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Obreras y feministas: las últimas cigarreras de Lavapiés

Martes 2 de octubre de 2018

La Fábrica de Tabacos de Madrid se levantó en 1790. Durante el s.XX, acogió al entramado empresarial público y privado asociado al franquismo. Dos décadas después de su cierre, aloja uno de los centros sociales autogestionados reconocidos por el Estado

Miguel Ezquiaga 27-09-2018 CTXT

Sentadas sobre taburetes, las operarias rasgaban con cuchillas los fardos de tabaco caliente que, al abrirse, liberaban un vapor espeso y plateado. El humo se restregaba contra las paredes mientras ellas agarraban las manillas de hoja candente para separarlas del mazo y batirlas después. El polvo de la picadura volaba hasta el techo; hería pituitarias, escocía los ojos. Escupideras en cada esquina. Para protegerse, las mujeres cubrían su cara como forajidos en un western. Bochorno.

Así evoca María Antonia Montiel la Tabacalera de la calle Embajadores que conoció en 1974, cuando entró allí por vez primera. Llevaba trabajando desde los 14 años y se incorporó a esta fábrica con la mayoría de edad recién cumplida. “Al llegar, pensé que no podría soportarlo. Las cigarreras caían redondas por las altas temperaturas y la falta de ventilación”, recuerda. Y agrega: “Aquello parecía un túnel en el tiempo”.

Del edificio que entonces acogía la producción de Tabacalera S.A. salían cigarrillos desde el reinado de José Bonaparte. Antes, se elaboró aguardiente, naipes y papel sellado, explotaciones exclusivas del Estado

Lo era. Del edificio que entonces acogía la producción de Tabacalera S.A. –un entramado empresarial fundado por Franco para gestionar el monopolio del tabaco y el timbre– salían cigarrillos desde el reinado de José Bonaparte. Antes, se elaboró aguardiente, naipes y papel sellado, explotaciones exclusivas del Estado. La estructura del trabajo poco había cambiado desde entonces: sostenido por mujeres y gobernado por hombres. “Cuando me incorporé”, rememora Maria Antonia, “ellos mandaban y nosotras obedecíamos”. Si en la segunda mitad del siglo XIX la fábrica llegó a concentrar a casi 6.000 personas, a mediados de los años setenta la plantilla oscilaba en torno a las 600. La inmensa mayoría, en ambos casos, eran cigarreras. Los hombres quedaban a cargo del almacén, el mantenimiento, la clínica y conformaban la dirección. La misma sirena con más de un siglo de diferencia resonaba por todo Lavapiés y anunciaba la hora de entrada. El mismo ajetreo inundaba las calles cuando tocaba la salida y tantas familias aguardaban en la puerta.

En la producción de tabacos, las labores se distribuían verticalmente, de abajo a arriba. María Antonia trabajaba en la última planta, al final del proceso, en la zona de liado. Hoy está cerrada por riesgo de derrumbe. La máquina era como una prolongación de su cuerpo; se encargaba de alimentarla manualmente y mantenerla en buenas condiciones. No podía moverse de su puesto más que a la hora del descanso. El oficio que ahora ejercía siempre fue femenino. A las mujeres se les suponía destreza en la preparación del tabaco. También, quizá, sumisión, como señala Paloma Candela Soto en su monografía sobre las cigarreras madrileñas.

Esa creencia quedó desmentida en el pasado: las cigarreras del país abanderaron el movimiento obrero durante buena parte del siglo XIX. Históricamente, habían heredado la profesión de madres a hijas, de abuelas a nietas. El salario les otorgaba una relativa autonomía para la época. Según datos del registro municipal de Madrid, en 1871 casi un 90% vivía en el mismo distrito de la fábrica. Así pues, estaban unidas por lazos vecinales, familiares y laborales. Una densa red en la que se apoyaban para compatibilizar la vida familiar con la laboral.

De vuelta en la década de los 70, el ingeniero brujuleaba entre las máquinas del taller. Parecía pasar revista, como en el cuartel. Por el rabillo del ojo, sus zapatos aparecían en el campo de visión de alguna operaria, que rápido corregía el rumbo de su mirada. Del bolsillo de su bata azul, una de ellas sacó un pitillo que encendió con fingida naturalidad. Allí las mujeres no podían fumar, no lo habían hecho nunca. Con dos dedos y sin mediar palabra, el jefe le sacó el cigarrillo de entre los labios. “Fue muy chulo”, evoca María Antonia, que presenció la escena.

Al día siguiente, a cada paso del ingeniero en su inspección, las trabajadoras encendieron una a una un cigarrillo y acabaron para siempre con aquella ley no escrita. Desde entonces, fumaron en la fábrica como lo habían hecho los hombres desde su fundación. Pero no fue todo. “Las mujeres jóvenes que entramos esos años rompimos moldes”, afirma María Antonia. Comenzaron, con este, otros gestos: dejaron de callar ante las miraditas o los sobeteos, a agachar la cabeza ante las malas contestaciones y a cumplir las órdenes arbitrarias.

Para exigir guantes, mascarillas o calzado de seguridad paraban las máquinas. Pasaban del estruendo al silencio en unos segundos

Para exigir guantes, mascarillas o calzado de seguridad paraban las máquinas. Pasaban del estruendo al silencio en unos segundos y el suelo dejaba de vibrar. Lo difícil era ser la primera, cuenta María Antonia: “Muchas veces me tocaba a mí”. Los trabajadores de otras plantas subían rápido y la reunión daba comienzo. Ahí mismo organizaban los siguientes paros, hasta conseguir el material necesario. Los mayores no daban crédito. Años después, por convenio conseguirían unas horas semanales de asamblea dentro de la jornada laboral.

La puerta derecha, reservada para las mujeres, desde 2010 da acceso al centro social autogestionado. Ocupa solo la planta baja y el sótano, rehabilitados con una donación pública de 15.000 euros –un euro para cada metro cuadrado aproximadamente– por los nuevos inquilinos. Se trata de una cesión del Ministerio de Cultura, que abre, al tiempo, su propia sala de exposiciones, programada por el Museo Reina Sofía. La otra mitad del edificio está clausurada. Aún puede leerse Jefe en lo alto de una cartela que enmarca el despacho del director. Ahora es el cuarto para las asambleas.

Cuando cada día acompañaba a su madre al mercado de San Fernando, Isabel Gómez pasaba por la puerta de Tabacalera. Un día de 1976 decidió entrar a ver si buscaban personal. Y así fue. Su abuela, a quien no conoció, también trabajó allí. Isabel aún conserva una fotografía tomada dentro de la fábrica en 1936, tres días antes de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular. En ella, su abuela posa junto a otra veintena de trabajadores. Por el encuadre asoman las bateas de madera y una máquina. El gesto dominante es serio, pero se escapa alguna sonrisa. A la espalda, una bandera reza Viva el triunfo proletario.

Tras la guerra hubo purgas. Algunas cigarreras fueron detenidas por sindicalistas, la mayoría afiliadas a la Federación Tabaquera; como Eulalia Prieto, su fundadora, que conoció la muerte

Tras la guerra hubo purgas. Algunas cigarreras fueron detenidas por sindicalistas, la mayoría afiliadas a la Federación Tabaquera; como Eulalia Prieto, su fundadora, que conoció la muerte. A otras, las raparon en el patio antes de firmar su despido. La tradición revolucionaria de las cigarreras se quebraba. “Hubo un choque generacional”, dice Isabel, “porque las mujeres que quedaron en la fábrica eran adeptas al régimen. Nosotras, sin embargo, lo cuestionamos”.

Si bien comenzó en la limpieza, como estudiaba electrónica, cuando quedó una vacante en el mantenimiento, Isabel se convirtió en la primera electricista del país, algo que le valió una entrevista en Televisión Española. Vendía clandestinamente en la fábrica bonos de ayuda a las Comisiones Obreras. “Te llama el jefe”, escuchó una vez. “Nos han dicho que tienes propaganda subversiva en la taquilla”. El corazón a mil. La habían delatado. Dentro encontraron la caja de resistencia destinada a una compañera despedida. “La portera sacó la cara por mí, dijo que aquello era una tradición en la empresa, sin ningún significado político. Si no, tal vez hoy no estaría aquí”.

Isabel se resarció cuando el Partido Comunista fue legalizado. Lució una hoz y un martillo en la solapa del uniforme sin que nadie pudiera decir nada. Con ella, también lo celebró Manuela Ayuso, quien recuerda: “el trabajo era duro, pero lo vivíamos con mucha alegría, porque eran tiempos de esperanza”. Su primo, el pintor de la Tabacalera, su prima, cigarrera. Ella pasó 13 años limpiando la fábrica, pero su pasión era la peluquería. Por eso lavaba y cortaba a las compañeras en ocasiones especiales. Se reunían en la celebración, también en la tragedia.

La verja de Tabacalera que mira hacia Embajadores está pintada por un artista urbano. Rosa, amarillo, blanco y verde. Coloridas formas abstractas sin un patrón fijo. Allí, en esa misma glorieta, el 13 de enero de 1979 los estudiantes Emilio Martínez Menéndez y José Luis Montañés Gil fallecían a causa de los disparos de la policía. Sucedió al término de una manifestación contra el proyecto de ley del Estatuto de los Trabajadores, discutido en aquellas fechas por el Pleno del Congreso. Un testigo aseguró entonces al diario El Pais escuchar hasta quince tiros dirigidos contra el grupo de manifestantes que rodeaba a los agentes y les lanzaba objetos. Tras esos balazos, distinguió un cuerpo abatirse bajo su balcón. El fuego era directo.

El Gobierno Civil de Madrid suspendió cualquier protesta y acordonó al día siguiente el lugar de los hechos, a pesar de lo cual allí se depositaron flores e insignias de la izquierda extraparlamentaria, que convocaba una marcha en repulsa sin autorización. A ella se sumó la plantilla de la Fábrica de Tabacos –situada a escasos 300 metros– y la glorieta quedó preñada de monos y batas azules con crespones negros.

Desafiaban al gobernador Juan José Rosón, que dirigió la policía en la capital durante buena parte de la transición. Había ocupado cargos institucionales en el franquismo y se convertiría en ministro de Interior meses después, con los gobiernos de Suárez y Calvo-Sotelo. Su pasado en la dirección del Sindicato Español Universitario –fundado por Falange e impulsado personalmente por José Antonio Primo de Rivera– le dio fama de anticomunista. Ese día las cargas no se hicieron esperar.

“Éramos un blanco fácil”, asegura Isabel en referencia a sus uniformes. “Se nos veía mucho y golpeaban en las corvas para inmovilizarnos”. Corrieron a refugiarse en el interior de la fábrica, pero una compañera, afiliada a Fuerza Nueva, cerró para impedirlo. Arremolinadas en la entrada, consiguieron ponerse a salvo cuando una mano amiga abrió por fin de nuevo el portón. La policía les seguía de cerca pero el jefe de personal impidió su acceso sin una orden por escrito. En un comunicado, denunciaron aquella “agresión fascista” y publicaron el nombre y apellidos de quien la cometió.

Las antiguas fábricas se fueron vaciando poco a poco. La de Embajadores cerró definitivamente en 2000

A partir de la década de los 80, la empresa centralizó su producción en la planta de El Sequero, en Logroño. Las antiguas fábricas se fueron vaciando poco a poco. La de Embajadores cerró definitivamente en 2000. Algunas cigarreras, tras cursos de contabilidad o mecanografía promovidos por la propia Tabacalera, pudieron reubicarse antes en las oficinas. “Pero ya no era lo mismo”, asegura Manuela. “Nosotras conocimos el auténtico significado de la solidaridad”. Su hijo, sostiene, no puede decir lo mismo. “El mundo del trabajo ha cambiado mucho”.

Construido por Manuel de la Ballina, discípulo de Juan de Villanueva, arquitecto del Museo del Prado, la Tabacalera es uno de los pocos edificios industriales de estilo neoclásico en la capital. Sus fachadas, de líneas austeras, muestran cornisas separando las cuatro alturas y frontones en cada esquina. Allí donde estuvo el acceso de carros y camiones cargados de tabaco hoy hay un huerto; en el torrefactor ahora se hacen conciertos. Suena eco. El interior está oscuro, iluminado esencialmente por tres patios rectangulares. En la puerta principal, resaltada con un balcón corrido, hay una placa pintarrajeada. Es del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid y recuerda el valor del edificio. Aunque habitaron la fábrica y poblaron el barrio durante casi dos siglos, en ella no se dice nada de las cigarreras, forajidas al asalto de la Historia.

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