Lunes 16 de septiembre de 2024
En 2013, tras más de dos décadas dedicada a la prostitución, Duduzile Dlamini decidió impulsar un programa que velara por los derechos de mujeres que, como ella, estaban obligadas a conciliar el trabajo sexual con la crianza de sus niños. En un país en que la violencia y la falta de oportunidades campan a sus anchas, más de 350 mujeres se han unido ya a ella.
José Ignacio Martínez Rodríguez 14 sep 2024 El Salto
“Es que algunas veces parece que todos los problemas que tenemos las trabajadoras sexuales se reducen al VIH y a otras enfermedades de transmisión sexual. Pero hubo un momento en el que me pregunté: ¿y qué pasa con nuestras familias? ¿Quién habla de nuestros hijos, de nuestras lágrimas, de nuestros miedos?”, dice Duduzile Dlamini, una mujer sudafricana de 46 años, residente en Ciudad del Cabo y madre de cuatro jóvenes (dos hombres y dos mujeres). Dlamini ejerce la prostitución desde hace más de 30 años. “Nací en otra provincia, pero me mudé aquí cuando era muy joven en busca de una vida mejor. Pero para una mujer negra, pobre, las oportunidades eran muy pocas. Y como me quedé embarazada muy temprano…”, recuerda. Y luego, añade: “¿Sabes lo que pasa? Que mucha gente cree que nosotras nunca tenemos hijos, que somos sólo nuestro trabajo. Necesitábamos un espacio seguro para hablar de ello, unirnos y hacernos fuertes”.
Cuando llevaba unos años trabajando en Ciudad del Cabo, Dlamini conoció SWEAT, una asociación que trabaja por los derechos de las trabajadoras sexuales, y comenzó con ella un activismo que desembocó en el programa que ahora dirige: Mothers For The Future. “Lo hice por mi condición de mujer, de madre y de trabajadora sexual; queríamos luchar para que nuestros hijos tuvieran las oportunidades que nosotras no disfrutamos y para que sus opciones no se vieran tan limitadas”, dice. Era 2013. Dlamini contactó entonces con decenas de mujeres. Primero en la provincia de Western Cape, la suya. Después en Johannesburgo, en Durban, en otras grandes ciudades. Y el resultado fue abrumador. Ella lo cuenta así: “Todas enfrentábamos las mismas dificultades a la hora de proteger la dignidad de nuestros hijos, de asegurar su educación, de protegerlos de la violencia machista. Empezamos unas cuantas en Ciudad del Cabo; ahora ya hay grupos en seis provincias y, en cada una, tenemos a en torno a 60 mujeres”.
Pese a que ha habido algunas intentonas legales de despenalizar el trabajo sexual en Sudáfrica, actualmente está perseguido tanto pagar como cobrar por mantener relaciones sexuales. Y en el país más desigual del mundo, donde el 10% de las habitantes poseen el 80% de la riqueza, no pocas personas, sobre todo mujeres, se dedican a ello. Uno de los últimos grandes estudios realizados al respecto, publicado en 2015, estimó que había entre 131.000 y 182.000 trabajadoras sexuales en la nación. Es decir, entre el 0.76% y el 1% de la población femenina adulta. Circunstancias acaecidas en los últimos años, como la pandemia de COVID, que golpeó duramente la economía sudafricana, o la tasa extremadamente elevada de desempleo, que a principios de este año se aupaba por encima del 32%, una de las más altas del mundo, han podido dejar estos números muy atrás. “Aquí, en Ciudad del Cabo, lo que ganamos suele ser suficiente para comprar comida, pagar el agua y la electricidad, las tasas escolares… Aunque es muy difícil dar una cifra concreta porque depende de muchos factores”, valora Dlamini.
La dignidad de los niños
Al señalar los principales problemas que encuentra como madre y trabajadora sexual, Dlamini habla de la criminalización y el estigma que heredan sus hijos y los de sus compañeras. “Funciona así: cuando las comunidades descubren a lo que te dedicas, te estigmatizan e intentan destruir tu dignidad. Pero no se detienen ahí; luego van a por tus hijos. Y, cuando ellos ven que hay gente que nos insulta por nuestra condición, dejan de creer en ti como madre. Hay que infundirles mucho coraje para que esto no suceda”, dice la activista. Y explica cómo manejó ella esta situación con sus retoños, que ahora ya tienen entre 19 y 32 años. “Hubo un momento que yo decidí dar entrevistas en la televisión, y uno de esos vídeos llegó a mi familia. Me senté con los dos mayores y les conté la forma en que me hacía cargo de todas mis responsabilidades hacia ellos. Les dije que no era ninguna criminal. Les costó asumirlo, aunque su reacción fue finalmente positiva”.
Nobuhle Nobuzana, una mujer de 41 años, vivió una historia parecida a la de su compañera Dlamini. Ella vino al mundo en el seno de una familia monoparental: su madre se ocupó sola de ella y de sus tres hermanos. Nobuzana comenzó a prostituirse incluso antes de saber lo que eso significaba. “Salí del colegio muy pronto porque en mi casa no había dinero para pagarlo y empecé a acostarme con hombres mayores”. Su primer embarazo lo tuvo con 15 años. Su primera niña, unos meses después, con 16. “Ahora cuido de mis dos hijos y de los dos de mi hermana. Ella también era trabajadora sexual. Tuvo una vida llena de problemas. Iba a Johannesburgo a por drogas, no seguía el tratamiento del VIH, que la mató hace 14 años, con solo 36…”, dice. Un informe de The Lancet sitúa la prevalencia del virus del sida en este colectivo entre el 39% y el 89%, según el área del país. Son cifras extremadamente elevadas incluso para Sudáfrica, con una alta tasa nacional de prevalencia del 13,7%.
Nobuzana habla de sus cuatro hijos con algo de orgullo y algo de pena. Orgullo porque los dos pequeños van a la escuela, les gusta y estudian, y una de las mayores ya trabaja y se gana bien el sustento. Y pena por su primogénita. Dice: “Recuerdo que, al entrar en la adolescencia, comenzó a pelearse en el colegio. Fue una actitud extraña porque ella nunca había sido una chica problemática. Desde entonces todo se torció, y ahora es alcohólica y no hace nada con su vida”. La razón del cambio de actitud de su hija la descubrió hace solo un par de años. Ella lo cuenta así: “Un día, ella me preguntó que si sabía por qué se había pegado tanto con otros chicos en el colegio. Me confesó que era porque le decían que era una puta, como su madre. Fue un momento extremadamente difícil; si yo hago todo lo que hago es, precisamente, para que mis niños puedan disfrutar de aspectos como la educación que te da un colegio”.
Violencia
Nobuzana, que coordina Mothers For The Future en la provincia de Western Cape, menciona también la violencia que sufre el colectivo, una violencia con dos vertientes; una social, proveniente de distintos estamentos, y otra física, a la que están demasiado expuestas en su día a día. Habla de la primera: “Yo padezco una enfermedad de transmisión sexual, debo seguir un tratamiento. Pero voy a la clínica, donde tendrían que tratarme igual que a cualquier ciudadano sudafricano, y lo que sucede es que me ignoran. Saben a lo que me dedico y prefieren no atenderme. En el banco, por ejemplo, me pasa igual”. Aunque sus protestas no se quedan ahí: “También vivimos un infierno diario con la policía; hay casos de violación, de sobornos… Nos requisan los condones para que sirvan como prueba de que ejercemos la prostitución. Si te arrestan un miércoles, no te sueltan hasta el lunes. Así no estás en la calle los días de más negocio. Y nos dejan en celdas sucias, denegándonos derechos como una llamada de teléfono”.
Pero la mujer también menciona palizas, agresiones, una constante sensación de miedo. “Hay hombres que se aprovechan de nosotros, otros nos pegan… ¿Sabes qué sucede? Que un hombre puede decir: la mato y no pasa nada”, dice. Un estudio publicado en 2021 mostraba que el 70,4% de las trabajadoras sexuales sudafricanas sufrieron violencia física y que el 57,9% fueron violadas (un 14% de ellas por policías). Las grandes ciudades, donde las cifras de criminalidad se disparan, es donde más se recrudece esta estadística. Los ejemplos son múltiples y diversos. Quizás, el más sonado de los últimos tiempos ha sido el del maniaco Sifiso Naseeb Mkhwanazi, un joven de 21 años que asesinó en 2022 a seis prostitutas en Johannesburgo en circunstancias escabrosas, hechos que reconoció en el juicio celebrado entre febrero y marzo de este año. Tras declararlo culpable, el juez solicitó informes psiquiátricos antes de dictar una sentencia definitiva.
Anitka Andreas tiene 32 años y una sonrisa rebosante. Hoy juega con su primer hijo, de apenas 10 meses, sentada en una silla en la sede de Mothers For The Future. Junto a Dlamini, Nobuzana y compañía, charlan sobre abogados, protección, lo peligrosa que están las calles. “A mí me violaron y lo denuncié. Pero, con nosotras, estos procesos se eternizan. Te preguntan: pero si eres una prostituta, ¿cómo es posible que alguien te viole? Ni la policía nos toma en serio”, dice. Como tantas otras mujeres, Andreas cuenta que empezó a realizar trabajo sexual por la falta de ingresos, para complementar salarios tan bajos que no dan ni para cubrir las necesidades básicas. Ella lleva haciéndolo 10 años, pero ahora tiene que mirar también por ese bebé que mueve los brazos frente a ella mientras balbucea algunas sílabas sin sentido. Andreas concluye: “Sé que hay estigma, que nos criminalizan, pero no voy a ocultarle a mi hijo a lo que me dedico. Pero yo voy a encargarme de que no le falta de nada”.