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Libro: ‘La niña que llegó con un futuro bajo el brazo’ de Marta Pérez Arellano

Lunes 25 de julio de 2022

“Politizar mi maternidad me ha servido para entender que a las cuidadoras nos abandona el sistema”

June Fernández 20/07/2022 Pikara

Marta Pérez Arellano, trabajadora social y antropóloga vinculada al antirracismo y al asociacionismo gitano, ha llegado a la literatura a través de la experiencia de la crianza. Sus reflexiones en ‘La niña que llegó con un futuro bajo el brazo’ invitan a repensar todo un modelo social incompatible con la vida.

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Marta Pérez Arellano posa con su libro. / Foto cedida por la entrevistada

Marta Pérez Arellano (Tudela, 1981) descubrió durante su embarazo y el puerperio que la escritura le servía como refugio y herramienta reivindicativa. Los pequeños y aparentemente sencillos textos que escribió mientras daba teta o miraba de reojo el gateo de su hija cumplen esa doble función también para las lectoras.

En La niña que llegó con un futuro bajo el brazo. Y otros relatos pseudomaternales (Libros.com) trenza constantemente lo íntimo con lo político. Expresa las emociones ambivalentes de la crianza y también inquietudes sociales aparentemente inconexas: la falta de corresponsabilidad, la violencia obstétrica, los estereotipos de género en la infancia, la denuncia de las fronteras y las políticas migratorias, la preocupación por el medioambiente o la relación con la vejez y la muerte. Tiene claro cuál es el nexo: “Urge un cambio de paradigma a un modelo de vida social y medioambientalmente sostenible”.

Hemos aprendido que la maternidad implica sacrificar otras parcelas de nuestra vida para volcarnos en la crianza. A ti te ha llevado a escribir tu primer libro.

El sistema alimenta este arquetipo dificultando que las mujeres-madre podamos desempeñar otros roles, además del de cuidadoras. Sin embargo, en mi caso, la intensa experiencia de maternidad de los primeros meses fue lo que encendió la mecha de este proyecto. Probablemente, porque no escribía como un acto planificado, sino desde la necesidad acuciante de expresarme y de dejar constancia de lo que estaba viviendo. Al principio, escribía a ratos sueltos, con mi hija pegada al cuerpo, mientras mamaba o dormitaba en mi regazo. No obstante, dado el trabajo que supone editar un libro, el proyecto nunca se habría podido publicar sin el apoyo personal y económico de mi pareja, así como de las distintas profesionales que nos ayudaron, limpiando nuestra casa o cuidando de Nahia. Muchas mujeres que se convierten en madres no podrían involucrarse en proyectos de este tipo, porque no cuentan con un sostén social y económico que se lo permita. Por eso, escribir sigue teniendo un claro sesgo de género, pero también implica un privilegio de clase y raza.

El proceso de escritura y publicación del libro no estuvo exento de contradicciones. Por un lado, cumplir un sueño de toda la vida supuso una inyección tremenda de empoderamiento. Significó apostar por mí, dedicándole tiempo a un proyecto creativo que no implicaba, a priori, ganancias económicas. Algunas sombras han sido el sentimiento de culpa al pensar que le restaba tiempo a mi hija o un acuciante síndrome de la impostora que me hacía dudar sobre si el libro era suficientemente bueno.

Muchas mujeres llegan al feminismo a través de la maternidad, y se encuentran con un movimiento en el que sigue imperando la postura antimaternal.

Estas posturas tienen su razón de ser, especialmente si pensamos en una maternidad obligada o en la maternidad como destino único de las mujeres. Es innegable que muchas mujeres, cuando nos convertimos en madres, nos vemos forzadas a abandonar aspiraciones o a modificar sustancialmente nuestra forma de vida. A mi modo de ver, el error de este planteamiento es que no se trata de una realidad consustancial a la maternidad, sino de un problema social y estructural. El sistema debería permitir a las madres dedicarnos a la crianza en condiciones dignas, pero también al ámbito laboral o a otros proyectos, si así lo deseamos. Paradójicamente, las imposiciones patriarcales hacen que el estigma siga recayendo sobre las mujeres que deciden no ser madres, al tiempo que se conculca el derecho a la maternidad misma. Hoy, muchas mujeres no pueden convertirse en madres por sus circunstancias sociales y económicas, como refleja Noemí López Trujillo en su libro El vientre vacío. El eje central de nuestra existencia lo impone el mercado de trabajo capitalista, sus ritmos y exigencias; mientras los cuidados y la reproducción de la vida se desplazan a una posición periférica. Es difícil, a veces es imposible encontrar “un buen momento” para convertirte en madre, por lo que la decisión se va posponiendo, lo que genera un montón de problemas relacionados con la fertilidad. Si finalmente tienes una criatura, te das de bruces con la realidad de que, si careces de dinero y una red social potente, estás vendida.

Politizar mi experiencia de maternidad y analizarla desde una perspectiva feminista me ha servido para entender que la cuestión no sólo tiene que ver con un reparto de tareas privado, sino que a las cuidadoras nos abandona todo un sistema. Por ello, las soluciones pasan por lo colectivo.

Se ha hablado de las guerras de madres (mummy wars) para describir la polarización en los discursos en torno a la maternidad. Tú lanzas un mensaje conciliador en uno de tus textos sobre la lactancia.

La historiadora Sarah Carmona me dijo una vez: “Los payos siempre estáis con vuestras dicotomías”. Creo que es una verdad como un templo. Desde los feminismos hegemónicos se tiende a polarizar debates sobre temas complejos, cargados de matices y de interrogantes abiertos, como señala Teresa Maldonado respecto al debate de la prostitución. En su momento, seguí de cerca las discusiones sobre lactancia y me sorprendían las posiciones enconadas y las formas ácidas, incluso agresivas, en que a menudo se expresaban. A mí me han aportado mucho tanto la crítica de Beatriz Gimeno como el ensayo Mamá desobediente, de Esther Vivas Esteve donde, entre otras cosas, se desentraña la estrecha relación entre lactancia materna y sostenibilidad medioambiental. Me he sentido juzgada tanto por “abandonar” a mi hija de pocas semanas para quedar con una amiga, como por llevar adelante una lactancia prolongada durante casi tres años. Creo que desde los feminismos se puede y se debe recoger todo esto, dejando a un lado las visiones monocromáticas, que recuerdan demasiado al dogmatismo del discurso experto, e intentando elaborar análisis críticos exentos de juicios morales. Conviene recordar que la realidad es situada; y que las acciones adoptan distinto significado según la persona, el contexto, el lugar… La lactancia materna no puede ser buena o mala per se, feminista o no feminista. Ese debate, a mi juicio, carece de sentido.

El Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos rechaza el concepto de violencia obstétrica. Me emocionó especialmente el amargo texto sobre tu parto.

El Estado español, junto con el irlandés, encabeza el número de partos intervenidos en la Unión Europea. El porcentaje de cesáreas se sitúa lejos de las recomendaciones de la OMS [Organización Mundial de la Salud] y las episiotomías siguen siendo casi sistemáticas en muchos hospitales. La violencia obstétrica está tan naturalizada que las y los propios profesionales de la salud la ejercen, e incluso la sufren, a menudo sin ser conscientes de ello. Mi experiencia no fue nada inusual, pero quizá esto sea lo más grave. Como tantas mujeres, durante el seguimiento del embarazo se me infantilizó en numerosas ocasiones, y también se me facilitó información errónea o desfasada. En el transcurso del parto, fui víctima de protocolos obsoletos con consecuencias negativas para mí y para mi hija. Durante el ingreso postparto, me encontré con profesionales con escasa formación y que me dirigían comentarios desafortunados y faltos de rigor. También asistí al desagradable trato que se le dispensaba a una compañera de habitación a la que habían practicado una cesárea, que era de origen magrebí. Como explica Silvia Agüero Fernández, no debemos olvidar que la violencia obstétrica se ejerce con mayor virulencia sobre las mujeres racializadas. En todo este proceso también me encontré con magníficas profesionales, como una matrona de la que hablo en el libro o nuestra actual enfermera pediátrica. Sin embargo, el problema es estructural y está claro que queda un largo camino por recorrer. Afortunadamente, gracias al trabajo de organizaciones como El Parto Es Nuestro, se están dando grandes avances en pro de la sensibilización y erradicación de la violencia obstétrica.

Una de las contradicciones que reconoces en el libro es la de pagar a otras mujeres para que limpien tu casa o cuiden a Nahia.

En términos abstractos, entiendo que contar con los servicios de una trabajadora del hogar no tendría por qué ser poco feminista, siempre y cuando las condiciones laborales que se ofrecen sean dignas. Sin embargo, las dificultades surgen en lo concreto. En primer lugar, a menudo se parte de un conflicto en el seno de la pareja, especialmente en las relaciones con hombres, donde es mayoritaria la falta de corresponsabilidad. Entonces, el trabajo doméstico remunerado se utiliza como recurso para “resolver” esta injusticia. El problema radica en que, si no se tienen en cuenta los entresijos que se generan en una relación laboral sumamente desigual, se acaba generando una injusticia aún mayor. En una mayoría de situaciones, nos encontramos con que la persona empleadora es blanca, de aquí y de clase media-alta; y la que realiza el trabajo doméstico y cuidados, una mujer racializada, migrante y sin muchos recursos económicos. A este respecto, el Sindicato de Trabajadoras del Hogar Migrantes Sindillar de Barcelona, o la Asociación Trabajadoras del Hogar de Bizkaia recogen numerosas reivindicaciones y recomendaciones que deberían tomarse como referencia. En ocasiones, la parte empleadora también se encuentra en situación de precariedad, por lo que se genera algo así como un encadenamiento de precariedades. En otras, simplemente, no se le otorga al trabajo del hogar el valor que le daríamos a otros servicios. Sigue pesando esa idea de que el trabajo doméstico “lo puede hacer cualquiera”, entrando de lleno en la lógica capitalista. El problema es que los designios del mercado implican explotación, pura y dura. Esto sí que me parece poco feminista y, en general, poco ético.

Reivindicas la necesidad de sustituir la familia nuclear por comunidades cuidantes. ¿Por dónde empezamos?

Desde nuestro ámbito de actuación más próximo, amistad, familia, activismo, podemos ir introduciendo la idea de que ese sujeto cartesiano independiente no existe: alguien tiene que trabajar en casa para que otros y otras trabajemos fuera, tengamos ocio o vayamos a una manifestación. Asimismo, la amiga enferma o la recién parida pueden necesitar que le limpiemos el baño más que una visita de cortesía. También hay que empezar a repensar las actividades y los horarios desde una perspectiva de cuidado, y a construir espacios amigables para la infancia y para las personas dependientes. He asistido a conferencias en las que había niños y niñas correteando; y no es casualidad que la entidad organizadora fuese una asociación gitana. A nivel comunitario, están funcionando muchas redes vecinales de apoyo que suplen lo que las instituciones no hacen: compañía, llevarle la compra a un vecino, una conocida a la que llamar si surge un problema… También existen pueblos o comunidades vecinales que se están estructurando en torno al eje de las necesidades de cuidado. Por último, resulta imprescindible llevar estas cuestiones al nivel macro, implementando cambios estructurales desde el sistema público: una renta básica incondicional, una renta universal de cuidados, reparto del trabajo, reducción y flexibilización de la jornada laboral… En este sentido, me parecen sumamente interesantes propuestas como la de Sara Lafuente de extender los permisos de cuidado, incluso el registro en los Libros de Familia, más allá de los límites de la familia nuclear tradicional. Creo que las reivindicaciones concretas, como la ampliación de los permisos de maternidad, no nos deben hacer perder de vista la diversidad de situaciones y, sobre todo, la acuciante necesidad de reducir el peso del empleo en nuestras vidas.

Vienes de la militancia antirracista, y tu carrera profesional está muy ligada al pueblo gitano. ¿Qué te aporta esa experiencia a la maternidad?

Me aporta ser más consciente de cómo atraviesa el racismo todo lo que tiene que ver con el cuidado, por ejemplo, en relación al trabajo del hogar, y ampliar la perspectiva.

Como desarrolla Pastora Filigrana en su libro El pueblo gitano contra el sistema mundo, una mayoría de gitanos y gitanas priorizan diariamente los cuidados y el sostenimiento de la vida por encima de cualquier otra cosa. Ponen en práctica la archirrepetida idea de poner los cuidados en el centro, pero esto no solo no se valora, sino que está mal visto. Además, como señala Silvia Agüero Fernández, muchas madres y familias gitanas son un exponente de crianza respetuosa, lactancia prolongada, estilos educativos no autoritarios, redes de cuidado, etcétera. Algunas de esas prácticas cuentan con siglos de antigüedad, pero, demasiado a menudo, se adjudica el mérito a expertos payos. Agradezco al contacto y a la amistad con personas gitanas mucha de la cercanía, comprensión y flexibilidad con la que intento tratar a Nahia.

En el libro relacionas el edadismo con el adultismo; cómo tratamos tanto a las criaturas como a las personas ancianas.

En una sociedad donde imperan el culto al cuerpo joven y valores como la velocidad y el cambio constante, una sociedad que da la espalda al sufrimiento y a la muerte, los niños y niñas son un valor al alza. La vejez y la diversidad funcional, por el contrario, son relegadas a los márgenes. Además, la infancia es muy apreciada porque es un bien escaso en las sociedades occidentales, al contrario que la población vieja. Sin embargo, a pesar de valorarla, nuestra sociedad trata mal a las criaturas porque no se les deja ser ni existir como necesitarían: con calma, sin presiones, sin necesidad de competir. Se les otorga importancia por su valor a futuro, no tanto por lo que significan hoy, como seres humanos completos que viven en el presente. A las personas viejas, en cambio, se les otorga valor por su pasado: lo que trabajó, lo que cotizó, cómo sacó adelante a su familia… En ese punto, vejez e infancia se tocan: a ambas se les adjudica un valor anacrónico; lo que en el fondo es igual a restarles valor. Hay que reivindicar su valor intrínseco y que sus cosmovisiones particulares, una por experiencia, la otra por novedad, enriquecen profundamente nuestra comprensión del mundo.

El libro terminó cuando Nahia cumplió un año. Imaginemos que se reedita: ¿qué contarías ahora en el epílogo?

Hablaría sobre conciliación o, más bien, sobre la ausencia de ella. Sobre cómo para una empresa resulta inconcebible que un trabajador (hombre) se pida una noche libre porque su hija tiene gastroenteritis. Hablaría de la escuela; de que Nahia acude feliz porque la maestra, además de ser encantadora, consigue multiplicarse por 20 y paliar la insuficiencia de recursos con su derroche de energía. Hablaría también de las mentiras, como esa que afirma que las madres que no trabajamos fuera de casa vivimos más tranquilas. Hablaría de que quiero, urgentemente, un sueldo: por todo el trabajo que hago, por la calidad de vida que le ofrezco a nuestra hija y por las implicaciones sociales de mi labor de cuidados. Hablaría de las contradicciones, del hecho de tener 40 años y muy pocas certezas. Y hablaría de la alegría. Hablaría de los dibujos que han inundado nuestras paredes, de todos los cuentos que leemos con Nahia, de las piezas de Lego dispersas por el suelo y de la fascinación que me produce verla crecer.

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