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“No podemos seguir compartiendo espacios de lucha con violadores”

Domingo 25 de diciembre de 2022

BERTA CAMPRUBI 14/12/2022 Pikara

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Ángela Ocampo (izda.) y Mayra Acunya. /Foto: Berta Camprubí

Mayra Acuña y Ángela Ocampo, activistas feministas de Colombia y sobrevivientes de violencia machista, han creado su propio colectivo después de pasar más de 20 años en organizaciones mixtas.

Mayra Acuña y Ángela Ocampo, activistas feministas de la ciudad colombiana de Cali, están de gira por Europa para denunciar las violencias patriarcales vividas durante el paro nacional en su país y articularse a otros colectivos. Sus trayectorias personales y las violencias de género vividas en distintas organizaciones sociales colombianas las llevaron a fundar La Manada Feminista, un colectivo que lucha en la defensa de los derechos humanos y acompaña procesos organizativos de mujeres de su región.

¿Por qué fue necesario crear La Manada?

Mayra Acuña. Cuando Ángela y yo nos conocimos, nos encontramos con que las dos veníamos de rupturas con organizaciones mixtas en las que habíamos trabajado y luchado por 20 años. Las dos teníamos experiencia en derechos humanos y habíamos sufrido violencia basada en género al interior de esos espacios. Hablamos de violencia sexual, psicológica, simbólica y lo que eso también representa en términos de violencia política: que se nos excluyera, que no se nos dejara participar de ciertas acciones. Y nos acabó pasando lo que les pasa a muchas: nos autoexiliamos de los mismos procesos de lucha social en los que habíamos puesto la cuerpa, como decimos nosotras. Yo estaba lastimada y dolida, pero Ángela me animó a crear un espacio en el que pudiéramos trabajar desde nuestra experiencia, defendiendo los derechos humanos de las mujeres, las personas trans y no binarias. La Manada nace como una apuesta en ese sentido.

La Manada tuvo un papel relevante en la defensa de los derechos humanos durante el paro nacional colombiano de 2021.

Ángela Ocampo. Primero resaltar que, durante el estallido social o paro nacional que venía ya desde 2019, Cali fue un laboratorio de criminalidad estatal, sin dejar de decir que vivimos en una situación permanente de terrorismo de estado. Además, el impacto de la pandemia de la Covid-19 develó la pandemia en la que siempre hemos estado las mujeres por el patriarcado: el aislamiento social evidenció una violencia que se dio en el confinamiento y que es la que vivimos las mujeres, personas feminizadas, niños y niñas en la casa siempre. Esto, sumado a la reforma tributaria y la reforma a la salud, causó un gran descontento social y salimos a las calles. La violencia social que vivimos fue absolutamente desbordante incluso sin precedentes en la historia de paros en Colombia. Nosotras hicimos cubrimiento de las movilizaciones y los puntos de concentración, atención de denuncias, gestión de casos, acompañamiento en medio de las agresiones.

¿La violencia estatal se aplicó de manera diferenciada en los cuerpos de las mujeres?

Ángela Ocampo. Hay unas cifras alarmantes de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales por parte de la policía, uso desmedido de la fuerza, detenciones ilegales, lesiones oculares y violencia basada en género sobre mujeres y disidencias sexuales y de género. Esto significó un impacto muy importante. Pudimos documentar e identificar expresiones de esa violencia policial patriarcal y racista que nos deja un informe con características y patrones de conducta de la policia que demuestra que hay un ensañamiento específico sobre los cuerpos feminizados y racializados en Colombia. La policía en Colombia forma parte del Ministerio de Defensa, es una policía que está formada para la guerra y que la da a la población civil tratamiento de guerra; y, en manera específica, en Colombia siempre se ha estigmatizado y criminalizado el pensamiento político, el pensamiento crítico y la oposición política.

¿Pueden explicar porque esa violencia de estado sufrida por parte del pueblo colombiano, sobretodo la población feminizada y racializada, es colonial?

Ángela Ocampo. Es una lógica colonial por varios aspectos: primero porque, en términos geopolíticos, el estado colombiano está al servicio de los intereses de los poderes económicos y políticos extranjeros. Vivimos en un país que es una colonia, un territorio estratégico para la política exterior del norte global, de Estado Unidos, y que en el marco de los derechos humanos es un territorio que sirve para mostrar resultados en los indicadores de los Objetivos [de Desarrollo] del Milenio que tienen que ver con la política internacional de los derechos humanos. En Colombia hay gran interés por parte de la cooperación internacional por apoyar los Acuerdos de Paz o los movimientos sociales donde muchas veces se termina imponiendo una agenda que dan unos resultados que hagan subir unos indicadores que supuestamente demuestren que está bajando la pobreza, está bajando la desigualdad y que está subiendo la equidad de género. Es importante identificar esto porque estas cifras que salen de Colombia no muestran la profunda desigualdad que persiste y esto lo que hace es que la desigualdad se mantenga. Por otro lado, es colonial porque hablamos de una violencia estatal que se expresa diferente sobre los cuerpos blanco-mestizos masculinos cis heterosexuales, quienes viven una violencia estandarizada –que en Colombia significa agresiones, tortura, desapariciones, montajes judiciales etcétera- y la que viven los cuerpos feminizados y racializados. Esta es la parte de la colonialidad que no se ve, que no se habla, que es la violencia estructural patriarcal y racista que conlleva la colonialidad, y esta es anterior al capitalismo, donde encontramos otro tipo de ensañamiento y crueldad sobre los cuerpos de las personas feminizadas y racializadas. Ese trato diferencial viene precisamente de esa herida colonial, de jerarquizar las vidas y las existencias: hay unas vidas que valen y otras que no. Hay unos cuerpos a los que se tortura sexualmente además de los otros tipos de tortura, en donde se ejerce violencia sexual como correctivo social y como sanción política.

Mayra Acuña. Ahí hay otro elemento: las economías extractivistas y el narcotráfico que también sostienen al norte global; seguimos con esta herida colonial y muchas de las comunidades indígenas afro, campesinas que sufren violencias por parte del paramilitarismo, por ejemplo, es porque son travesadas por el extractivismo, ya sea en la Guajira con el carbón, en el Norte del Cauca con las plantaciones de coca y marihuana. No solo fue el oro que nos robaron hace 500 años, sigue pasando, sigue habiendo explotación y se siguen ejerciendo violencia para poder explotar.

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Mayra Acunya (izda.) y Ángela Ocampo. /Foto: Berta Camprubí

Y es una violencia que ha penetrado hasta el interior de las organizaciones sociales, como contaban. ¿Qué hicieron o que hay que hacer frente las violencias machistas que ocurren dentro de los espacios de lucha social?

Mayra Acuña. Lo primero es dejar de callar. Esa es nuestra apuesta feminista, que es muy difícil y que nos atraviesa diariamente y nos atraviesa a todas las mujeres en el mundo. Nosotras exponemos en todos los espacios, en todos los lugares que ocupamos, que nosotras somos víctimas o sobrevivientes de violencias de género y política al interior de organizaciones de izquierda. Exponerlo, decírselo a la otra y que entre varias nos acuerpemos, solo así se transforma, no tanto a nivel individual sino colectivo. Es muy importante poner eso en el centro: la violencia política no es solo la que ejerce la derecha o el statu quo sobre nosotras, sino que también la ejercen las personas que esperaríamos que fueran nuestros pares en la lucha. Y a partir de la visibilización de nuestros casos, nos vamos a ver qué está pasando en otras organizaciones sociales, observando también la violencia que viven las personas trans y no binarias. Hubo mucha resistencia, hubo ataques personales. Y vimos que a las mujeres que todavía están en organizaciones no mixtas se les complica mucho señalar; a veces, les da miedo porque o están viviendo violencias en su organización o están encubriendo violencias.

Ángela Ocampo. Yo añadiría que es muy importante tener espacios no mixtos para poder hablar de las violencias, sino es así no sale. Estos espacios no mixtos dan las pistas de hacia dónde apuntar, sino lo hacemos nosotras nadie lo va a hacer.

¿Habéis podido identificar que se viven violencias en todas las organizaciones sociales o de izquierda?

Mayra Acuña. Hemos hecho un estudio, con una apuesta metodológica desde la educación popular, con mujeres de 20 organizaciones diferentes, espacios estudiantiles, campesinos, mujeres reincorporadas de grupos armados, defensoras de derechos humanos, un espacio muy diverso. Pudimos identificar tres cosas: que en todos esos espacios y organizaciones se dan todos los tipos de violencias basadas en género, sexual, económico, psicológica, simbólica, física, espiritual; que en todas se da una feminización de las tareas del cuidado, es decir, la economía del cuidado de la izquierda en Colombia la seguimos sosteniendo nosotras y nosotres, hacemos el café, limpiamos, hacemos la relatoría etcétera; y que se nos sigue excluyendo de los lugares de poder, se nos excluye de las vocerías. Otro elemento claro que vimos fue que las mujeres que llegan a esos espacios de poder pasan por un proceso de masculinización de su liderazgo.

En algunos sectores digamos progresistas colombianos, sobre todo rurales, la palabra feminismo aun no está aceptada, sea por desconocimiento, sea porque la asociación con el feminismo hegemónico blanco.

Ángela Ocampo. Pasa que en las comunidades rurales, indígenas, afros, campesinas, no sucede nada que no suceda en las organizaciones de izquierda y es que no se reconocen el machismo y el sexismo con el que se nos trata. Y no se reconoce que esta lucha, la de las mujeres, es una lucha que venimos dando: no es que las feministas europeas nos han venido a hablar de eso, sino que nosotras las mujeres de Abya Yala ya estamos luchando desde hace 500 años. Además, el feminismo es prolifero, el blanco occidental es un feminismo, y hay feminismo negro, indígena, de Abya Yala, comunitario o popular, que es desde el que nosotras nos paramos como La Manada, que reivindica nuestra historia, nuestras formas, nuestras raíces y reivindica también una deuda histórica: la justicia de género o justicia feminista. Y bien, el lenguaje no debe ser un problema, si alguien no lo quiere llamar feminismo no es importante, lo importante es que se aborden las violencias que vivimos como mujeres.

Hemos visto cada vez más ejercicios de justicia popular feminista: ¿qué creen que tenemos que hacer delante de una agresión?, ¿qué hacer con los agresores en nuestro día a día?

Mayra Acuña. La experiencia se ha creado con el camino colectivo de acompañamiento y lo primero que hay que tener en cuenta es que en el centro está la persona que sufrió la violencia, no el agresor. Que cuando hablemos de justicia, primero hablemos con la persona que vivió la violencia y a partir de ahí se piense en las vías que van a devenir, primero nosotras, nuestras necesidades, nuestro cuidado. Las apuestas de justicia feminista son muy diversas, con ejercicios de tribunales, pero creo que es muy potente la vía de la denuncia pública, el escrache, pero si se piensa como un proceso integral, como uno de los pasos en el proceso de acompañamiento. La justicia es un camino, no es estática, es distinta para cada caso a través de cada violencia específica.

Ángela Ocampo. Hay que denunciar a los agresores, no podemos seguir compartiendo espacios de lucha, de organización con violadores o con agresores sexuales. Esto no es de poca importancia, es una vulneración grave a los derechos humanos. Es un ejercicio de coherencia con nuestra defensa del territorio, de la vida, de la dignidad. Entonces tenemos la justicia penal patriarcal que tenemos, que funciona para los más empobrecidos y racializados, pero también hay formas de justicia propia o feminista donde tiene que darse una sanción social que sea al nivel de la agresión. No podemos seguir soportando que le den seis fuetazos a un violador o que les coloquen en el cepo un día o que solamente se los denuncie en público como violadores, eso no es justicia. Una violación o agresión sexual queda para toda la vida para la persona que la sufrió, hay que contextualizar eso y trabajarlo en los procesos comunitarios para que los agresores no sigan ocupando cargos de responsabilidad y tenga que pagar y reparar de una forma concreta aterrizada en las necesidades de sanación de la persona victimizada.

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