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Rosa Luxemburgo: "La libertad es siempre la libertad del que piensa diferente"

Lunes 17 de enero de 2022

Edgar Straehle 15/01/2022 CTXT

Una de las frases más conocidas y citadas de Rosa Luxemburgo es la de que “la libertad es siempre la libertad del que piensa diferente” (Freiheit ist immer die Freiheit des Andersdenkenden). Se trata de una frase que, convertida en cliché, se suele citar de manera descontextualizada e incluso para sostener ideas contrarias a las suyas. No se trata de nada nuevo. En su momento Helmut Kohl, antiguo canciller de Alemania, ya destacó que esta sentencia era lo único bueno que esta revolucionaria había dicho en su vida.

Por ello, lo primero a recalcar es que esta frase formaba parte del escrito La revolución rusa (1922), publicación póstuma y polémica que se acompañó del subtítulo Una valoración crítica (Eine kritische Würdigung) y que, contraviniendo los deseos de Rosa Luxemburgo, sacó Paul Levi a la luz después de ser expulsado del Partido Comunista Alemán (KPD). Además, la célebre sentencia no era en verdad más que una nota aclaratoria al margen que luego no se supo cómo incrustar en el texto principal. Nada hacía presagiar la inmensa fama posterior que adquirió esa frase.

La publicación de La revolución rusa modificó la imagen de muchos comunistas respecto a Rosa Luxemburgo, hasta entonces habitualmente presentada como gloriosa mártir del movimiento obrero. Figuras como Zinoviev criticaron su “espontaneísmo” mientras que Ruth Fischer catalogó su pensamiento como un “bacilo de sífilis”. Su imagen quedó todavía más maltrecha por las críticas del todopoderoso Stalin en Sobre algunas cuestiones de la historia del bolchevismo (1931), quien le culpó de ser la precursora de la teoría de la revolución permanente de Trotsky (quien poco después salió a defenderla).

En buena medida, se identificó la abundante y heterogénea obra de Rosa Luxemburgo con ese pecado llamado luxemburguismo que se proyectó al conjunto de sus escritos. Desde ahí se cultivó un antagonismo con Lenin parcialmente cierto y parcialmente falso. Ciertamente Lenin había criticado en vida a Rosa Luxemburgo, pero también la había considerado como un águila de la tradición revolucionaria y por ello había alentado la publicación de sus obras completas, lo que finalmente tardaría mucho en ocurrir. Especialmente en un principio, la recepción oficial de su incómodo legado fue inequívocamente crítica, como se manifestó en la biografía de Fred Oelssner para la República Democrática de Alemania (RDA), titulada no por casualidad Rosa Luxemburg. Eine kritische biographische Skizze (1951).

Por esas fechas se comenzó a publicar en la misma RDA una pequeña selección de algunos escritos de Rosa Luxemburgo, en especial los menos polémicos. Además, fue acompañada de un prólogo “orientativo” de Wilhelm Pieck, a la sazón presidente de la RDA, quien llegó a señalar que Luxemburgo se había arrepentido de sus errores tras observar el desarrollo de la Revolución Rusa y apuntó incluso que en sus últimos días fue una partidaria del bolchevismo y una combatiente del luxemburguismo. Para subrayar el costado poco ortodoxo de Luxemburgo se añadieron textos críticos de Lenin o Stalin (como el citado Sobre algunas cuestiones de la historia del bolchevismo). El escrito sobre la Revolución Rusa no apareció hasta 1974, con la tardía edición de sus obras completas.

La actitud oficial hacia Luxemburgo propició que su legado fuera apropiado desde otros lados: desde opositores a la RDA como Wolf Biermann hasta los nuevos movimientos sociales de los años 60. En parte se explica porque su obra permitía repensar la cuestión revolucionaria desde un marco alternativo al bolchevique y buscar un horizonte revolucionario al mismo tiempo democrático y no dictatorial. Desde posturas anarquistas hubo tentativas de apropiarse de su figura, como Daniel Guérin en Rosa Luxemburgo y la espontaneidad revolucionaria (1971), lo que coincidía con críticas que desde mucho antes se le habían arrojado desde posiciones comunistas o socialistas más ortodoxas. Ya Kautsky había tachado en 1913 a Luxemburgo de anarcosindicalista pese a que un año antes, en Anarquistas, socialdemócratas y huelga general ella había cargado contra las contradicciones y el utopismo del anarquismo.

Rosa Luxemburgo y la Revolución Rusa

Lo primero que se debe decir del libro sobre la Revolución Rusa es que es un diálogo crítico y constructivo que en realidad transmite una defensa matizada y al mismo tiempo clara de la revolución bolchevique. Con ello, Rosa Luxemburgo no hacía sino continuar con su propia trayectoria biográfica, marcada por un carácter independiente y una vocación crítica constructiva que le llevó a numerosas polémicas. Pensemos que con solo 28 años había escrito Reforma o revolución (1899), dura crítica a Eduard Bernstein y su teoría del derrumbe; que había chocado con el aparato del Partido Socialdemócrata alemán (SPD) y el muy poderoso Kautsky por la cuestión de la huelga general; o que había colisionado con la postura del SPD en el contexto de la Gran Guerra, lo que a la larga le llevó a romper con el partido y a la publicación anónima de Junius o la Crisis de la socialdemocracia (1916).

La actitud independiente de Luxemburgo también se manifestó en un libro como La acumulación del capital (1913), donde desafió la recepción de Marx e incluso centró sus críticas en el segundo y tercer volumen de El Capital (aunque su postura fuera en verdad la de usar a Marx contra el mismo Marx), lo que le servía para analizar la íntima conexión entre capitalismo e imperialismo. Más tarde escribió una segunda parte menos conocida, su Antikritik (1921), a la que acompañaba el subtítulo de Qué han hecho los epígonos de la teoría de Marx. De este escrito me gustaría rescatar un pasaje que refleja su insobornable compromiso crítico frente a la ortodoxia:

“Los ‘expertos’ oficiales del marxismo declaran que no hay ningún problema con la acumulación y que todo ha sido ya resuelto definitivamente por Marx. La extraña presuposición de la acumulación en el segundo volumen no les ha estorbado nunca y ni siquiera la habían observado como algo especial. Y ahora, una vez percibida esta circunstancia, encuentran esta misma extrañeza bastante en orden, se aferran con obstinación a esta idea y arremeten con furia contra quienes quieren ver un problema ahí donde el marxismo, durante décadas, no ha sentido más que complacencia (Wohlgefallen) en sí mismo” [traducción propia].

Lo primero que se observa en este y otros casos es que la discrepancia formó parte del temperamento de Luxemburgo, pero también que la crítica se desarrolla desde una perspectiva histórica contraria a planteamientos exclusivamente economicistas. Y lo que implicaba esa perspectiva histórica era el carácter provisional y renovable de toda conclusión. De ahí que agregara que “el marxismo es una cosmovisión revolucionaria que debe luchar constantemente por nuevos conocimientos; que nada odia tanto como estancarse en fórmulas antaño válidas; que donde mejor atestigua su fuerza viva es en el choque espiritual de las armas de la autocrítica y en los relámpagos y truenos históricos” [traducción propia]. Este aspecto resulta central porque todas sus observaciones políticas dialogaron estrechamente con la historia y por ello deben ser entendidas desde un punto de vista no solo teórico sino arraigado en una praxis histórica con la que debía interactuar.

En este contexto quisiera recordar otro pasaje que (en la línea de El 18 de Brumario de Luis Bonaparte de Marx) Rosa Luxemburgo escribió en La crisis de la socialdemocracia:

“El proletariado moderno saca otras conclusiones de las pruebas históricas. Sus errores son tan gigantescos como sus tareas. No tiene un esquema predeterminado y válido para siempre, ni un jefe infalible que le muestre la senda por la que ha de marchar. La experiencia histórica es su único maestro, el camino de espinas hacia su propia liberación no sólo está empedrado de padecimientos ingentes, sino también de innumerables errores. La meta de su viaje, su liberación, depende de que el proletariado sepa aprender de sus propios errores. La autocrítica más despiadada, cruel y que llegue al fondo de las cosas, es el aire y la luz vital del movimiento proletario”.

La cuestión de la experiencia histórica y cómo desde esta se debe aprender y mejorar ocupa un lugar cardinal en el pensamiento de Rosa Luxemburgo. En este mismo sentido, al principio de su texto sobre la Revolución Rusa escribió:

“Lo que podrá sacar a luz los tesoros de las experiencias y las enseñanzas no será la apología acrítica sino la crítica penetrante y reflexiva. Nos vemos enfrentados al primer experimento de dictadura proletaria de la historia mundial, que además tiene lugar bajo las condiciones más difíciles que se pueda concebir (…). Sería una loca idea pensar que todo lo que se hizo o se dejó de hacer en un experimento de dictadura del proletariado llevado a cabo en condiciones tan anormales representa el pináculo mismo de la perfección. Por el contrario, los conceptos más elementales de la política socialista y la comprensión de los requisitos históricos necesarios nos obligan a entender que, bajo estas condiciones fatales, ni el idealismo más gigantesco ni el partido revolucionario más probado pueden realizar la democracia y el socialismo, sino solamente distorsionados intentos de una y otro. Hacer entender esto claramente, en todos sus aspectos y con todas las consecuencias que implica, constituye el deber elemental de los socialistas de todos los países. Pues sólo sobre la base de la comprensión de esta amarga situación podemos medir la enorme magnitud de la responsabilidad del proletariado internacional por el destino de la Revolución rusa” [las traducciones proceden de la edición de Akal].

Luxemburgo retrató la Revolución Rusa como una experiencia imperfecta, algo a su juicio inevitable dado su carácter primerizo y la durísima tesitura, pero en todo momento entendió su crítica no como una simple denuncia sino como un acto de responsabilidad. Las críticas debían ser vistas como constructivas y desde la comprensión de la enormemente difícil coyuntura (otra cosa es que fuesen digeridas así). Y en esa coyuntura Luxemburgo celebró la Revolución Rusa y, pese a sus defectos, la defendió por ser capaz de alzar una ilusionante alternativa política que contrastaba con la decepción generada por la socialdemocracia alemana, en descrédito tras su inexplicable postura en la Primera Guerra Mundial. En este contexto, llegó a escribir que “los bolcheviques representaron todo el honor y la capacidad revolucionaria de que carecía la socialdemocracia occidental. Su Insurrección de Octubre no sólo salvó realmente la Revolución rusa; también salvó el honor del socialismo internacional”.

A lo largo del escrito Luxemburgo destacó que, dado el contexto, los errores y limitaciones de la Revolución Rusa eran comprensibles y especificó que “sería exigirles algo sobrehumano a Lenin y sus camaradas pretender que en tales circunstancias apliquen la democracia más decantada, la dictadura del proletariado más ejemplar y una floreciente economía socialista. Por su definida posición revolucionaria, su fuerza ejemplar en la acción, su inquebrantable lealtad al socialismo internacional, hicieron todo lo posible en condiciones tan endiabladamente difíciles”. En otro momento expuso que “los bolcheviques demostraron ser capaces de dar todo lo que se puede pedir a un partido revolucionario genuino dentro de los límites de las posibilidades históricas. No se espera que hagan milagros”. Finalmente subrayó que “en Rusia solamente podía plantearse el problema. No podía resolverse. Y en este sentido, el futuro en todas partes pertenece al ‘bolchevismo’”.

Además, Rosa Luxemburgo creía en el potencial positivo de unas críticas que no pretendían condenar la Revolución Rusa sino ayudar a mejorarla. De hecho, elogió la conducta inicial de Lenin y señaló que su partido “fue el único, en esta primera etapa, que comprendió cuál era el objetivo real de la revolución. Fue el elemento que impulsó la revolución y, por lo tanto, el único partido que aplicó una verdadera política socialista”. Lo interesante es que las importantes diferencias teóricas de Luxemburgo con el revolucionario ruso no impidieron que pudiera encomiar su comportamiento práctico. Al fin y al cabo, ella no defendió algo así como un simple y puro espontaneísmo como el que se le achacó luego ni quiso neutralizar la función del partido. Más bien, abogó por una especie de retroalimentación entre este y “las masas” (die Massen era la palabra que se empleaba entonces) que ayudara a catalizar el momento revolucionario. Su reto era cómo poder agrupar todos estos elementos de tal modo que pudieran funcionar conjuntamente y ayudarse unos a otros.

El problema de Luxemburgo con el bolchevismo no era la existencia del partido, sino que se fomentara su autonomía e independencia en una estructura fuertemente jerárquica y centralista, mientras “las masas” eran reducidas a un papel secundario y quedaban sumidas en una situación de subordinación mecánica y obediencia ciega, lo que había criticado en Cuestiones organizativas de la socialdemocracia rusa (1904). Ahí escribió por ejemplo que “el ultracentralismo defendido por Lenin (…) nos parece llevado en toda su esencia por el espíritu estéril del vigilante nocturno, no por el creativo y positivo. Su manera de pensar se adapta fundamentalmente más al control de la actividad del partido que a su fecundidad; a su estrechamiento que a su despliegue” [traducción propia].

En este contexto se debe entender su crítica a la abolición de la Asamblea Constituyente por los bolcheviques. Ahora bien, lo interesante es cómo desde la experiencia Rosa Luxemburgo justifica la propia postura:

“Se niega aquí toda relación espiritual viva, toda interacción permanente entre los representantes, una vez que han sido electos, y el electorado. Sin embargo, ¡hasta qué punto lo contradice toda la experiencia histórica! La experiencia demuestra exactamente lo contrario; es decir, que el fluido vivo del ánimo popular se vuelca continuamente en los organismos representativos, los penetra, los guía (…). ¿Y habrá que renunciar, en medio de la revolución, a esta influencia siempre viva del ánimo y nivel de madurez política de las masas sobre los organismos electos, en favor de un rígido esquema de emblemas y rótulos partidarios? ¡Todo lo contrario! Es precisamente la revolución la que crea, con su hálito ardiente, esa atmósfera política delicada, vibrante, sensible, en la que las olas del sentimiento popular, el pulso de la vida popular, obran en el momento sobre los organismos representativos del modo ‘más maravilloso’”.

La vía revolucionaria de Luxemburgo no debía implicar la abolición de la institución parlamentaria, ya que esta podía ser un espacio de pluralidad que justamente favoreciese el derrotero revolucionario. Por eso reconoció que “toda institución democrática tiene sus límites e inconvenientes, lo que indudablemente sucede con todas las instituciones humanas”, pero también subrayó que “el remedio que encontraron Lenin y Trotsky, la eliminación de la democracia como tal, es peor que la enfermedad que se supone va a curar; pues detiene la única fuente viva de la cual puede surgir el correctivo a todos los males innatos de las instituciones sociales”. A continuación, especificó que “esa fuente es la vida política activa, sin trabas, enérgica, de las más amplias masas populares”.

Es en este contexto, y en paralelo a su deseo explícito de mantener la libertad de prensa y el derecho de reunión y de asociación, donde Luxemburgo escribió la famosa sentencia que da título a este artículo y que se debe comprender en su contexto.

“La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que este sea) no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente. No a causa de ningún concepto fanático de la ‘justicia’, sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de esta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la ‘libertad’ se convierte en un privilegio especial (…). Bajo la teoría de la dictadura de Lenin-Trotsky subyace el presupuesto tácito de que la transformación socialista hay una fórmula prefabricada, guardada ya completa en el bolsillo del partido revolucionario, que sólo requiere ser enérgicamente aplicada en la práctica (…). Lejos de ser una suma de recetas prefabricadas que sólo exigen ser aplicadas, la realización práctica del socialismo como sistema económico, social y jurídico yace totalmente oculta en las nieblas del futuro. En nuestro programa no tenemos más que unos cuantos mojones que señalan la dirección general en la que tenemos que buscar las medidas necesarias, y las señales son principalmente de carácter negativo. Así sabemos más o menos qué eliminar en el momento de la partida para dejar libre el camino a una economía socialista. Pero cuando se trata del carácter de las miles de medidas concretas, prácticas, grandes y pequeñas, necesarias para introducir los principios socialistas en la economía, las leyes y todas las relaciones sociales, no hay programa ni manual de ningún partido socialista que brinde la clave. Esto no es una carencia, sino precisamente lo que hace al socialismo científico superior a todas sus variedades utópicas”.

Así pues, la defensa de la libertad del pensar distinto se explica sobre todo desde la convicción de que ese pensar distinto es necesario y positivo para el mejor desarrollo de la revolución. Al fin y al cabo, lo que aquí hay en juego es el mismo concepto de acción revolucionaria, que para Luxemburgo no se debe entender como un constructo o manual teórico prefabricado sino como un desarrollo que debe dialogar y retroalimentarse sin cesar con lo que está sucediendo. Y es en esa capacidad de renovarse en escucha con el desarrollo de los acontecimientos donde el socialismo justamente puede desembarazarse de su etiqueta utópica y aspirar a ser científico. La ciencia, pues, no se manifiesta en un conocimiento absoluto, sino en la capacidad de saberse transformar y renovar en diálogo con las nuevas experiencias históricas y, por ello, se alimenta de esa discrepancia que, como en su caso, se atreve a señalar los errores y a proponer alternativas para ir a mejor. La conclusión de Luxemburgo es clara: “El sistema social socialista sólo deberá ser, y sólo puede ser, un producto histórico, surgido de sus propias experiencias, en el curso de su concreción, como resultado del desarrollo de la historia viva”.

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