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Mujeres en la guerra: hablé con ellas

Miércoles 13 de abril de 2022

Lola, Melania, Mila y Elena son mujeres atravesadas por la guerra de Ucrania. Su voz no será escuchada en los grandes medios pero será necesario contar con ellas para imaginar la paz por venir.

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DIEGO HERRERA

Irene Zugasti Hervás 9 ABR 2022 El Salto

Hace un puñado de semanas, Kyiv era una capital al este de nuestro universo, no mucho más lejos que Moscú en el imaginario de Europa oriental, esa estepa idealizada y remota donde ­escriben en cirílico y donde, según nos cuentan, están algo faltos de democracia. Entonces empezamos a hablar de escalada y de guerra híbrida —que es esa forma pedante de explicar que los conflictos armados tienen mucho más que armas—, y de ahí a una guerra relámpago que resultó no serlo tanto y que ha acabado por ser una guerra de posiciones y de desgaste; y no me refiero a las trincheras.

Así, entre lanzamisiles y corredores, ofensivas y propaganda, en la espiral de fervor bélico que nos inundaba y en la urgencia de posicionarse para salir en la foto, algunas voces feministas vinieron a cuestionar el relato, a pedir una tregua o, al menos, un momentáneo alto el fuego entre tanto disparate, una palabra que, por cierto, comparte raíz con “disparar”.

No todas esas voces ­sonaron del mismo modo ni de la misma forma, pero sí abrieron el foco más allá de las crónicas de sangre del telediario. Hubo quienes plantearon que la ­guerra era una cosa de señores contra señores, y, aunque no les faltaba razón, ese planteamiento volvía a hacer invisibles a las mujeres. Señores son, sin duda, quienes controlan y acumulan la riqueza del gasto militar; quienes lideran ejércitos y misiones diplomáticas. Señores son los oligarcas que llevan décadas acaparando empresas y sectores clave en la región a costa de la desigualdad y la corrupción. Pero también hay mujeres, muchas, en esas estructuras militares o políticas, villanas y heroínas, que merecían ser contadas.

Hablaron también aquellas que ­plantearon el riesgo de la violencia ­bélica para nosotras, para las de siempre, y, aunque les afearon eso de hablar de género mientras los hombres se batían en el frente, nos recordaron que somos la mitad del mundo, y también somos la mitad de la guerra. La violencia ­sexual, la explotación, la vulnerabilidad y el peso del postconflicto caerían sobre sus espaldas y en esa victimización ­volverían a convertirse en arma contra el enemigo.

No se equivocaron, pues ha habido que esperar a la maldita guerra para que las traficadas o las víctimas de los vientres de alquiler ­merezcan titulares. Volvieron también —en realidad nunca se habían marchado— esas otras feministas que nos recordaron la dignidad del pacifismo militante, ese para el que pusieron el cuerpo las mujeres de negro en Yugoslavia o esas galesas bravas que se plantaron frente a los misiles nucleares de la OTAN en 1981; las rusas del “pan y paz” de 1917 o las madres que buscaron a sus desaparecidos en ­Argentina.

No han tenido mucho espacio en las tertulias ni en las grandes cabeceras, tampoco en los parlamentos ni en las tribunas, pero cuando haya que ponerse el traje de pacifistas —ojalá sea pronto—, no dudo de que nos acordaremos de ellas. Pero quizá volveríamos a ­cometer el mismo error de siempre: hablar por ellas desde el privilegio de la paz, desde nuestros académicos análisis sobre geopolítica o género, o, peor incluso, desde la presión de tener que poner un micrófono en la cara a quienes se encuentran en medio de una huida. Por eso hablé con ellas, no de la guerra en sí, sino de todos sus grises, de esas preguntas que, a menudo, no me atreví a formularles. Intenté hacerlo desde la confianza y el respeto y no desde la urgencia o la necesidad de encajarlas en mi narrativa. Tuve que descabalgarme de muchos prejuicios, tocar demasiadas puertas, molestar quizá a demasiadas amigas. Y mi única certeza es que todavía tengo muchas preguntas.

Lola Tagaeva, fundadora de Gender Team y organizadora del MoscowFemFest

Hablé con Lola Tagaeva desde un Starbucks de Praga, lejos de su Moscú natal. Lola es periodista, fundadora de Gender Team y desde hace cinco años organizadora del MoscowFemFest, una iniciativa pionera en Rusia en la que mujeres de todo el mundo se encuentran para hablar, por ejemplo, de urbanismo, de violencia sexual, de brecha salarial y hasta de masculinidades. La última edición fue contestada con una importante represión policial, cuenta. “Cada vez es más y más difícil”.

Le pregunto cómo es ser feminista en Rusia. “Se nos acusa de promover los valores occidentales. El gobierno ataca constantemente a la igualdad de género: su ideología se basa en el tradicionalismo, en la familia”. Lola insiste mucho en comparar las recientes iniciativas de mujeres por la paz en su país con la lucha contra la violencia machista que llevan años abanderando. “No existe ninguna ley que proteja a las mujeres, ni políticas de prevención... he llegado a acompañar hasta 15 veces a comisaría sin éxito. Si denuncias, te dicen que la próxima vez seas más lista, más sumisa, que no le enfades”. Le digo a Lola que me duele escuchar esa situación en el país que alumbró a Zetkin, a Kollontai, a las grandes revolucionarias de los derechos de la mujer. “La mujer era el segundo género en la Unión Soviética. Pusieron su trabajo al servicio de las fábricas, conquistaron derechos laborales, el derecho al voto, pero, al llegar a casa, seguían teniendo que limpiar para su marido”.

Que las mujeres lideren el movimiento pacifista en Rusia no es casual, me dice: “Estamos más organizadas, no tenemos liderazgos y funcionamos de forma horizontal. Muchas han dejado Rusia y están fuera del país”. Me gustaría acudir al próximo FemFest en Moscú, aunque ambas coincidimos en que no parece fácil que vuelva a celebrarse.

Mila: vivir hoy en la Unión Europea siendo rusa

Hablé con Mila, pero Mila ni siquiera se llama así. Prefiere ser un testimonio anónimo por seguridad. Hace unas semanas vio el anuncio de un teatro local donde se representaba El Lago de los Cisnes, de Tchaikovsky, en el que se leía: “Ningún ruso está implicado en la representación de esta obra”. Es rusa, aunque trabaja desde hace años en una ciudad europea. “Es complicado expresar cómo me siento cuando observo estos prejuicios contra la gente rusa. No es comparable con el sufrimiento de las personas ucranianas, pero es doloroso: implica pensar a cada uno de nosotros y nosotras como un potencial espía, como una amenaza”.

Me pone como ejemplo las universidades estonias que han prohibido el acceso a estudiantes de su país. Le contesto que no son las únicas, pues la universidad de Valencia recomendaba hace unos días a sus alumnos rusos regresar a casa advirtiéndoles de que cortarían cualquier colaboración académica en la que participen. Os sorprenderíais si conocierais a Mila y esperaseis otra eslava de ojos claros; ella de origen yakutiano, en la región noreste del país. “Esto también conforma mi visión de las cosas. Hay un colonialismo que muestra a Rusia como una nación homogénea, eslava, sin espacio para las minorías”.

Mila me enseña que hay dos palabras para definirse allá: russkiye, que la mayoría de las veces significa “rusos étnicos”, y rossiyane, que significa “ciudadanos de Rusia”. Sus palabras van desmadejando la complejidad de una región vasta y compleja, complejísima, donde las cosmovisiones ideológicas o el sistema de partidos no se pueden explicar con lógicas tan nuestras, tan occidentales. Me quedaría a tomar muchos otros cafés con Mila.

Melania Carnevali, periodista de guerra

Hablé con Melania Carnevali, una periodista del Tirreno a la que conocí por su trabajo ­cubriendo la región de Donbass hace años, cuando de esta guerra no hablaba nadie. Su periódico le envió a cubrir el viaje de unos italianos hacia Ucrania, pero cruzó la frontera y llegó hasta Kiyv. “He estado en Kurdistán y en Iraq y necesitaba verlo con mis ojos”.

Como Melania, otras muchas periodistas hacen corresponsalía de guerra y ya no son excepciones. Aún recuerdo con grima como Pérez-Reverte retrataba a las periodistas que cubrían Sarajevo en Territorio Comanche escribiendo aquello de que “hay mujeres que tienen un par”.

Melania dice que el recibimiento en Kyiv “ha sido muy respetuoso, seguro, y con muy buenas condiciones de trabajo. Creo que es uno de los países donde yo, como mujer periodista, he sido mejor recibida. Honestamente, pensé que iba a ser más difícil”. Le pregunto qué diferencias encuentra con su trabajo en la zona este del país, que arrastra ocho años de conflicto y de silencio. “Cuando estuve en Donbass, lo que me llamó la atención fue que era un montón de escombros. Y no solo por la guerra, sino por la pobreza. Una periodista de Lugansk que escribe bajo seudónimo compara su ciudad con una botella de cerveza vacía abandonada en un banco. Y es la imagen correcta”.

En Kyiv o Lviv Melania sí percibe “el esplendor de las ciudades aún bajo los bombardeos”. La ayuda humanitaria funciona bien, dice: “En Vaskylkiv, al sur de Kyiv, hay un restaurante gratuito en el centro cultural y en Lviv hay un campo de ayuda siempre operativo”. En Donbass poco o nada había de eso, y lo que había se organizaba a nivel comunitario. Melania ya ha regresado a casa, como muchos corresponsales. Pero dentro de unos meses, quizá unos años, sospecho que regresará a Ucrania, como también sospecho que la larga posguerra no agolpará tantas cámaras, corresponsales y voluntarios en las fronteras.

Elena Zaslavskaya, poeta y escritora desde Lugansk

Hablé con Elena Zaslavskaya. Elena es poeta y escritora, y desde 2014 sus correos son mi ventana a su realidad. Vive en Lugansk —República Popular de Lugansk, como ella misma apunta, en los territorios de Donbass al este de Ucrania— y sus versos sobre la guerra, la patria o la paz explican otras formas de entender esta historia, opiniones que muchos censurarían en Europa.

Para Elena, la discriminación del gobierno ucraniano hacia la población de habla rusa inició esta guerra. “Desde hace ocho años, Ucrania no ha proporcionado alternativas a una solución militar del conflicto. Quien siembra vientos…”. Cuando le pregunto cómo se imagina el escenario tras la guerra, afirma rotunda que será “la completa desnazificación y desmilitarización de Ucrania”. Respecto de las mujeres en el conflicto, “cada una hace lo que puede desde la posición en la que se encuentra: una francotiradora, una profesora, una enfermera o una poeta, como yo”.

Tengo mucho interés en saber qué piensa Elena sobre cómo retratamos su realidad en este lado del mundo. “Sé cómo los medios occidentales han reflejado el conflicto entre Ucrania y Donbass, y la operación especial rusa para desnazificar Ucrania. Es una imagen extremadamente sesgada porque nuestras webs están bloqueadas y no se puede acceder a medios rusos”. Elena no comparte la visión del feminismo pacifista occidental: “El rol del feminismo occidental es decorativo, y esconde tras las mujeres los intereses de ciertos grupos de poder. En la guerra, cuando miras a la muerte a los ojos, todos estos juegos sobre el estatus y las jerarquías sociales pierden el sentido porque lo que se vuelve verdaderamente importante es salvar, ayudar, apoyar, amar”.

Sería fácil retratar a Elena como una enemiga. Pero recuerdo muy bien cuando, estando confinada al inicio de la pandemia, Elena me envió un montón de poemas infantiles para que tradujese y leyese a los niños y niñas de mi país. Poemas que hablaban de cosas alegres, de esperanza, de personajes fantásticos y aventuras lejos del virus. No, no es tan fácil tener enemigos.

He hablado con muchas otras que se echan de menos en estas páginas: las niñas que han llegado, temblando, a un colegio del sur de Madrid sin hablar una palabra de castellano y sin saber cuándo volverán a casa. Las trabajadoras de ONG abrumadas por los acontecimientos. Las periodistas que han tenido que autocensurarse por miedo a las consecuencias. Las pacifistas que denuncian una ley marcial que militariza y condena a quienes no quieren hacer la guerra. Las militantes políticas que tienen miedo a las detenciones y a las torturas. Las voluntarias que llevan horas de carretera, de carga y descarga por toda Europa.

Muchas no han querido hablar. Y a otras muchas no he sabido llegar: a las romaníes, a las disidentes, a las desencantadas, a las devastadas. Espero que podamos construir espacios seguros donde poder escucharlas cuando quieran y puedan contarlo. No serán platós ni grandes mesas redondas, pero serán espacios de cuidado y de respeto, y serán nuestros.

Por cierto, a todas ellas les pregunté por la paz. Hablamos del odio, del perdón, de la reconciliación y del rencor, del reconocimiento y de los derechos. No todas coincidían en el cuándo, ni en el cómo, ni en las consecuencias, pero sí en el derecho y el deseo —humano, obvio y necesario— de vivir en paz. La gente de a pie no vamos a estar en las mesas negociadoras, en los consejos de administración ni en los mandos militares que diriman esta guerra, pero hay una paz cotidiana que sí es nuestra responsabilidad y que nos pide, con ­urgencia, que dejemos de hablar de ellas y empecemos a hablar con ellas.

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