Xarxa Feminista PV

Mujeres del agujero

Miércoles 14 de septiembre de 2016

Obviadas por la épica obrera que ensalzaba al varón asalariado, las mineras vascas sostuvieron la industrialización desde la sombra. Picaban, lavaban minerales, producían dinamita, acogían a trabajadores en sus casas y resistían al juicio social que no las consideraba ni obreras ni mujeres.

Itziar Pequeño y Teresa Villaverde Pikara

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Imagen del Archivo el Museo de la Minería del País Vasco y del Archivo Municipal de Fotografías del Ayuntamiento de Muskiz

Las calles de La Arboleda, cuna de la minería en Euskadi, hablan de trabajadores ilustres y valientes que hicieron de esa tierra un lugar próspero, que alimentaron con su sudor, e incluso con su sangre, a sus familias. La minería impregna gran parte de la identidad y la cultura de la comarca. Esculturas y murales recuerdan hoy aquello de “sangre minera, semilla de guerrillera”, haciendo referencia a las mujeres que, aunque olvidadas, fueron “madres coraje”, trabajadoras incansables cuyo trabajo permitió subsistir y prosperar al sistema minero. Los libros de historia de los colegios hablan de la importancia de la minería para el desarrollo económico, cultural y político, describen de manera minuciosa el característico mineral de la zona, la vena, por su color rojo y su gran porcentaje de hierro. Pero no hay rastro de las mujeres mineras. Un rastro que hoy en día trata de recuperarse.

- ¿Por quién preguntas, niña?

- Quiero saber si vive en este barrio alguna mujer que se dedicase a la minería.

- ¿Mujeres en la mina? Aquí no hubo mineras. Bueno… Ahora que lo pienso, está Paquita, que se pasó muchos años lavando mineral, pero minera no fue. Si te sirve…

Se sabe que queda al menos una minera viva en Gallarta, Paquita, que siempre va con los labios pintados de rojo. También está la de Ortuella, que tiene casi 80 años y camina cerca de 10 kilómetros para ir a la piscina dos veces por semana. Finge no ser la minera a la que todos señalan cuando se pregunta en la zona. No es de extrañar, según señalan algunas investigadoras como Miren Llona, que realiza estudios de género en la Universidad del País Vasco, dado que la mujer de la mina era una trabajadora estigmatizada, que se salía de los márgenes, viuda o abandonada por su marido, más libre que las que trabajaban como servicio internas en las casas de algún burgués. Éste es el perfil de Teresa, que a sus 83 años evita la mirada cuando se le pregunta por la mina y asegura que no es un trabajo recomendable. “No es algo que me guste recordar, son tiempos pasados”, explica.

Teresa nació en La Arboleda en 1930, donde se asentaban la mayoría de las familias mineras de la margen izquierda de Bizkaia. Su marido se había ido dejándola a cargo de dos hijos por lo que tuvo que ejercer de lavadora de mineral o chirtera (nombre que recibían dado que al mineral se le llamaba chirta). Un trabajo duro, como todos los que rodeaban al agujero. “Hacía falta. Había que salir adelante y en la mina se ganaba más”. Las mujeres trabajaban de pie durante horas, en unos cobertizos hechos con unas chapas y un tejado, resistiendo la humedad constante debido al agua que bajaba por la cinta. Carmelo Uriarte, fundador del Museo Minero de Gallarta, el primer centro del Estado español dedicado a la memoria de la mina, recuerda cuando se acercaba a llevarle algo de comer a su madre. “Había corrientes de aire y frío. El de lavadora es el trabajo más ingrato y criminal que hay, siempre lo he dicho”. Era uno de los niños que rodeaban el agujero, pero nunca tuvo que trabajar allí.

Sí lo hizo Margari, que empezó a los 8 años y nunca ha visto reconocido su trabajo. Lavaba y cargaba “como un hombre”: “En la mina todas las que estábamos éramos mujeres, los hombres estaban en otro sitio. No estábamos aseguradas ni teníamos contrato. Teníamos que hacer de todo”. Todas ellas y muchas más fueron mineras, trabajando en torno a lo que en Bizkaia se conoce como el agujero. Hoy se van yendo de forma silenciosa, sin que su testimonio de vida sea parte de la historia común, de esa identidad cultural colectiva, sin que el paso del tiempo las haya colocado en el lugar que se merecen, porque ellas también participaron en la minería y contribuyeron a lo que hoy es Euskadi.

El País Vasco actual no puede entenderse sin los profundos cambios que la revolución industrial trajo consigo a finales del siglo XIX, que se dio gracias a la extracción masiva de mineral en Bizkaia. La minería no sólo repercutió en la riqueza económica y el progreso de Euskadi, sino que también generó cambios sociales de calado a través de las luchas obreras, la solidaridad y la conciencia de clase. Permitió la generación de un discurso colectivo y las Casas del Pueblo facilitaron una apertura a la cultura. Elementos que hoy suenan a utopía melancólica de izquierdas. En este contexto, reconstruir la historia desde una perspectiva de género no es sólo un deber con estas mujeres, implica reconstruir la verdadera historia de la industrialización vasca.

Así lo creyó también Pilar Pérez-Fuentes, primera historiadora de la UPV que investigó, desde una mirada feminista, el papel de las mujeres dentro del sistema minero en su tesis doctoral. “En aquel momento el debate historiográfico, con un fondo de más o menos a la izquierda, se situaba entre la interpretación pesimista u optimista de la industrialización. Los que creían que había supuesto una explotación brutal y los que, a pesar de ello, decían que muchas familias pudieron ascender, saltar de La Arboleda –zona minera– a Barakaldo, en varias generaciones. A mí me parecía que todo aquello se estaba debatiendo en unos términos muy abstractos. Y dije, si los salarios eran estos, todos se habrían muerto”, explica. Es decir, los números oficiales, más allá de visiones positivas o negativas, no cuadraban. Faltaba la mano de obra sumergida que había supuesto el trabajo femenino.

De hecho, hablar de las mujeres mineras implica no sólo señalar a esas mujeres que trabajaron codo con codo en la extracción del mineral y que han sido ignoradas por la historia, sino tomar en cuenta el trabajo de la mayoría, de todas aquellas que permitieron la supervivencia y sostenimiento del sistema minero. Eso, según Pérez-Fuentes, es lo complicado. “Lo que nunca es complicado es hablar de mujeres excepcionales, el problema es cuando dices que no se ha contado bien, cuando las categorías, que parecen inamovibles, quedan cuestionadas, entonces empieza el conflicto de poder en el mundo de conocimiento”. Por eso, su tesis doctoral resultó un “escándalo”. La clave de la industrialización, al ser estudiada desde un punto de vista de género, no fue que unas pocas mujeres hubieran trabajado codo con codo con los hombres, sino que la mayoría de ellas fue determinante para la articulación del mercado de trabajo que se asentaba sobre el sistema patriarcal y patronal de la época.

La espalda del capitalismo

A la luz de las investigaciones lo que se puede percibir es que, más allá de los rostros y las manos de los obreros de la mina, las mujeres sujetaban sobre su espalda y hombros el sistema económico que permitió el asentamiento del capitalismo y el auge de la revolución industrial. En los años 30 se consolida este nuevo modelo social, cultural y político y Euskadi experimenta un crecimiento exponencial gracias a la reinversión del dinero. Por eso, para Ameli Ortiz, patrona del Museo Minero de Gallarta, la pregunta esencial para reconstruir la memoria minera se centra en cuánto dinero de esa industrialización se extrajo del trabajo femenino: “¿Cuánto vale el trabajo que hicieron las mujeres en términos monetarios?”. Los datos no son exactos dado que el trabajo sumergido es difícil de cuantificar, pero por arrojar algo de luz, según los estudios de Pérez-Fuentes y, en concreto, de acuerdo con su libro Vivir y morir en las minas sobre la primera industrialización de Euskadi, el trabajo femenino llegó a aportar, en algunos casos, hasta el 50% del presupuesto de los hogares.

La mayoría de los trabajadores de la mina estaban en régimen de hospedaje y eran temporales, solteros, por lo que se alojaban en los hogares de los casados, ya asentados con una mujer. El salario del soltero temporal se transfería al del casado asentado y las mujeres actuaban como agente domiciliador, permitiendo que se asentara el trabajo masculino y fluyeran las contrataciones. Ellas se encargaban de sus huéspedes, les cobraban por lavarles la ropa, hacerles la comida, llevársela a las canteras e incluso por cuidarles cuando estaban enfermos, completando así los ingresos familiares y afrontando los gastos que el salario del marido no alcanzaba a cubrir. Dicha transferencia implicó un ahorro esencial para la patronal, que podía mantener salarios bajos para el coste de vida, y evitar la construcción de más barracones y de casas para obreros. Además, reducía la conflictividad al mantener a los obreros repartidos en casas y no reunidos en barracones. Y aún, otro apunte. Cuando los obreros llegaban ante el capataz no preguntaban si había trabajo, sino si había cama, porque la patronal no quería tener gente descontrolada y contrataba si tenía un lugar donde colocar al trabajador. Es decir, las mujeres, al disponer el espacio de su hogar para el alquiler, fueron un sistema regulatorio del mercado de laboral.

En cuanto al factor patriarcal, el paso de la sociedad agrícola a la industrial trajo consigo un nuevo modelo de familia y un nuevo modelo de mujer. El ideal de mujer ya no era la gestora de las tierras, madura y con experiencia, sino una mujer joven que pudiera trabajar de forma incansable, por lo que el matrimonio se convirtió en el modelo minero por una pura cuestión de supervivencia. No es casualidad que incluso autores de la época, como el médico García Vergara, estableciera que lo ideal en el matrimonio era una diferencia de 4 ó 5 años a favor del varón. Los hombres, hacinados en los barracones de La Arboleda, estaban buscando una mujer con la que fundar un hogar. Ellas, al no tener acceso al mercado moderno de trabajo, muy masculinizado y que requería de hombres jóvenes y sanos, necesitaban un hombre que ganara un jornal. Así se conformó también un modelo de familia y, al mismo tiempo, un modelo social que registraba a las mujeres como amas de casa y no trabajadoras, por no contar con contratos de trabajo oficiales.

“La economía sumergida no nos ha abandonado nunca, siempre ha estado ahí manteniendo a un sector que no ha accedido”, añade Ameli Ortiz, hija y nieta de mineros. “La mujer en general siempre ha trabajado en la economía sumergida, no hemos tenido acceso a otras cosas. Aquí las pobres han trabajado siempre en el servicio doméstico. El autobús de las 8 de la mañana de Gallarta a Portugalete iba lleno de mujeres que bajaban y cruzaban el trasbordador para limpiar las casas de la burguesía, en la margen derecha. Ese ha sido el trabajo. No ha habido contratos, ni ha habido seguros sociales ni nada, porque eran mujeres”.

Trabajadoras incansables

A menudo, cuando pensamos en la mina, nos imaginamos a hombres, casi siempre, picando mineral. Pero lo cierto es que el trabajo de la minería conlleva otra serie de tareas igual de importantes que la extracción, ya que sólo con la extracción no se ganaba dinero. El mineral tenía que ser extraído, pero después había que transportarlo varias veces, una para ser lavado y otra para ser cargado en el barco que lo exportaba al resto de Europa. Por tanto, el trabajo de la mina pasaba por varias fases; se extraía, se transportaba, se lavaba y se volvía a cargar. Las mujeres trabajaron en toda la cadena; un porcentaje muy pequeño se dedicó a trabajar mano a mano con los hombres picando el mineral como Francisca Barrios, a la que llamaban la Kika, que llegó a la Residencia de Muskiz, donde estuvo hasta el final de su vida mascando tabaco.

Lavar el mineral era un trabajo muy mecánico, y ellas tenían unas manos ágiles y rápidas para separar la chirta o mineral. “Había una cinta que pasaba y tenías que quitar las piedras malas con las manos. Después las tirabas a un cubo grande. Era duro, inhumano. Éramos viudas o solteras. En cada relevo, de mañana y de tarde, estábamos ocho mujeres. Llevábamos un bocadillo para comer. El ambiente entre las mujeres era bueno, pero las cintas hacían ruido y no podías hablar mucho. También hablábamos con los hombres, ¿por qué no?”, cuenta Teresa. Las mujeres trabajaban así, de pie, entre ocho y nueve horas en invierno y hasta diez en verano.

Separar el hierro y la caliza del mineral y dejarlo preparado y limpio fue el trabajo más común entre las mujeres. Pero una gran parte de ellas también se dedicó a la creación de voladura. En la segunda industrialización se especializaron en los explosivos con dinamita y hacían bombas a mano que después se empleaban para la fase de extracción del mineral. Las mujeres lo preparaban, lo encartuchaban y lo empaquetaban.

La estructura patriarcal también se perpetró, en el caso de las mujeres que sí trabajaban directamente en la mina, a través de la diferencia salarial. En concreto, si en 1919 un hombre ganaba en torno a cinco reales, la mujer ganaba tres. En los años 30, la relación era de siete a cuatro. Además, y aunque ellas ganaran su propio dinero, dependían del hombre. Por poner un ejemplo, si la mujer de un minero enviudaba y la casa pertenecía a la patronal, ella y sus hijos eran desahuciados. En aquellos años de pobreza, la mina resultaba una buena salida económica para muchas mujeres, la mayoría viudas y con hijos a su cargo. Eran parte de la sociedad minera pero no eran consideradas como tal en los censos, ya que en la mayoría de los casos no tenían contrato. Trabajaban desde el amanecer hasta la noche en múltiples tareas; agricultura, ganadería, domésticas, se hacían cargo de la casa, del marido y de sus hijos e hijas.

A la dureza del trabajo en sí habría que añadir las condiciones del entorno, ya que los túneles por los que pasaban las mujeres a pie para llegar al agujero eran peligrosos. Ana Mari Cuadra, hija de Jesusa, minera que a su vez hospedaba a mineros inmigrantes en su casa, cuenta que por ahí transitaban los vagones y ellas tenían que caminar con cuidado de no ser atropelladas o aplastadas, por lo que solían ir temprano. “Mi madre se levantaba a las cuatro y media de la mañana para pasar por los túneles. Entraba a trabajar a las seis. Hacía relevos hasta las cuatro y media y el otro era de una y media a diez de la noche. Llegaba a casa a las diez y media de la noche”. A estas condiciones generales se añadía el agravante de ser mujer: “En los últimos años las mujeres que trabajaban el mineral ya no estaban mal vistas, pero eran muy criticadas porque igual una iba con un hombre a trabajar sola por los túneles y ya no se veía bien”, apunta Cuadra. Recuerda que su madre padecía dolores de espalda y de pies, pero añade que no hablaba mucho del trabajo minero: “No le gustaba recrearse en lo duro que era”.

Ni obreras ni mujeres

Las mineras, pese a participar en esa actividad directa o indirectamente, han sido relegadas al olvido. Hay varios factores que han contribuido a este silenciamiento. Si incidimos en algunos de los más relevantes, podemos señalar primero el nacionalismo, que realizó un relato bucólico en torno a la figura del hombre agrícola y pescador como configuradores del auténtico pueblo vasco y negando la minería y, por tanto, la inmigración con elemento conformador. En segundo lugar, la épica reconstruida por el movimiento obrero en torno a las luchas de aquella época, que ensalzó la figura del varón, padre de familia, asalariado explotado, dejando a la mujer relegada a un no lugar. Además, la cultura obrera compró del discurso burgués la connotación moral negativa de la mujer obrera. “Obrera y prostituta son palabras que se intercambian”, explica Pérez-Fuentes, quien añade que, al mismo tiempo, el servicio doméstico al que se dedicaban la mayoría antes de casarse y tener hijos les quitaba libertad. “Estaban a merced del señorito. Si las desgraciaba, se dedicaban a la prostitución. En el censo de prostitutas de Bilbao de 1901, un 90% vienen del servicio doméstico”.

Y un tercer factor, el ideal burgués de lo femenino como lo débil, frágil, dócil, emocional, doméstica, amorosa y sumisa. Nada más lejos de la realidad, las mujeres mineras, aunque sin ser un colectivo homogéneo, eran consideradas de armas tomar, mujeres “morrocotudas”, según cuentan los testimonios de la época, e interesantes por su moral y por su fuerza, porque no cualquier mujer estaba en la mina. No eran consideradas ni mujeres ni obreras. No es de extrañar, como cuenta Miren Llona, que la advocación de la iglesia de La Arboleda sea María Magdalena, “la mujer que está en el límite y a la que Jesús perdona. Las mineras no se sienten identificadas con otras vírgenes más puras, sino con la mujer que está puesta en cuestión, en el límite de la respetabilidad, que trabaja y que tiene un comportamiento viril”.

Ese ímpetu y ganas de salir adelante son parte de la idiosincrasia minera como cuna de la conciencia de clase y del movimiento obrero. La pobreza y la dureza de las condiciones propiciaron un tejido social y de solidaridad fuertemente marcado por una necesidad de acceso a la cultura de la que también formaron parte las mujeres, aprendiendo e impulsando a sus hijos e hijas a estudiar. Haciendo de sus hogares sitios donde vivir con dignidad. Esto llevó a entender lo colectivo frente a lo individual. Es en ese contexto de lucha y apertura, de conciencia de sí, donde el lema “sangre de minera, semilla de guerrillera”, cobra todo su sentido. La historia de Euskadi como pueblo agrícola y pescador está coja. Falta, como parte del imaginario social, la historia de la minería y con ella, la de sus mujeres. Para ello, conviene retirar el foco de los protagonistas clásicos e iluminarlas también a ellas, su aporte, para rescatarlas del no lugar al que han sido relegadas.

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