Lunes 9 de septiembre de 2024
Analía Kalinec es hija del doctor K, un genocida argentino condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad que ha intentado desheredarla desde la cárcel
Ritama Muñoz-Rojas 8/09/2024 CTXT
Analía Kalinec (Córdoba, Argentina, 1979) es licenciada en Psicología, maestra de educación primaria, profesora de Psicología y subdirectora de una escuela de educación especial. En los últimos años, y por una decisión propia relacionada con causas, digamos, sobrevenidas, se ha complicado la vida. Por ejemplo, pero no lo más importante, comenzar la carrera de Derecho. Sí, porque necesita conocer cómo funcionan las leyes, que en su caso viene a ser lo mismo que explicarse cosas importantes que tienen que ver con cómo funcionó su propia historia de vida. Una vida, la suya, que se torció para siempre de manera verdaderamente dura y en un instante, y que ella ha ido enderezando a base de compromiso, acción y mucha reflexión. Analía Kalinec tuvo un padre, su papá, al que adoraba y adoró durante décadas, “Éramos la familia Ingalls”; hasta que descubrió la cara oculta de papá y después le señaló, le denunció y se puso del lado de las víctimas de los genocidas y perpetradores de crímenes de lesa humanidad, como su padre. Ella, la hija del doctor K, es una de las principales impulsoras del movimiento Historias Desobedientes. Habla con tanta claridad como paz, contundencia, inteligencia y alma. Habla de un proceso vital difícil de entender. Nos habla la hija de un condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad.
¿Cuáles son los delitos por los que está condenado a cadena perpetua su padre?
Mi padre, en el año 2010, fue condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad en el circuito Atlético, Banco y el Olimpo [Atlético, Banco y Olimpo fue un juicio, ocurrido en 2009, en el que se juzgó a quince exmilitares por delitos de lesa humanidad cometidos en estos tres centros clandestinos de detención, que funcionaron como un verdadero circuito represivo]. El párrafo de la condena es largo, lo puedo resumir: eran torturas agravadas, secuestros. Básicamente a él se le ubica, según el relato de los sobrevivientes, secuestrando y torturando gente; participando en el circuito de los vuelos de la muerte en el momento en que se subía a las personas a los aviones y se les inyectaba un calmante antes de tirarles al mar. Él ejecutaba órdenes. Porque entre 1976 y 1982, mi padre tenía entre 24 y 30 años. Ahora tiene 72. En la dictadura era un oficial joven de la policía federal, recién ingresado, así que, claramente, dentro de la maquinaria represiva él estaba ejecutando órdenes.
En su opinión, ¿por qué es importante la voz de los hijos de los perpetradores?
Es un espacio claramente de acción política que también tiene su pata en reparar parte del tejido social. Empezar a encontrarnos, a circular la palabra entre nuestros recorridos personales, tiene que ver con que hay algo que sanar. Porque en el mundo de los genocidas imperan lógicas machistas, patriarcales, muy autoritarias; lógicas de lealtad familiar que también generan daños; romper estos mandatos familiares, estos mandatos de silencio, trae costos afectivos muy altos. Hace treinta años éramos la familia Ingalls y, de repente, todo se rompe y esta historia, esos lazos que se quiebran, duelen. Pero, por otro lado, el mantener esas lógicas cerradas, endogámicas, autoritarias y que reproducen en la mayoría de los casos este modo de pensar, de ver el mundo, de lógicas de privilegios, conservadoras, de intolerancias, también nos lleva a intentar alejarnos de esos entornos que lastiman. Es muy difícil romper todas esas construcciones familiares que tienen tantas implicaciones.
Historias Desobedientes planta esa necesidad de una reflexión; sí, es tu padre, pero lo que hizo está mal, secuestrar está mal, torturar está mal, hacer desaparecer a personas está mal. Y guardar silencio por esos crímenes está mal, por el destino de los desaparecidos y de los bebés nacidos en cautiverio, todo eso está mal. Nos proponemos señalar todo eso y también interpelar a las propias familias de los genocidas.
Hable de su historia desobediente, del día en que el padre pasa a ser un genocida.
Fue un proceso que tuvo varios momentos bisagra. El primero, el contundente, es cuando él queda preso. Me llamó mi madre, y me dijo: “Mira Analía, no te asustes, papá está preso”. Eso fue un shock, y llegan las primeras preguntas, ¿por qué está preso?, ¿de qué se le acusa?, ¿por qué? Eso fue en el año 2005, y después, cuando comienza el juicio contra mi padre, yo accedo al auto, al sumario, y leo los testimonios de las víctimas. Ése fue para mí el punto más contundente, cuando yo, con toda esa información, le pido a mi padre que me lo explique. Y ahí encuentro a ese padre tratando de justificar lo injustificable, intentando justificar sus crímenes, cosa que hasta ese momento no había hecho, porque nadie le había cuestionado nada dentro del ámbito familiar. En ese momento, se vio interpelado y su respuesta fue un intento de justificación de sus crímenes. Ahí me encontré con este oxímoron que es el padre genocida, este padre que es mi papá, con el que yo he mantenido un vínculo de afecto y cariño durante toda la vida, pero que, a su vez, tenía toda esta dimensión de genocida.
¿Cuál fue entonces la reacción de su padre con usted?
Su estrategia de defensa en el juicio estuvo basada en negar todas las acusaciones. Pero en esa primera conversación que yo tengo, él lo que hace, en el ámbito privado y por primera vez, es intentar justificarse con ese pensamiento que tanto daño nos hace: negar, no hablar, ocultar o tergiversar los hechos. Porque en el fondo y en su estructura y su lógica de pensamiento, él entiende, y sigue entendiendo, que eliminar al que piensa diferente es correcto. Para él, defender a la patria era luchar contra el avance comunista. Y en esa lucha, él lo que hacía era secuestrar, torturar y hacer desaparecer personas. Ésa es su lógica de pensamiento, lo que está mal, hay que eliminarlo.
Debió ser muy duro señalar como genocida a papá, al padre convencional.
Fue una necesidad de palabra. Yo era una estudiante avanzada de Psicología. La docencia tiene mucho de palabra y ahora estoy viendo que el Derecho, también. Se trataba de pensar en estos procesos personales dentro de procesos sociales. En Argentina se estaba dando un cambio de gobierno en aquel momento. Hay que tener en cuenta que yo nací en dictadura, crecí en años de impunidad, porque toda mi infancia, mi adolescencia y mi adultez temprana fueron en años de impunidad, ignorando completamente la vinculación de mi padre con los crímenes de la dictadura. Cuando le detienen yo tenía veinticuatro o veinticinco años, y el proceso judicial transcurrió durante los años del gobierno de Néstor Kirchner, y luego de Cristina Fernández de Kirchner y, en todo ese tiempo, yo fui rememorando o reconstruyendo mi propia historia, que es la historia de mi padre y la historia del país; fui interesándome y preocupándome por la lucha de los organismos de derechos humanos, empezando por las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo. En ese momento, en 2015, a los cinco años de que mi padre quedara preso, yo ya tenía una conciencia clara de lo que había pasado en mi país y la implicación de mi padre en esos crímenes.
Luego hay un cambio de signo de gobierno, asume la presidencia Mauricio Macri y, en 2017, se produce lo que se conoce como el dos por uno, un intento de dejar en libertad a los responsables de los crímenes de la dictadura, incluido mi padre. Se trataba de computar por dos los años que los condenados habían pasado en la cárcel. Eso suponía una salida masiva de los genocidas a la calle, lo que generó una repulsa general y la marcha de los pañuelos, en 2017. Es entonces cuando a mí me pasa lo que a muchos familiares de genocidas, que es que nos vemos por primera vez interpelados a pronunciarnos. Porque antes, o no lo sabíamos o, como en mi caso, no había que hacer ningún reproche porque ya estaba preso. Pero ante este hecho puntual, los familiares de genocidas salimos a la calle por primera vez para reclamar memoria, verdad y justicia. Y eso nos catapultó a ocupar un lugar en la sociedad que estaba vacante y asumir un rol activo en lo que tiene que ver con la construcción de la memoria colectiva.
¿Cómo es la relación con su familia en estos momentos?
Con mi padre no tengo contacto desde hace mucho, desde el 2008. En 2019 tuve un encuentro presencial en el marco de un proceso que él inició para declararme indigna, que es una figura legal; tuvimos una conciliación obligatoria que no prosperó, y después lo volví a ver de manera virtual en una audiencia, en febrero de 2020, cuando le quisieron otorgar salidas transitorias y se las negaron en ese momento; nosotros como Historias Desobedientes nos presentamos también en la Audiencia para pedir que no se la otorgaran. Después, en estos últimos dieciséis años, no he tenido ningún tipo de contacto con él, salvo esa demanda que inició para desheredarme de mi madre.
Luego, mis hermanas. Somos cuatro hermanas. La mayor es la única que no me ha cuestionado, mantengo un vínculo con ella, no muy fluido, pero un vínculo de hermanas. Con mis dos hermanas menores, yo soy la segunda, no tengo relación.
¿Ve alguna señal de arrepentimiento en su padre?
Yo tengo el deseo de que mi padre pueda arrepentirse, contar lo que sabe, reconocer sus crímenes. Pero con lo que me enfrento es con todo lo contrario, con un hombre cada vez más rígido en su planteamiento, en sus ideas, recrudece su modo de pensar, más violento; como decía, hizo un juicio para declararme indigna y que no pudiera recibir la herencia de mi madre; ese juicio lo perdió, pero yo tuve que aportar pruebas, abogados, tuve que defenderme de un padre genocida.