Viernes 14 de febrero de 2025
Cristina Fallarás, Periodista y escritora 13/02/2025 Público
Ahora que por fin hablamos de las madres protectoras sin que nadie nos multe, como sí le sucedió en su día a Irene Montero, vamos a tener que revisar qué significa ser madre en una sociedad en la que las hijas e hijos no son considerados por la Justicia como víctimas de violencia de género. Y sí, la Ley afirma que lo son, pero en la práctica no sucede así. De manera que si te casas, tienes criaturas y el hombre te maltrata, los hijos e hijas acaban convirtiéndose en un arma en sus manos contra ti. Suena duro porque es duro. Y ojo, porque si se te ocurre proteger a los menores, corres el riesgo de acabar tú condenada.
La verdad es que, a medida que vamos tomando conciencia de la dimensión de la violencia machista, a medida que vamos rompiendo el silencio, queda más claro que la maternidad se convierte para muchas mujeres en una cárcel que las une de por vida a su agresor.
Pero no hablemos de asesinos ni similares, vamos a ponerlo un poco peliagudo. Pensemos en un marido o pareja que te humilla, te insulta, te amenaza, convierte tu vida en un infierno, pero no te golpea, no trata de asesinarte. Probablemente tardarás en separarte de él —por muchas y muy variadas razones—, pero acabarás haciéndolo. Lo más normal es que no quieras volver a verlo en tu vida. Ah, pero si compartís criaturas, eso te atará a él durante muchos más años que los deseados. En realidad, hasta que tus hijos no sean adultos, seguirás ligada al desgraciado.
Y alguien me puede objetar: “Ya, pero es que también es el padre de las criaturas”. Claro, claro, como el que golpea. Esa objeción —que no haríamos sobre un tipo que le rompe las costillas a la madre— nace de que seguimos considerando que el maltrato psicológico es un maltrato menor, como una anécdota dentro de la violencia machista. Solo quienes la han vivido saben que no es así, que la violencia psicológica puede acabar con tu vida. Son incontables las mujeres a las que he oído decir “Ojalá me hubiera pegado, para que por fin le dieran importancia”. Si la madre sufre violencia psicológica, si vive en un abismo de agresiones verbales, desprecio y degradación, los hijos e hijas viven en ese mismo infierno, exactamente el mismo. ¿Por qué, pues, se permite que los padres sigan quedándose con ellos? ¿A quién se le escapa que el progenitor ejercerá la misma violencia contra ellos, y a menudo los usará para seguir torturando a la madre?
Más grave aún, por compleja, es la decisión habitual de las mujeres de permanecer junto al agresor para proteger a sus crías. De nuevo pongámonos en su lugar: si el padre de tus criaturas grita, da golpes a las paredes, desaparece, insulta y demás lindezas, ¿las dejarías solas con él, pongamos semana sí, semana no? Lo habitual es que la mujer acabe quedándose bajo el mismo techo ante la posibilidad de que un juez o jueza decrete que dos semanas al mes —o un fin de semana alterno— sus criaturas estén solas con él. Lo lógico es pensar: “Si estoy, me grita a mí, y al menos no les grita a ellos”. Y, sin embargo, ese “me grita a mí” es también violencia contra los menores. Siempre.
Según los últimos datos de Interior, en este momento el Sistema VioGén tiene detectados 52.824 casos de víctimas de violencia machista con menores a cargo. Es un 23,6% más de los que hace un año, o sea, hay —que se sepa— 10.098 niños y niñas más sufriendo violencia machista que en enero de 2024. Tras esos datos hay una adolescente que todavía se hace pis, un niño que pasa las noches escondido en el armario, criaturas que se arañan, comen cal, tiemblan, vomitan, se cortan con tijeras, se duermen en clase, piensan en matarse. Algo habría que hacer, más allá de plantearnos muy seriamente qué significa en estas condiciones la maternidad.