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Madres robando pan en las madrugadas canarias: El fulgor de la miseria

Sábado 28 de febrero de 2015

jueves, 26 de febrero de 2015 Viajandoentrelatormenta

Mónica salía todas las madrugadas, dejaba a la chiquilla envuelta en mantas, no habían cenado una noche más, la nevera casi vacía, solo un huevo y un limón partido por la mitad, casi podrido. Todo había ido a peor desde que la despidieron de la oficina donde limpiaba, desde que su antigua pareja le había retirado la manutención.

En servicios sociales no le daban ninguna salida, ni siquiera en Menores. Se pasaba hambre en aquella casita del barrio de San José en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, la niña de solo tres años le reclamaba comida, todavía le quedaba algo de leche en sus desgastados pechos, más bien para consolarla, que usara sus pezones como chupete para saciar la ansiedad del hambre.

La joven bajaba por el callejón en aquel febrero frío y lluvioso, se ponía el único abrigo que le quedaba, una especie de gabardina de lana que le habían dado en la parroquia de San Telmo, avanzaba lenta hacia el barrio colonial de Vegueta, eran apenas las seis de la mañana, caminaba aterrada, preocupada, por si Arantxa se despertaba y se veía sola en aquella casa desolada y sin muebles.

Cerca de la catedral en las puertas de las lujosas viviendas había bolsas de pan colgadas, panes pequeños, grandes, redondos, olorosos, todavía calientes de los hornos de la panadería del barrio marinero de San Cristóbal. Mónica miraba alrededor en la semioscuridad, se percataba de que nadie la viera, como un fantasma iba sacando de cada bolsa un solo pan, dejando el resto para no fastidiar a otras familias, para que quizá no se dieran cuenta del pequeño hurto.

Sigilosamente los iba metiendo en una bolsa vieja de supermercado, la que le habían entregado en el banco de alimentos con varios productos caducados, no se quedaba con muchos, solo cuatro o cinco, en un ritual cotidiano de cada madrugada, como una especie de fantasma desnutrido, triste, cabizbaja, regresando por otras calles, atravesando la trasera de la Plaza de Santa Ana, mientras un coche de la policía pasaba lentamente por la subida de Tafira y Mónica lo observó de reojo, no era la primera vez que la paraban o acababa en comisaría, incluso un día un policía la dejó marchar al ver su extrema situación, aquella pobreza evidente, el rostro pálido y desnutrido de aquella bella mujer, inundada de dolor, de un inmenso sufrimiento por no tener nada con lo que alimentar a su hija.

Al pasar por la plazoleta de San José rebuscó un rato en los contenedores de basura, la daba mucha vergüenza que la vieran, pero no había otro remedio, era necesario conseguir algo para llenar aquellos panes recién hechos, un trozo de queso, algún bote de mantequilla, yogures fuera de fecha, tomates demasiado maduros.

Las paredes estaban llenas de propaganda electoral, del PP, del PSOE, de todo tipo de siglas irreconocibles que no le decían nada, rostros sonrientes de políticos prometiendo la panacea, empleos, una prosperidad que nunca llegaba, ni llegaría, solo más miseria, abusos de poder, corrupción política generalizada. Mónica los miró solo un momento, no le llamó la atención, sintió algo de asco. Primero estaba la supervivencia de Arantxa, el resto sobraba, lo demás era secundario.

Subió la escalera de su casa sin luz hasta el cuarto piso, hacía tiempo que no se limpiaba, no había dinero para pagar la comunidad, abrió la puerta y detrás estaba la niña llorando: “¿Mami dónde estabas?” “Había un monstruo, había un monstruo…”. Mónica la abrazó muy fuerte, la besó varias veces, mientras dejaba las bolsas en la entrada: “Traje comida para ti”, le dijo, mientras se le saltaban las lagrimas: “Vas a comer rico hoy mi niña”.

Se metió en la cocina y sacó el huevo del frigorífico para hacer una pequeña tortilla francesa, que troceó en varias exiguas porciones, suficiente para dos bocadillos y el resto lo metió en la nevera para el almuerzo y la cena, de la otra bolsa sacó varias natillas recogidas de la basura, unas manzanas mordidas, varios trocitos de queso llenos de hormigas, quizá fuera suficiente hasta la cita semanal con el banco de alimentos, todavía quedaban tres días, tenía que salir de nuevo la siguiente madrugada, esperaba que la niña no se despertara de nuevo, que no se volviera a asustar con ese terror que salía de la parte más oscura del viejo salón-comedor.

La niña observaba todo sentada mientras Mónica preparaba el desayuno, los piecitos no le llegaban al suelo de la vieja silla de madera: “Mamá come tu también, estás muy flaca”. La mujer la miró con una risa leve, una especie de mueca fingida: “Tu come mi niña, luego jugamos juntas a las princesas”.

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