Xarxa Feminista PV

Nos levantamos y nos vamos

Viernes 3 de abril de 2020

Teresa Suárez 01/04/2020 Pikara

El grito de rabia de la actriz Adèle Haenel, protagonista de la película ‘Retrato de una mujer en llamas’, tras el premio a Roman Polanski como mejor director en la última edición de los premios César, ha provocado un punto de inflexión dentro de la industria cinematográfica francesa.

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La actriz Adèle Haenel. / Foto: Manfred Werner ( Wikimedia commons)

El pasado 28 de febrero se celebró en París la 45ª edición de los premios César, los galardones del cine francés. Una velada supuestamente destinada a destacar el trabajo de los y las mejores cineastas del país. Sin embargo, esta 45º edición se desarrolló bajo un contexto muy particular. Por un lado, la dimisión de toda la dirección de la Academia a tan solo dos semanas de la gran fiesta del cine francés, debido a las constantes críticas que llevaban recibiendo desde hace años por su elitismo, la falta de transparencia en sus prácticas y su poca diversidad. Y, por otro lado, las doce nominaciones de la película El Oficial y el Espía, del director franco-polaco Roman Polanski, objeto de doce acusaciones de agresión sexual y violación, diez de ellas siendo las víctimas menores de edad. Polanski es un fugitivo desde hace 40 años en búsqueda y captura por la Interpol tras la condena por la violación a la adolescente Samantha Gailey, de 13 años, en los años 70; un fugitivo protegido por Francia, país que salvo en contadas excepciones no extradita a sus ciudadanos, y apoyado por toda una industria cinematográfica donde la ley del silencio es la que impera.

Una ceremonia para cambiarlo todo

Si bien es cierto que los premios en sí importan cada vez menos al público -prueba de ello son las bajas audiencias que recibe año tras año- las manifestaciones organizadas el día de la ceremonia por grupos feministas como Osez le féminisme, Nous toutes o La Barbe, el juego de la prensa por aumentar la tensión y la polémica días antes de la gala, así como el anuncio en el último momento de la ausencia de todo el equipo de El Oficial y el Espía, han hecho que el interés por esta gala trascendiera las fronteras del propio cine.

Mientras que las primeras estrellas inauguraban la alfombra roja, a tan solo 300 metros cientos de mujeres se manifestaban en la plaza Ternes clamando justicia para las víctimas y pidiendo la condena de Polanski. Al mismo tiempo que la policía contenían el avance de las manifestantes, unas 50 mujeres consiguieron acceder a la entrada de la sala, derribando las verjas de contención al ritmo de cánticos como “Polanski, violador” o “Justicia cómplice”, y bajo la humareda roja de las bengalas, causando el caos durante unos minutos antes de ser duramente reprimidas por los gendarmes con gas lacrimógeno. Dos manifestantes fueron detenidas.

Aún con el eco de los gritos de las manifestantes resonando por las calles cercanas a la gala, la humorista Madame Foresti, maestra de ceremonias, intentaba amenizar una gala tensa sin dejar de lado la actualidad, bajo los silencios incómodos y las risas a destiempo.

El cine, como arte, como instrumento de comunicación, puede reflejar, denunciar, analizar los problemas o mostrar las múltiples realidades de nuestro tiempo. La industria cinematográfica es una de las tecnologías fundamentales en la creación, distribución y legitimación de representaciones normativas de género, clase, raza o sexualidad, tal y como lo señala la teórica feminista Teresa de Lauretis. Si bien la Academia recompensa películas con un mensaje claramente político como pueden ser Papicha o Los Miserables, dice celebrar la diversidad y aplaudir la valentía de personas como Adéle Haenel, primera actriz francesa en hacer públicos los abusos que sufrió siendo menor, o incluso recuerda el valor político del festival de Cannes en 1968, tal y como mencionó al inicio de la gala la actriz y presidenta de la ceremonia, Sandrine Kiberlain. Un discurso complaciente que choca con la realidad de una industria donde lo político es válido siempre que no ataque directamente al poder, a la trinidad masculina, blanca y heterosexual.

En plena gala, antes de presentar el premio a la mejor actriz revelación, la intérprete Aisa Maiga, coescritora del ensayo Negro no es mi trabajo, se atrevía a señalar la falta de diversidad de roles para actores y actrices racializadas, condenadas a papeles secundarios o tremendamente estereotipados. Un discurso antirracista recibido por buena parte del público como un ataque, un momento incómodo y vergonzoso porque saca a relucir una realidad molesta para el sistema dominante. Unas palabras que Maiga también defiende desde su posición como presidenta del Colectivo 50/50, agrupación creada por diferentes personalidades del mundo del cine tras el escándalo Weinstein, que reflexiona sobre cuestiones como el reparto de poder o la importancia de la diversidad para cambiar representaciones y legitimar nuevos caminos de creación.

Pese a que cada vez son más las mujeres que forman parte del mundo del cine, su trabajo sigue siendo en su mayoría invisibilizado. Así lo demuestra el estudio ‘El rol de las mujeres en la industria cinematográfica y audiovisual‘, realizado en el año 2017 por el Centro Nacional Cinematográfico francés, donde se analizan aspectos como las enormes diferencias salariales entre sexos, cómo las mujeres obtienen menores presupuestos para la realización de películas o las dificultades que encuentran para la distribución de las mismas. Los festivales o premios cinematográficos no son una excepción. Sin ir más lejos, en 45 años de Césars, solo una mujer ha conseguido el galardón a la mejor realización, Tonie Marshall en el año 2000 por Vénus Beauté (Institut). Algo que se repite en otros premios como son los Goya, con las victorias de Pilar Miró (1996), Icíar Bollaín (2003) e Isabel Coixet (2005, 2017); y en los Óscar del año 2009 con la victoria de Kathryn Bigelow en 92 años de historia. Unos datos que pese a los grandes discursos de igualdad demuestran que todo está por hacer.

Nos levantamos y nos vamos. Que os jodan.

Si Aissa Maiga se convirtió en una heroína para muchos con su discurso antirracista durante la ceremonia, la actriz Adele Haenel, nominada en la categoría de Mejor Actriz por su trabajo en Retrato de una mujer en llamas, la acompañaría minutos más tarde. Solo unas semanas antes de los premios, Haenel lo decía alto y claro en una entrevista para The New York Times: “Recompensar a Polanski es escupir en la cara a todas las víctimas”. Y así fue. Al grito de “¡Vergüenza!”, Haenel abandonaba la sala definiendo una gala hipócrita que minutos antes premiaba al actor Swann Arlaud por su papel en la película Gracias a Dios, que narra la batalla de las víctimas de la pederastia en la Iglesia, y que al mismo tiempo condecora por quinta vez a Roman Polanski como el mejor director. Otorgar un premio en este contexto no es inocente. Con esta recompensa la Academia envía un mensaje de poder, intentando restaurar su orden en pleno periodo de crisis y silenciando cualquier intento de expresión disidente.

Mientras que Adele Haenel dejaba la ceremonia, cientos de miles de personas contemplaban atónitos sus pantallas, intentando comprender qué acababa de pasar. Las reacciones no se hacen esperar. Algo acaba de romperse. Personalidades cinematográficas tan importantes como las actrices Fanny Ardant o Catherine Deneuve salen a la defensa del director, del hombre. No son las únicas. Mientras que los dominantes festejan la victoria, la gente oprimida, invisible, aquella fuera de la norma, observa el gesto de Haenel con admiración y valentía. Desde el periódico progresista Libération, la autora Virginie Despentes define este momento como un punto de no retorno, dedicando unas palabras directas a los todopoderosos: “El mundo que habéis creado para reinar es irrespirable. Nos levantamos y nos vamos. Se acabó. Nos levantamos. Nos vamos. Gritamos. Que os jodan”,

A través de etiquetas como #JesuisVictime o #CesarsDeLaHonte (Soy Víctima o Césars de la vergüenza) miles de mujeres comparten sus historias de abusos y aplauden la reacción de Haenel. La visibilización de las opresiones ante la liberalización de la palabra es un pilar de una nueva ola feminista que Francia observa desde hace varios meses con la lucha contra los feminicidios o contra el acoso callejero.

La dignidad de Adele Haenel es el símbolo de que algo está cambiando y esta vez no está sola

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