará del rechazo como de un hecho superestructural, en términos casi marxistas, que impide a madres e hijas, es decir a todas las mujeres, aspirar a una verdadera autonomía, mientras que Gornick disecciona el victimismo y la abnegación ubicándolos en un sistema (¿patriarcal?) igualmente injusto. Pero su final es feliz porque logra entender las líneas de fuerza que dominan la vida.

Recuerdo a mi hija Nora. Nueve años. La recogimos un sábado después de haber pasado una semana fuera de casa, de colonias. Le pregunté si nos había echado de menos y me contestó: “Un poco sí y un poco no”. Y tenía razón, los sentimientos difícilmente muestran un único perfil. Todo depende del matiz, en los matices está el conocimiento y, probablemente, la verdad de las cosas. Gornick y Angot demuestran ser unas maestras del matiz y por ello nos parecen tan auténticas.

Apegos feroces. Vivian Gornick. Prólogo de Jonathan Lethem. Traducción de Daniel Ramos. Sexto Piso, 2017. 195 páginas. 19.90 euros.

Un amor imposible. Christine Angot. Traducción de Rosa Alapont. Anagrama, 2017. 229 páginas. 17,90 euros.

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