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Madame Curie en la batalla. Ängeles Caso

Viernes 23 de septiembre de 2011

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Dentro de unas semanas conoceremos los nombres de los galardonados con los premios Nobel de este año, y alguien quizá recordará que en este 2011 se cumple el siglo de la entrega de su segundo premio a una de las cuatro únicas personas que han logrado dos veces ese galardón, Marie Curie. La extraordinaria madame Curie, una de las poquísimas científicas de su tiempo, famosa entre otras cosas por su descubrimiento de la radioterapia, que cambió para siempre el tratamiento del cáncer.

Pero tal vez no muchos sepan que fue no sólo un genio de la ciencia, sino también una persona asombrosamente luchadora y generosa. En estos tiempos de desánimo, es reconfortante recordar su historia, todo un ejemplo de convicción y resistencia. Porque lo cierto es que la vida de Marie Curie fue una larga lucha contra las dificultades y una apuesta feroz por su vocación. Con el nombre de Maria Sklodowska, nació en 1867 en Varsovia, en una Polonia ocupada por los rusos. Su padre era un profesor de una familia antizarista que fue por ello maltratado por las autoridades. Su madre murió cuando ella tenía diez años. Maria fue una estudiante excepcional, y tuvo claro desde pequeña su amor por las ciencias y su deseo, frente a todas las convenciones del momento respecto a las mujeres, de dedicarse a la investigación. Pero las estrecheces económicas le impedían realizar estudios universitarios. Ella y su hermana llegaron a un pacto: cada una de ellas trabajaría para pagar la carrera de la otra. Durante años, Maria fue institutriz y, demostrando su valentía, se atrevió además a dar clases gratuitas en polaco a los niños de las aldeas, un delito duramente castigado en el imperio zarista. En 1891, cumplida su parte del trato, llegó a París, se instaló en una buhardilla sin calefacción y se licenció como primera de su promoción en Químicas y en Matemáticas.

Puesto que una mujer no podía dar clases en la universidad, Maria tuvo que ganarse la vida como profesora de niñas mientras realizaba su doctorado. Fue entonces cuando se casó con el físico Pierre Curie y cuando inició sus estudios sobre la radiación de los metales, en los que pronto la acompañó su marido. Durante años, trabajaron en un almacén abandonado, con los medios imprescindibles. Allí, solos y muertos de frío, realizaron sus extraordinarios descubrimientos. En 1903 llegó la gloria, el premio Nobel de Física, que le fue concedido sólo a Pierre, como si ella no existiera. Pero Curie se negó a aceptarlo en esas condiciones y obligó al comité sueco a reconocer también a Marie.

Sólo tres años después Pierre murió atropellado, lo que la dejó a ella sola al frente de su trabajo y al cuidado de sus dos hijas. La tristeza no le impidió seguir investigando, recibir el Nobel de Química en 1911, dar clases en la universidad, dirigir el Instituto Pasteur y participar en la Gran Guerra, diseñando quirófanos móviles y radiografiando heridos en el frente. Marie Curie trabajó sin parar casi hasta el último día de su vida, en 1934, cuando murió a causa de una leucemia. Su hermosa vida sirvió para curar o alargar otras muchas y también para demostrar que, en contra de lo que siempre se había creído, las mujeres y la ciencia no son excluyentes: su propia hija Irène recibió el premio Nobel de Química en 1935.

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