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Residencias. Cuidados. Negocios. Hogares. Explotación

Viernes 21 de octubre de 2022

Mª ÁNGELES FERNÁNDEZ 19/10/2022 Pikara

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Ilustración de Raquel Gu.

Los centros residenciales para personas mayores, lejos de ofrecer un acompañamiento digno en los últimos momentos de la vida, son espacios con regímenes autoritarios sin apenas hueco para la autonomía personal. Las trabajadoras exigen mejoras laborales, mientras los capitales opacos hacen caja con los cuidados.

Lleva meses de baja. Su cuerpo dijo basta y colapsó ante lo vivido. Responde al teléfono porque su lucha no desconecta, pero le pasa el testigo a otras compañeras para que relaten la situación que ella ya ha denunciado infinidad de ocasiones a los medios y en las calles, megáfono en mano, sujetando pancartas y acampando.

La situación no es una circunstancia, ni una coyuntura, ni siquiera un caso aislado. Tampoco una ubicación o una postura. Es una forma de hacer, una gestión, incluso una pregunta. ¿Qué pasa con las residencias? Lo que se denunció en la histórica huelga de 378 días de 2017 en Bizkaia sigue vigente en muchas esquinas del Estado. Las primeras movilizaciones del sector a inicios del siglo XXI ayudan a conocer el panorama actual: hace falta mejorar las condiciones laborales y aumentar el personal para lograr una mejor atención.

Las residencias de personas mayores se han convertido en espacios donde las vidas de quienes allí habitan deben caber en cuadrículas de Excel, en las planillas con los turnos de laborales, en las listas de la compra y en los balances económicos donde las ganancias marcan las decisiones. Equis tiempo para asear a tantas personas. Tantos minutos para levantarlas. Se hace pis una vez por las tardes. Se comparte habitación con alguien desconocido. Se desayunan galletas contadas. Ni más ni menos.

“Llevamos mucho tiempo hablando de que el modelo que debemos tener es el basado en la persona y es sorprendente que no se siga. Entonces ¿cuál se sigue?”, reflexiona Mónica Ramos, antropóloga y gerontóloga feminista.

Con la primera ola de la pandemia, la situación de las residencias de personas mayores explotó en los medios de comunicación, espacios generalmente ajenos a los asuntos de cuidados y de atención a la dependencia. Que si el ejército entraba a desinfectar, que si muertes por miles, que si el abandono era absoluto, que si no se podían hacer traslados a los hospitales, que si… Noticias terribles que no hacían más que confirmar lo que muchas trabajadoras llevaban años denunciando: la situación de las residencias de personas mayores es inadecuada. Es indigna. Es durísima.

“Habría que repensar el modelo de residencias, la organización del sistema. Ante la falta de personal está todo milimétricamente programado. Está todo tan ajustado para las ganancias de las empresas que no cabe algo excepcional como la vida misma. Trabajamos con personas, no con tornillos. No nos ponemos a pensar en ello, pero es su vida, su última etapa, y es muy duro”, cuenta por teléfono Aitziber Aramberri, trabajadora en una residencia de Gipuzkoa y delegada sindical de ELA.

Fue en los años 70 cuando se comenzaron a crear los centros residenciales, según se conocen hoy, para personas de la llamada tercera edad. Antes, a inicios del siglo XX, lo que había eran asilos. Aquellos eran centros asistenciales de organizaciones religiosas para personas mayores y empobrecidas, huérfanas o con diagnósticos de salud mental; menesterosos, se les decía. Aunque asilo es un término peyorativo cada vez más en desuso, su origen etimológico (del latín ‘asȳlum’ y del griego ‘ásylon’), que se refiere a lugar, sitio o templo inviolable, evoca todo lo contrario de lo que son.

“Entras en una residencia y ya no eres nadie, quien manda en ti es el director, se te vulneran un montón de derechos de participación, te imponen un horario, es muy militar. Es un sitio que, en lugar de estar al servicio de las personas, está al servicio de la organización. Y, ¿dónde estás tú?, ¿cómo quieres planificar tu vida? Te anulan y entras a un engranaje donde ya no tienes el poder de decisión”, reflexiona Federico Armenteros, presidente de la Fundación 26 de diciembre, que trabaja por y para las personas LGTBI mayores.

Aunque no hay datos oficiales, en el Estado español se superan las 350.000 plazas en residencias, entre públicas, concertadas y privadas; cifras que aumentan cada año porque la pirámide demográfica envejece. Un 19,3 por ciento de la población tiene 65 años o más, según datos del Instituto Nacional de Estadística, organismo que calcula que el porcentaje rozará el 30 por ciento en 2068. De momento, solo hay seis plazas públicas para personas LGTBI: las de la residencia La casa de Txema de Roa, que abrió en junio de 2020 en Móstoles (Madrid), impulsada por la Fundación 26 de diciembre. Más grande será el Residencial Josete Massa, de la misma organización y también en Madrid. Contará con 62 plazas para personas residentes y 15 para centro de día, y tratará de ser un referente en domótica. Y no solo.

“Muchas personas en las residencias tienen que seguir en el armario y no pueden vivir una vida plena. Además, están con coetáneas que han nacido también en la época donde un maricón era algo malo. En los últimos momentos de vida vuelves otra vez a la angustia, a que no se te note, a que nadie se meta contigo, a la defensa”, contextualiza Armenteros, quien subraya que las ancianas LGTBI evitan ir a residencias. Sobre todo las personas trans, que si no están operadas “prefieren en muchos casos el suicidio a que les cambien los pañales”, narra el presidente de la organización. “Hay que especializarse y no solo para las LGTB, sino para todas en general; el personal tiene que estar preparado para la diversidad”, añade. La filosofía de trabajo en la nueva residencia será el acompañamiento, no el cuidado: “Es tu casa y tú la organizas. Y, si no puedes, te acompañan y ayudan”.

Hay residencias que son hermosas por fuera, con jardines envidiables a los que apenas les falta el arcoíris para ser el típico dibujo idílico que se pinta con siete años; hay otras que son viejos hoteles, torres que acumulan habitaciones con estrechos espacios comunes y sin una mota de verde que coloree el edificio; otras son tan antiguas que la pared descascarillada es anécdota. Son lugares dispares, pero con un nexo común: la necesidad de cambiarlas, también estructuralmente.

“Hay que hacerlas de otra forma. Los modelos grandes no son para ahora”, resume Juani Céspedes, presidenta de la asociación de familiares de residencias de Bizkaia Babestu. En la misma línea habla Maite Ramos, para quien las macrorresidencias inmensas no tienen ningún sentido: “Hay que generar cambios arquitectónicos para que haya pequeñas unidades de convivencia, con una ratio de atención muchísimo mayor, donde haya un apoyo a la autonomía y no solamente una atención a la dependencia. Hacen falta personas que no estén solo para atender la parte de cuidados, sino también la participación de actividades que tienen que realizar, de trabajo comunitario con el entorno. Son espacios que no están en una isla, están en barrios, en lugares en los que deberían tener una relación constante con todo su entorno”. Las residencias son casas, pero también son barrio, son pueblo y son ciudad.

Hay residencias a las afueras, otras en pleno centro. En urbanizaciones nuevas y en viejos edificios rehabilitados. Las hay públicas, las hay privadas y las hay privadas con plazas concertadas. Unas están en manos de cooperativas, de asociaciones sin ánimo de lucro o de pequeñas empresas, otras pertenecen a transnacionales que han visto que se puede ganar dinero escurriendo la vida de trabajadoras y residentes. Siempre hay espacio para el capital, incluso entre andadores, pañales y demencia.

Las cifras de envejecimiento se han convertido en nicho de mercado. Y el sector de las residencias, que no es más que el trabajo de cuidados que desde siempre han hecho las mujeres en sus casas, sin dinero mediante, es ahora un lucrativo negocio. En 2019, los ingresos se situaron en 4.650 millones de euros en el Estado español, un 3,3 por ciento más que en 2018, según los datos de la consultora DBK Informa. Los fondos buitres de inversión han anidado aquí, sumándose así a otras grandes fortunas estatales dedicadas a la construcción. El negocio de las residencias es atractivo. Una investigación de Infolibre ha clareado la opacidad del sector: fondos del paraíso fiscal de las islas Jersey, empresas transnacionales ligadas a capital francés, fondos de pensiones canadienses, fortunas locales vinculadas al caso Gürtel, etcétera. “Quienes gestionan no lo hacen pensando en el trato que se da, sino en la rentabilidad de cada una de las plazas. Y eso va en detrimento del bienestar de quienes viven y de la calidad del trabajo”, afirma Ramos, directora del Instituto de formación en Gerontología y Servicios Sociales (INGESS).

Cuidar a personas mayores ahora genera ganancias. Muchas. Pero no para quienes acompañan y cuidan. “No puede haber lucro en el sector. Nosotras vemos que a las empresas privadas lo que importa son las ganancias, a costa de trabajadoras y de usuarios, de los ancianos que viven ahí y están en la etapa final de su vida”, critica también Aramberri, que lo primero que vio al empezar a trabajar en el sector, hace 14 años, fue una huelga.

Entre las espaldas de las trabajadoras y las vidas de las ancianas hay millones de euros de fondos públicos y unas cuotas cada vez más elevadas, a pesar de una situación que en muchos casos implica abandono y muerte. La catedrática de Psicología Rocío Fernández-Ballesteros, atendiendo a las cifras que se conocen de la primera ola de la pandemia (o mejor, sindemia), ha publicado que el número de personas que ha fallecido en residencias es 20 veces más elevado que el de las mayores que vivían en sus domicilios, es decir, que residir en centros de mayores es un factor de riesgo de muerte.

“Los cuidados no están en la agenda en la política, no le interesan a nadie; primero, porque los desempeñamos las mujeres en el ámbito reproductivo y, segundo, porque los desempeñamos las mujeres en el ámbito laboral, que es un espacio feminizado. Lo de las residencias ha sido un abandono total y no estamos escandalizados. Esto demuestra es que vivimos en una sociedad tremendamente edadista y muy paternalista, hablando todo el día de ‘nuestros mayores’, pero luego los hemos abandonado, no nos han importado en absoluto”, critica Mónica Ramos.

El análisis de la antropóloga y gerontóloga feminista es duro y habla de una situación “terrible” que exige debate: “Tenemos que pensar cómo queremos que sea el proceso de envejecimiento y cómo se atiende a la vejez porque ahora no se hace con dignidad”. La senectud apenas ha tenido espacio en el pensamiento feminista para hablar de la precariedad de las trabajadoras de cuidados y de las brechas de género en las pensiones de jubilación, porque los recursos económicos marcan también la vejez. “Las gerontólogas feministas llevamos tiempo diciendo que el feminismo tiene que tener una mirada sobre lo que significa el envejecimiento”, critica Ramos.

Además de casas convertidas en lugares de lucro, las residencias también son espacios de trabajo y de lucha obrera. Las movilizaciones de las trabajadoras exigen a la sociedad que no mire para otro lado, no se puede dejar aparcadas y arrinconadas a las personas mayores y no mirar atrás. En ocasiones, viendo lo que está detrás se vislumbra el futuro. “Mucha gente nunca se ha preguntado qué ocurre en las residencias. Tenemos a nuestra madre y a nuestro padre allí, pero no nos planteamos más cosas, como si están bien cuidados, en qué condiciones trabajan las cuidadoras o cuánto tiempo tienen para cada tarea”, reflexiona una empleada y delegada sindical en el libro No eran trabajadoras solo mujeres.

La atención mediática ha virado hacia las residencias, aunque en muchos casos las informaciones se enmarquen más en las crónicas de sucesos que en la crítica a una situación que va arrinconando vidas. Aitziber Aramberri, optimista en un principio —“creíamos que la sociedad se iba a dar cuenta de que los cuidados son muy importantes en nuestra vida”—, relata que el único cambio con la pandemia ha sido el aumento de la presión: “Nuestro trabajo ha empeorado, nuestras cargas son más fuertes. Y si antes difícilmente llegábamos, ahora menos”.

Las movilizaciones y huelgas siguen. Ahora, además de denunciar la situación, se solicita un plan de reparación emocional para las trabajadoras. “Anímicamente, emocionalmente estamos más machadas. Y eso incide en la atención y no es bueno. Son personas y requieren su tiempo, que te sientes con ellas y les cojas de la mano”, finaliza la trabajadora que cogió el testigo tras la baja de su compañera. A pesar de la situación, la vida sigue en las residencias y la lucha en las calles.

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