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Las huelgas de nuestras abuelas (I) “Igual salario por igual trabajo”, o cómo las obreras de Dagenham vencieron a Ford

Sábado 3 de agosto de 2019

Al terminar la huelga, habían obtenido un aumento del salario de hasta el 92%, pero tendrían que salir otra vez a la calle en 1984 para que se reconociera su calificación laboral

Josefina L. Martínez 30-07-2019 CTXT

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Imagen de la película Made in Dagenham (2010). Nigel Cole

Si la mañana del 7 de junio de 1968 Eileen Pullen hubiera encendido la radio, podría haber escuchado a Aretha Franklin cantando su nuevo éxito: “Oh, Freedom, Freedom…”. Dagenham, un municipio al este de Londres, amanecía tranquilo. Horas después, Eileen Pullen, Gwen Davis, Sheila Douglass, Rose Boland y Vera Sime, junto al resto de las 187 trabajadoras de la planta de Ford abandonarían las máquinas para iniciar una huelga de tres semanas que cambió la historia de la clase obrera británica.

La fábrica, construida en 1929 sobre el Támesis, llegó a ser la más grande de la compañía en Europa. Durante la Segunda Guerra Mundial se había reconvertido para producir tanques para los aliados, aunque el viejo Ford no se privaba de abastecer también a los nazis –business is business–. En la década siguiente, la producción británica alcanzó el récord de medio millón de coches y el modelo ‘Cortina’ se transformó en un éxito de ventas. El consumo de masas, el crecimiento urbano, nuevas autovías y la cultura del automóvil tomaban impulso. 1968 llegó entonces como una ráfaga de impugnación radical. El 17 de marzo, miles de personas se movilizaron en Londres contra la guerra de Vietnam y se enfrentaron a la policía en Grosvenor Square. La ola llegó también a Dagenham.

“No puedes vender coches sin asientos”

La huelga en Dagenham fue decidida a mano alzada. Las costureras que confeccionaban las fundas de los asientos se indignaron al comprobar que, otra vez, su salario era inferior al de sus compañeros. El trabajo de las operarias era clasificado con la categoría “B”, más parecido al de los jóvenes que limpiaban los pisos que a los empleados que manejaban máquinas como ellas. Como resultado, el salario femenino era un 85% del masculino. Cansadas de escuchar la misma respuesta, las mujeres decidieron abandonar el trabajo: “Entramos a la planta, cogimos nuestros bolsos, cerramos con llave nuestros casilleros y nos marchamos”, recordará Gwen Davis a los 85 años, en ocasión del cincuentenario de la histórica huelga.

Las 187 trabajadoras de Dagenham eran una absoluta minoría en la planta, que ocupaba a un total de 54.800 trabajadores, y su tarea se consideraba secundaria porque no estaban en las líneas de motores ni de carrocería. Por eso la empresa las subestimó –muchos de sus compañeros también lo hicieron– pensando que no iban a aguantar el pulso con el gigante del automóvil. Ese fue su gran error. Por más que los gerentes insistieran en que el trabajo de las mujeres no era importante para la producción, nadie estaba dispuesto a comprar un coche sin asientos.

La huelga fue dura. Primero las ignoraron y después llegaron las amenazas, diciendo que iban a ser responsables de dejar a toda la fábrica sin trabajo. Entre sus compañeros también había muchas reticencias, aunque algunos sindicatos las apoyaron.

El porcentaje de las mujeres que trabajan en Inglaterra (en la franja de edad de 16 a 64 años) era de un 34,2% en 1931. Estas cifras despegan a comienzos de los años 70, pasando al 52,8% en 1971. Desde entonces no han parado de crecer: 71.8% en 2019

La película Made in Dagenham (2010) [en España: Pago justo] del director Nigel Cole reconstruye una anécdota que a las protagonistas aún les gusta contar muchos años después. En una manifestación abrieron una pancarta que decía “We want sex equality” [Queremos igualdad sexual], pero, al quedar plegada, solo se leía “We want sex” [Queremos sexo], lo que desató no pocos malentendidos. La huelga generó un efecto contagio entre miles de trabajadoras. Si bien las heroínas de Dagenham tienen una película y hasta una obra de teatro, es menos conocido que las trabajadoras de la planta Ford de Halewood, al sur de Liverpool, también abandonaron sus puestos de trabajo en solidaridad. En 1969, una manifestación de un millar de mujeres exigía “igual salario por igual trabajo” en el centro de Londres, y un año después sería introducida la Equal Pay Act en el Parlamento.

El trabajo femenino y el “Pin Money”

La lucha contra la brecha salarial comenzó mucho antes. Movimientos de mujeres trabajadoras se organizaron en sindicatos –o a veces contra ellos– para exigir un pago equivalente por el mismo trabajo. Durante la Primera Guerra Mundial había aumentado el número de empleadas en la industria y el transporte. Una de las reivindicaciones centrales era “Igual salario por igual trabajo"” Militantes como la sufragista socialista Sylvia Pankhurst exigieron que los sindicatos afiliaran a las mujeres para incorporarlas a la lucha laboral. Reclamaban también una ayuda estatal alimenticia de emergencia. El 12 de julio de 1915 una gran manifestación se dirigió desde el East End de Londres hacia el Parlamento: “Igual salario”, “Abajo la explotación”, “Voto para las mujeres”. En 1918, la huelga de las conductoras de tranvías y buses consiguió el pago de un bono para equiparar su salario con el de los hombres.

“No es Pin Money, tenemos que vivir de esto” podía leerse en un cartel pintado a mano durante la huelga de Dagenham. “Pin money” era la forma de llamar al dinero que los maridos dejaban a las esposas para que pudieran hacer algunos gastos “extras”. Por eso se calificaba de “Pin money” al ingreso que las mujeres obtenían trabajando, ya que se lo consideraba un complemento del salario masculino.

Nancy Fraser señala que, durante la posguerra, el apogeo del orden industrial estaba centrado en el ideal del salario familiar. “En este mundo, se esperaba que las personas se organizaran en familias nucleares heterosexuales lideradas por un hombre jefe de familia, que vivían principalmente del salario masculino. Al hombre se le pagaría un salario familiar, suficiente para sostener a los hijos y a la esposa-madre, que se dedicaría a las tareas domésticas no pagadas. Esta estructura estaba inscripta en el modelo de sociedad bajo el Estado de bienestar de la era industrial”. Pero ese modelo comenzó a entrar en crisis a fines de los años 60.

En 1963, Betty Friedan había publicado en Estados Unidos La mística de la feminidad, haciendo referencia al “malestar que no tiene nombre” que padecían la mayoría de las mujeres de clase media que se quedaban en casa. Las mujeres trabajadoras que participaban cada vez más del mercado laboral tenían otros malestares: la brecha salarial, el acoso sexual en el trabajo y la doble jornada laboral con las tareas de trabajo doméstico en los hogares.

La huelga de las obreras de Dagenham desafió ese orden y expresó un malestar compartido por miles de mujeres trabajadoras. Al terminar la huelga, habían obtenido un aumento del salario de hasta el 92%, pero tendrían que salir otra vez a la calle en 1984 para que se reconociera su calificación laboral. En el año 2018, la brecha salarial de género en Gran Bretaña se calculaba todavía en un 18%, y en algunos sectores supera hoy el 20%.

El porcentaje de las mujeres que trabajan en Inglaterra (en la franja de edad de 16 a 64 años) era de un 34,2% en 1931. Estas cifras despegan a comienzos de los años 70, pasando al 52,8% en 1971. Desde entonces no han parado de crecer: 66% en 2000 y 71.8% en 2019. La gran feminización de la clase trabajadora plantea la necesidad de retomar las luchas de aquellas que abrieron caminos. Eileen Pullen, con 88 años, está encantada de que la generación de su bisnieta se prepare para continuar su legado.

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