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Opiniones y derechos fundamentales en los debates y en las broncas feministas

Domingo 12 de julio de 2020

Teresa Maldonado 08/07/2020 Pikara

¿Es todo opinable o hay cosas que no lo son? Tere Maldonado, integrante de feministAlde!, reflexiona en torno a los límites de la libertad de expresión y los discursos del odio.

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Ilustración de Núria Frago.

En los debates ético-políticos es habitual que presentemos nuestra propia postura como defensa de derechos fundamentales que no se pueden discutir. Es más, si la discusión se vuelve muy agria, siempre podremos agarrarnos al “derecho fundamental” a expresar nuestra opinión. Así viene sucediendo en el tristísimo debate sobre el género que tiene lugar últimamente en el feminismo. Aunque en este caso decir debate es mucho conceder: se trata de una bronca de hooligans más que de un debate de ideas. Una bronca alimentada por las dinámicas infernales de las redes sociales, que están teniendo en ella una centralidad desmesurada. Unas se presentan como defensoras de los derechos de las mujeres (de las mujeres cis, dirán las otras) frente a imaginados y/o reales ataques del que llaman lobby trans (o queer); las otras se presentan como defensoras de los derechos de las personas trans frente a reales y/o imaginados ataques de las feministas clásicas tenidas siempre por esencialistas. Todas reclaman su derecho a expresar su opinión. Igual que ocurre en otras guerras, culturales o militares, cada bando tiene un listado de agravios y atrocidades que exhibir. Son agravios, muchos de ellos, que efectivamente han tenido lugar, en ambos lados (en otros casos son simple propaganda de guerra). Ya no se busca nada que no sea herir a las enemigas. Y así no se puede [1].

No quiero entrar ahora en el debate sobre el género. No tiene sentido sacar la banderita de la paz mientras caen las bombas, mientras solo hay interés en ganar la guerra y no en terminar con las hostilidades y avanzar en un debate que podría tener sentido.

Entrémosle pues al tema de la libertad de expresión: ¿ha de ser un valor absoluto no subordinado a ningún otro o, por el contrario, ha de ser considerada un bien, un valor, sí, pero con límites porque hay otros bienes que salvaguardar por encima de ella? Como todo el mundo se puede imaginar, esta es una cuestión eterna, presente en el debate filosófico-político desde que existe la misma idea de libertad de expresión. El feminismo, como teoría política con gran relevancia que es hoy, no es ajeno a esa discusión.

En el debate-bronca entre feministas, una puede decir “las mujeres trans no son mujeres”, y otra, “las terf son cómplices de la extrema derecha y el fascismo” [2]. Ambas lo creen sinceramente. “Las personas que menstrúan son mujeres”, “el sexo biológico es tan construcción social como el género”, etc. ¿Son opiniones discutibles, más o menos respetables, más o menos fundamentadas, es decir, algo previsible en un debate en el que se discrepa y en el que se trata precisamente de discutir? ¿Barbaridades que no se deben decir ni en broma? ¿Verdades como un templo?

Hablar de la libertad de expresión de forma situada pasa por recordar que en Euskadi/Euskal Herria hemos conocido el hostigamiento y el asesinato de periodistas por parte de ETA y también el cierre judicial de medios de comunicación por parte del Estado. Según el posicionamiento político de quien haga el análisis, se hablará de excusas o razones en cada caso. Mejor dicho, se entenderá que en un caso hay mejores o peores razones y en el otro solo malas excusas [3]. No es que quiera hurgar en heridas que todavía no han cicatrizado, ni ponerme en una posición de equidistancia en la que no creo; solo quiero llamar la atención sobre una cuestión que en esos casos se ponía de manifiesto con mucha claridad: a menudo, cuando se afirma defender la libertad de expresión (pero se defiende de hecho en unos casos sí y en otros no), lo que se está defendiendo es la expresión de determinadas ideas, y no la libertad para expresar cualquier idea, que sería lo suyo. Aquel dictum atribuido a Voltaire “desapruebo lo que dices, pero defenderé con todas mis fuerzas tu derecho a decirlo” (y que entiende cualquier adolescente como resumen de qué es sin trampa ni cartón libertad de expresión) es ignorado de facto muchas veces por gente adulta. Ahora bien, nadie reconoce tranquila y humildemente que defiende en exclusiva la expresión de las ideas que le gustan pero no del resto de ideas: todo el mundo prefiere creer que es la libertad de expresión lo que defiende. Se ve que es muy feo decir estoy a favor de la libertad de expresión de esta persona, pero no de aquella. Bien, como con las setas y los rólex: o se está o no se está. Si defendemos la libertad de expresión tendremos que apechugar con ella cuando alguien utilice la suya para decir lo que no nos gusta oír. Y defender, además, que pueda decirlo.

La libertad de expresión está cerca, aunque a distancia variable, de otras libertades burguesas: las de opinión, pensamiento, creencia, conciencia. Remite también, con algunos matices añadidos, a la libertad de cátedra, entendida como libertad de expresión del personal docente. La conciencia, por su parte, incluye creencias y convicciones. Las creencias a veces vienen organizadas en paquetes como ideologías o como religiones. Hay quien plantea que las religiones deben ser objeto de una protección especial, y que uno de los límites de la libertad de expresión debe situarse precisamente en la ofensa a los sentimientos o las convicciones religiosas de otras personas (existe la figura de la ofensa a los sentimientos religiosos). Por supuesto, hay quien lo discute: las identidades religiosas no deben ser objeto de protección especial, la blasfemia no puede ser delito. En definitiva: la libertad de expresión linda y se entrelaza con muchas cosas diferentes pero con distintos grados de parecido.

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Por ir a algunas cosas obvias, parece que, por definición, la libertad de opinión sólo debería afectar a lo opinable. Pero ¿es todo opinable, o hay cosas que no lo son? En el caso de que no todo sea opinable ¿qué cosas no lo son? Y por supuesto: quién y cómo/dónde/por qué/para qué establece qué cosas son opinables y que otras no lo son, quién marca la raya. Veamos algunos ejemplos concretos.

La tierra es plana. Hay quien lo cree. Como algunas personas lo creen, y como respetamos la libertad de creencia, pues que lo crean. Pero eso que creen… resulta que, por mucho que lo crean, no es cierto. Pongamos que hay que respetar que lo crean: pueden creer lo que quieran. Pero ¿y decirlo?, ¿afecta la libertad de expresión a esa creencia? Concedamos que sí: así lo creen y así pueden decirlo. Lo que ya no está tan claro es que siempre y en toda circunstancia deban poder decirlo: ¿una maestra en clase podría decir y enseñar que “la tierra es plana”? (¿y decir “yo creo que la tierra es plana?)”. No está claro que la libertad de expresión (o de cátedra) proteja a quien crea que la tierra es plana y quiera expresar esa creencia como una descripción de lo que las cosas son, y no como una creencia contra toda evidencia… científica; antes o después tenía que salir la ciencia. La mala noticia es que la ciencia no puede zanjar nunca discrepancias ético-políticas. En los debates ético-políticos (sobre eutanasia, aborto, uso recreativo de drogas, edad de consentimiento sexual, etc.) es conveniente que las disciplinas científico-técnicas pongan sobre la mesa todos los datos y toda la información contrastada que quepa manejar sobre lo que esté en discusión, pero la postura que tomemos finalmente en cada una de esas cuestiones (¿prohibimos?, ¿regulamos?, ¿permitimos?, ¿dejamos al margen de toda consideración legal?, ¿incentivamos?) no viene predeterminada por ningún estudio de la universidad de Utah ni por ningún dato indiscutible: las cuestiones ético-políticas no son cuestiones científicas [4].

Entonces ¿es o no conveniente reconocer que hay cosas que no son susceptibles de opinión porque lo son de conocimiento (o de información)? En euskera decimos “zenbat buru, hainbat aburu” (“tantas cabezas, tantas opiniones”, o sea, que opinión, todo el mundo tiene la suya) y también “usteak erdi ustel” (juego de palabras más difícil de traducir que viene a decir “las opiniones, medio podridas”). Pero lo cierto es que si yo digo que se debe distinguir lo opinable lo que no lo es, alguien puede rápidamente contestarme que esa es mi opinión, que ella opina lo contrario y que esas dos opiniones, por serlo, están en el mismo nivel de opinabilidad. Nos metemos en una circularidad irresoluble. No sé si podríamos concluir, sin embargo, que ni siquiera en el terreno de las opiniones todo vale igual, que hay opiniones más y menos informadas, fundamentadas.

A la hora de formarnos una opinión lo menos opinable posible es conveniente disponer más que de mucha de buena información. Supongo que en las facultades de periodismo se abordará en algún momento la deontología de la profesión. No sé cómo lo harán, pero quiero pensar que, por muchas dificultades que haya para recomendar informar con objetividad, se insistirá de alguna manera en la necesidad de distinguir información de opinión. Porque una cosa muy probable es no dar nunca con la objetividad absoluta y otra muy negligente renunciar de entrada a procurar conseguir la mínima.

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Algunas veces se ha defendido que nada es sagrado y que todo se puede decir [5]. Otras, se ha insistido en el daño que puede causar el llamado “lenguaje del odio” [6], lo cual podría ser motivo para regular o limitar qué se puede decir y qué no (algunos países de la Unión Europea penalizan una conducta verbal como lo es la negación del Holocausto). ¿Nada es sagrado y todo se puede decir o hay cosas “sagradas” que no deberían tocarse, que no deberían decirse, o que incluso debería penalizarse el decirlas? Los ordenamientos jurídicos de las democracias liberales, considerando de entrada la libertad de expresión como algo que hay que proteger, la restringen en distintos grados. Por lo general, no aceptan que invocándola se difame o se calumnie (de nuevo, problema: define difamación).

La defensa de la libertad de expresión se enmarca en una lógica según la cual nuestros actos, aquello que hacemos, puede (y suele) ser limitado y regulado, entre otras cosas porque podemos hacer daño, nuestros actos pueden ser lesivos para la integridad de otras personas, puedo meterle el dedo en el ojo (literalmente, digo) a otra persona y eso no puede ser. Obviamente, yo puedo ser muy liberal o muy libertaria, y considerar la libertad como el fundamental de mis valores, pero, a la vez, debo entender que no puedo disfrutar de una libertad sin límite, porque están mis prójimos por ahí, que pueden ver vulnerados sus derechos si mis actos no tienen restricción ninguna al margen de mi voluntad, mi deseo, mis ganas o mi capricho. En cambio, lo que pienso, lo que creo, mi conciencia, mi fuero interno, mis ideas, no solo no deben ser limitadas o reguladas, sino que es francamente complicado que lo sean (a no ser por medio de métodos de manipulación indirecta, lo que sería otra cuestión [7]). Así como al hacer hay que ponerle límites, al pensar y al creer no parece necesario ni posible ponérselos. Otra cosa es opinar, que no es solo tener una opinión sino más bien comunicarla. Porque la expresión (del pensamiento, de las creencias, de la conciencia) estaría en el medio entre el pensar/creer ilimitado e ilimitable y el hacer acotado y restringido. Sin embargo, muchas veces tendemos a asociarla con uno de los lados, como si hubiera una continuidad indiscutible entre pensar y decir lo que pensamos, o creer y expresar lo que creemos, solapando así libertad de conciencia o de pensamiento con libertad de expresión. Por eso a veces se concluye implícita y precipitadamente que si aquellas no han de restringirse, ésta tampoco. Es la postura del “nada es sagrado, todo se puede decir”.

Me parece que puede ser justo al revés: porque hay cosas que sí son “sagradas” no todo se debe decir. En este punto conviene recordar algo de lo mucho que nos enseñaron John L. Austin y su alumno John Searle sobre la performatividad del lenguaje y que las feministas queer conocen tan bien. Y es que todo lo dicho en el párrafo anterior presupone que decir y hacer son cosas distintas, que el lenguaje habla de la realidad, pero no es la realidad misma. Por eso yo puedo decir “estoy bailando” o “estoy fumando” sin estar bailando ni fumando (ya, menudo descubrimiento, diréis: podemos decir falsedades, mentir, engañar). Según esa presuposición, la realidad y el lenguaje están separados: las palabras (lenguaje) nombran cosas, cualidades, acciones (realidad). Bien: Austin vio que no siempre es así, que determinadas cosas, a diferencia de bailar o fumar, solo pueden hacerse con palabras: por ejemplo, prometer. Decir “prometo” es prometer. Si digo “prometo que te invitaré a comer” no puedo alegar cuando pasa el tiempo y no lo hago “bueno, yo no prometí nada, solo dije prometo”. Este es uno de los ejemplos que da Austin. La cosa da para mucho más pero ahora solo nos interesa subrayar que, entre las cosas que pueden hacerse con palabras están hacer daño, herir, difamar o insultar (estas dos últimas, de hecho, solo pueden hacerse con palabras). Decir “te mato” y matar son cosas distintas, pero amenazar es algo que se hace con palabras (por ejemplo, diciendo “juro que te mataré”). Ahí está, creo yo, el fundamento para que algunas cosas no solo no deban decirse sino incluso puedan prohibirse [8]. Prohibir decir determinadas cosas es prohibir hacer daño y no una restricción a la libertad de expresión de ideas u opiniones. Hay actos lingüísticos, actos de habla [9]. Prohibir o desincentivar que determinadas cosas se digan, sobre todo en público, puede tener fundamento sin quebrantar la libertad de pensamiento o de creencia. La libertad de expresión sí debe tener límites.

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Pero esta es solo una de las muchas partes de una cuestión poliédrica. Efectivamente, es obvio que las palabras pueden herir, humillar, hacer daño. También las imágenes, o las actitudes. Hay muchas variables que inciden en que palabras (o imágenes) hagan daño a alguien, el contexto o la intención entre ellas. Otra de esas variables es la subjetividad. Me molesta eso que dices. Hiere mi sensibilidad eso que haces. Ya, pero es que yo quiero decirlo. Pero es que yo no quiero dejar de hacerlo. Mi subjetividad contra la tuya. Convivimos con personas que piensan, hacen y dicen cosas que no nos gustan nada e incluso que nos disgustan mucho. Se llama diversidad y pluralismo. Pensemos en las personas a las que les molesta en lo más profundo que dos hombres se muestren afectivos entre sí en público. Y no hablemos de los ya aludidos sentimientos religiosos, que son, de lejos, los que tienen la piel más fina (pero no los únicos). ¿Qué hacemos con lo que pensamos/creemos/opinamos que resulta ofensivo o hiere la sensibilidad de personas o grupos? ¿Con qué criterio distinguimos lo que ha de protegerse por la libertad de expresión y lo que habría que rechazar por ser una forma de lenguaje de odio, un acto contra alguien hecho con palabras? ¿Existe un derecho a ofender? ¿Y a no ser ofendida? ¿Conviene aquí hacer una reflexión general y aplicarla luego al caso de las discusiones o las broncas entre feministas?

A muchas personas (y no solo a personas trans directamente concernidas) les resulta profundamente ofensivo que no se considere mujeres (“verdaderas mujeres”) a las mujeres trans (lo mismo cabría decir de los hombres). Tan ofensivo que ni siquiera quieren o pueden empezar una discusión sobre el tema: son mujeres y punto. A otras, que discrepan de que no haya discusión al respecto, les resulta ofensivo ser des/calificadas en razón de esa discrepancia como terfs o tránsfobas (pueden expresarlo de diferentes maneras, pero trasladan siempre malestar por esa forma de referirse a ellas). Hay algunas o muchas que no son o no se consideran tránsfobas en absoluto pero creen que sí que hay discusión feminista legítima sobre las maneras de interpretar el género y, por lo tanto, qué es ser hombre o ser mujer.

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En este terreno, como muchos otros, a Europa y al resto del mundo llegan las ondas expansivas de lo que sucede en Estados Unidos. Como pasó con la corrección política en los años 80 y 90, lo que ocurre en los campus de ese país termina teniendo réplicas en medio planeta. En 2015, G. Lukianoff y J. Haidt publicaron un artículo que después convirtieron en libro, La transformación de la mente moderna [10]. Al margen de la idiosincrática obsesión norteamericana con el éxito y el fracaso, digna de psicoanálisis colectivo-masivo, y de muchas cosas discutibles que aparecen en ambos textos, creo que ponen de relieve derivas peligrosas que no deberíamos pasar por alto. Plantean algo que tiene que ver con la corrección política, pero es una vuelta de tuerca que va más allá. Ahora se trata, dicen, del bienestar emocional del alumnado en los campus (y, por extensión, de las personas en la vida). Apuntan que se ha convertido en obsesión proteger a los estudiantes del daño psicológico que les puedan infringir colegas y profesorado. “El objetivo último es, parece, convertir los campus en ‘espacios seguros’ en los que personas jóvenes adultas se encuentren a salvo de palabras e ideas que pueden hacerles sentir mal. (…). Se está creando una cultura en la que conviene pensar dos veces qué se va a decir antes de hablar, no sea que te acusen de falta de sensibilidad, de agresión o de algo peor” (las cursivas son mías) [11]. No está mal que nos pensemos las cosas dos veces antes de decirlas (o escribirlas en un tuit) pero sí creo que puede ser peligrosa la deriva de aceptar sin más que, como las palabras pueden ser formas de violencia, hay que controlarlas sistemáticamente. La subjetividad (“me ofende”, “hiere mi sensibilidad”) no puede ser el criterio a la hora de decidir qué aceptar y qué no en el terreno público, desde una exposición de Abel Azcona hasta las manifestaciones escritas u orales de feministas que piensan y dicen determinadas cosas. No podemos convertir el debate público, ni el debate entre feministas, en un campo minado en el que la santa inquisición de un signo o del otro nos intimide permanentemente, o directamente nos linche. Este es un argumento liberal que no hay que menospreciar. Pero se vería muy perfeccionado por otro de corte más comunitarista, o directamente buenista, preocupado por el bien común, la empatía y la ética del discurso: ¿en serio es necesario, conveniente, provechoso proclamar públicamente según qué cosas?

Yo no sé si decir que “una mujer trans no es una (verdadera) mujer” puede considerarse lenguaje de odio o transmisoginia. Simplemente decirlo, digo [12]. Puede que sea algo que no me gusta, pero alguna diferencia debe haber entre lo que no me gusta (tantas cosas) y lo que puede ser considerado en general, y no sólo por mí, lenguaje de odio (bastantes menos), no digamos ya delito de odio (muchas menos todavía). No sé qué diría si fuera yo una mujer trans, que no soy [13]. Sí veo una diferencia entre hacer esa afirmación y hacer otras (“una mujer trans es un tío con faldas, ja-ja-ja”), o hacer esa misma afirmación acompañada de una coreografía corporal o de un lenguaje no verbal que indica claramente menosprecio.

La cuestión no está tanto en sacar la lista de agravios y de vulneraciones de derechos fundamentales (mi libertad de expresión versus tu sensibilidad herida, o al revés). Creo que debemos decidir si queremos alimentar la guerra (con sus masacres, sus víctimas, sus daños colaterales, su devastación) o creemos que puede haber un debate legítimo entre concepciones feministas divergentes sobre cómo entender el género y otras cuestiones polémicas.

Porque a lo mejor puedo tener derecho (o creer honradamente que lo tengo) a decir determinadas cosas que opino pero resulta que renuncio a hacerlo. Verás cómo no se acaba el mundo. Igual hasta podríamos empezar por el principio. Ahora, las hostilidades han llegado a un punto tal que hay algunas a las que no podemos dar la razón ni siquiera allí donde (creemos que) podrían tener alguna.

[1] Hay algunas excepciones en la tónica general. Alicia Ramos es una, a pesar de que ella también utiliza una terminología que incluye hablar de TERFs (me referiré a ello luego) el tono y el contenido de su propuesta, procurando distinguir lo esencial de lo secundario, es sensiblemente distinto a la mayoría de lo que se puede leer sobre el tema.

[2] TERF es el acrónimo utilizado por una de las partes contendientes para denominar a la otra. Responde a las siglas en inglés de Trans-Exclusionary Radical Feminist. Es una denominación que puede parecer meramente descriptiva y no peyorativa; de hecho, no niega sino que afirma la condición de feminista de personas y discursos tenidos explícitamente por excluyentes e implícitamente por transfóbicos. Pero muchas feministas etiquetadas como TERF niegan ambas condiciones y rechazan el acrónimo por ofensivo (otras, al contrario, se reapropian de la denominación y afirman con orgullo serlo, despojándola del carácter peyorativo).

[3] Por duro que resulte mencionar presuntas razones para un asesinato, que por definición es lo que no se puede razonar, esto es algo que se ha hecho, pretendiendo justificar en unos casos acciones de ETA y en otros de los GAL.

[4] Por más que quepa tanto analizar los presupuestos, derivas, consecuencias políticas y morales de la investigación científica y su aplicación técnica, como investigar lo político de forma más o menos científica (eso se supone que hace la llamada —un tanto grandilocuentemente— “ciencia política”).

[5] Raoul Vaneigem, Nada es sagrado, todo se puede decir, Melusina, 2006. Lo que no es exactamente lo mismo que negar que hay una diferencia entre conocimiento y opinión: las bobadas, las falsedades, las mentiras… son cosas que efectivamente, no sólo se pueden decir, sino que se dicen con mucha frecuencia. Ponernos de acuerdo en qué cosas son bobadas, falsedades o mentiras ya es otra cuestión.

[6] Judith Butler, Lenguaje, poder e identidad, Síntesis, 2004.

[7] Me refiero a la tercera acepción que da la RAE para el verbo manipular: “Intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros, en la política, en el mercado, en la información, etc., con distorsión de la verdad o la justicia, y al servicio de intereses particulares”; tan alejada de la primera: “Operar con las manos o con cualquier instrumento”.

[8] De Cómo hacer cosas con palabras (título del libro de J. L. Austin, publicado en castellano por Paidós), a Cometer delitos con palabras (título de M. Polaino Navarrete y M. Poliano-Orts, publicado por Dykinson) y, de ahí, a Cometer delitos en 140 caracteres. El Derecho penal ante el odio y la radicalización en Internet (libro colectivo dirigido por F. Miró Llinares y publicado por Marcial Pons).

[9] Es el título del libro de John Searle, Actos de habla, en la editorial Cátedra.

[10] El título original en inglés es The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure. El verbo to coddle se puede traducir tanto por “mimar” o “consentir”, como por “cocer a fuego lento”.

[11] Del artículo citado, The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, [consultado: 29/06/2020, traducción propia].

[12] Igual que considero muy dudoso que referirse a las mujeres cis como personas que menstrúan suponga borrar a las mujeres.

[13] Sin embargo, menos mal, lo que pensamos al respecto no viene determinado por nuestra identidad sexual o de género: los desacuerdos son transversales, es decir, hay división de opiniones entre feministas trans y cis respecto a como interpretar el género. Esto ocurre, claro, en cierta medida: no creo que haya ninguna mujer trans que esté satisfecha con las cosas que manifestaron hace un año en Gijón algunas famosas feministas.

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