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Ni una menos sin vivienda: el feminismo y la lucha por un espacio para habitar

Domingo 25 de octubre de 2020

En Argentina o en España las mujeres están en primera línea contra los desahucios, en las ocupaciones de tierras, al frente de los movimientos contra el alza de los alquileres o en defensa de los espacios comunes

Josefina L. Martínez 23/10/2020 CTXT

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Una mujer con su hijo ocupando Guernica (Argentina). Filo News

La pandemia ha desatado una crisis sin precedentes en todo el mundo que afecta especialmente a los barrios populares de las periferias urbanas, allí donde habita una clase obrera precaria, feminizada y racializada. Muchas se han quedado sin empleo o con ingresos recortados, trabajadoras que a veces tienen que elegir entre dar de comer a sus hijos o pagar el alquiler.

En Argentina, el país donde nació el movimiento Ni una menos, referentes del feminismo y las disidencias sexuales han firmado un manifiesto que exige “Ni una menos sin vivienda”. Integrantes del colectivo Actrices Argentinas, periodistas y escritoras, la portavoz de Madres de Plaza de Mayo Línea fundadora, Nora Cortiñas, y las diputadas de izquierda Myriam Bregman y Patricia Walsh, entre otras, se han pronunciado contra el desalojo de las mujeres que ocupan tierras en la localidad de Guernica, en el sur del área metropolitana del gran Buenos Aires.

"En Guernica 2.500 familias instalaron construcciones de chapa, plástico y madera cuando la cuarentena estranguló la economía argentina"

En Guernica –vaya nombre para una toma de tierras asediada por la policía bonaerense– 2.500 familias instalaron construcciones de chapa, plástico y madera hace varios meses, cuando la cuarentena por la Covid estranguló la economía argentina. Muchas de las mujeres que hoy cuidan las improvisadas chabolas son empleadas del hogar, solas o con esposos que trabajan en la construcción, inmigrantes de los países vecinos o que llegaron desde las provincias más pobres del país. Los terrenos estaban vacíos y ellas los ocuparon; ahora resisten: piden tierras para vivir.

“Somos mujeres que toda la vida hemos trabajado y nunca el Estado nos ha dado la oportunidad de una vivienda digna para nuestras familias. Muchas hemos tenido que dejar nuestro hogar por violencia de género. Otras somos madres solteras, viudas, y que no hemos podido pagar el alquiler ya que perdimos nuestro trabajo a causa de la pandemia”, explicaban desde la Comisión de Mujeres Organizadas para la recuperación de tierras de Guernica. “Estamos acá las mujeres, muchas mujeres con niños, mujeres con violencia de género que se han ido de su casa justamente por eso. Nos quieren sacar y la verdad no tienen dónde ir”, aseguraba Juana Acuña, una de sus portavoces, en una entrevista radial.

Las familias de Guernica enfrentan estos días una intensa campaña de criminalización en los grandes medios, muy similar a la que se escucha en las tertulias televisivas españolas contra los “okupas”. Que son “chorros” [ladrones], que toman tierras para después alquilarlas, que no quieren trabajar o que están promovidos por la izquierda radical. El típico relato racista y clasista que ha utilizado desde siempre la clase media alta en Argentina contra los sectores populares, preparando el terreno para respuestas represivas, que, en este caso, implementaría el gobierno ‘progresista’ del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, alineado con el gobierno nacional. ¿Cómo es posible que en un país donde abunda la tierra, con cientos de miles de hectáreas desiertas o plantadas de soja, no se pueda levantar un hogar en un pequeño trozo de suelo?

Cada año, el Encuentro Plurinacional de Mujeres y Disidencias convoca a decenas de miles de mujeres de todo el país. Esta vez, debido a la pandemia, por primera vez en más de dos décadas, fue suspendido. En la misma fecha en que debía realizarse, una delegación de maestras, enfermeras, estudiantes y profesionales de la salud se acercaron hasta Guernica para mostrar su solidaridad con las mujeres de la toma: “Si tocan a una, tocan a todas”.

“En vez de pagar el alquiler, yo tengo que alimentar a mi hija”

“Soy Judith y apoyo la huelga de inquilinos. Soy familia vulnerable, no puedo pagar el alquiler. Estoy comprando la comida para poder darle de comer a mi hija. Mi casero es del fondo buitre Blackstone. Que ellos no cobren, un mes, dos meses, no les afectará en nada. A mí, en la situación que ahora me encuentro, me afecta mucho pagar el alquiler”. Con un video publicado en Twitter a comienzos de abril una mujer migrante se sumaba a la campaña del Sindicato de Inquilinos por la suspensión del pago de los alquileres.

Durante el 2019, mucho antes de la Covid, el 70% de los desahucios en España ya estaban motivados por impago de alquileres, con ratios que crecían exponencialmente en las ciudades más turistificadas. Durante años, los gobiernos del PP y el PSOE promovieron leyes que favorecieron la especulación inmobiliaria, la burbuja del alquiler y la privatización de los espacios públicos. Y a pesar del relato del gobierno progresista, los desahucios no han cesado.

En medio de la crisis, las mujeres se ponen al frente de los movimientos por la vivienda, en plataformas contra los desahucios y los sindicatos de inquilinas; ellas tejen redes, actúan como puente entre los movimientos vecinales y la clase trabajadora, territorializando la lucha contra la usura de la banca y los especuladores. En los movimientos por la vivienda siempre están las mujeres. Porque el capitalismo estableció históricamente una separación entre lo público y lo privado, anclando a las mujeres con múltiples cadenas materiales y morales en el espacio de la familia patriarcal. Ellas también podían salir a trabajar en fábricas y talleres (lo hicieron siempre), pero “su lugar” estaba puertas adentro. En los centros domésticos de la reproducción social, las mujeres trabajadoras realizan esas tareas, invisibles pero esenciales, para la reproducción de la mano de obra. Sin embargo, la voracidad de ganancia del capital no se contiene y degrada hasta el límite físico las condiciones de su propia reproducción; solo se trata de la vida de la clase obrera.

“Queremos pisos. Nos come la humedad y hasta los bichos”. La fotografía en blanco y negro muestra en primer plano una pancarta pintada a mano. Año 1977, es invierno en Madrid y un grupo de mujeres posa para las cámaras frente al Ministerio de Transportes y Comunicaciones. Algunas sonríen. Son vecinas del barrio de Villaverde, que han llegado hasta el centro para exigir viviendas dignas, después de que fuertes inundaciones arrasaran el barrio de pequeñas casitas y chabolas. “Tenemos derecho a un piso. O nos lo dan, o lo cogemos. Asamblea por la casa” es el lema de otra manifestación en Pamplona, por la misma época. Las instantáneas delinean los contornos de ese gran movimiento por la vivienda que emergió en los últimos años del franquismo y durante la Transición. Las asambleas vecinales no solo pedían viviendas en condiciones, también exigían centros de salud y hospitales, escuelas, servicios públicos y transporte para los barrios populares de Carabanchel, Vallecas o Nou Barris. Cuarenta años después, asambleas de vecinos y vecinas se convocan en esas mismas esquinas, demandando más médicos y enfermeras en los centros sanitarios, más profesores en las escuelas y más frecuencias en el transporte público, la única forma de protegerse contra los efectos de una pandemia que sí entiende de clase.

La crisis de la reproducción social: patriarcado, racismo y capitalismo

Las penurias de la vivienda han sido una constante en toda la historia del capitalismo, agravadas en cada crisis. Y no van a desaparecer en una sociedad que organiza el espacio urbano en base a las abismales desigualdades que lleva inscritas en su ADN. Un sistema que ha establecido una oposición artificial entre el campo y la ciudad, levantando megalópolis donde millones de personas viven hacinadas sin servicios básicos, solo para abastecer al capital de mano de obra barata, precaria y disponible, en los alrededores de los centros productivos. Ciudades que también espacializan el racismo: basta tomar una línea de metro en París o Madrid para moverse desde los núcleos céntricos, turísticos, comerciales y blancos, hacia las empobrecidas periferias de color –la Ley de Extranjería delimita fronteras internas–.

"Urge que el movimiento feminista pueda rearmarse desde estas luchas, echando raíces en los movimientos que vienen desde abajo"

Pero esta gentrificación de las ciudades, fenómeno exacerbado en las décadas del neoliberalismo, no es ninguna novedad. En el último tercio del siglo XIX, cuando Haussmann delineó el nuevo trazado de grandes avenidas en el centro de París durante el Segundo Imperio, tenía al menos tres objetivos: dificultar la construcción de barricadas, expulsar a las poblaciones obreras del centro de la ciudad y favorecer la especulación inmobiliaria, mediante la construcción de viviendas de lujo y nuevos centros comerciales.

Contra estas tendencias, que dificultan el acceso a la vivienda, encarecen los alquileres y privatizan el espacio, las mujeres de la clase trabajadora han opuesto una endiablada resistencia a lo largo de la historia: piquetes de mujeres, coordinadoras barriales, huelgas de inquilinas, ocupaciones de mercados y verdaderas rebeliones. En los tiempos que corren, otra vez ante una crisis que parece no tener fondo, urge que el movimiento feminista pueda rearmarse desde estas luchas, echando raíces en los movimientos que vienen desde abajo, y no en los cómodos sillones de un despacho ministerial. Hacer confluir la potencia del feminismo, los movimientos sociales y la clase trabajadora para exigir algo elemental, algo que no debería ser un negocio: el derecho a habitar ese mundo, y, quizás también, el derecho a transformarlo.

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