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La inquebrantable fe en la prisión del feminismo ‘mainstream’

Domingo 20 de noviembre de 2022

Las reacciones a la revisión de condenas provocada por la nueva ley del ‘solo sí es sí’ ponen de manifiesto que hay una identificación entre “hacer justicia” y penas de cárcel más altas. ¿Pero responden a lo que podría ser una verdadera justicia feminist

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Manifestación en Madrid por la sentencia de la Manada en 2018.
MANOLO FINISH

Nuria Alabao 18/11/2022 CTXT

Acaba de estallar un nuevo pánico moral: varias sentencias de casos de agresiones sexuales están siendo revisadas para rebajar penas de manera que se ajusten a lo previsto en la nueva ley del ‘solo sí es sí’. Algunos agresores incluso han sido excarcelados. No hay nada en este país más poderoso que este impulso punitivista generalizado que de vez en cuando se activa y que, en realidad, se estimula y se construye desde los medios. La guerra partidaria resuena también de fondo. El ruido es abrumador, de manera que es difícil entender con claridad lo que está pasando. ¿Una guerra de algunos jueces contra el Ministerio de Igualdad? ¿Una ley que no previó bien las consecuencias de su aplicación? ¿Una herramienta para el sector del PSOE que se opone a la ley trans y que instrumentaliza lo que está pasando pese a que perjudique al feminismo en su conjunto?

Puede que haya algo de todo ello pero de fondo planea es un asunto de gran relevancia para las que creemos que el feminismo puede ser una herramienta de emancipación porque, como consecuencia de este debate, se están legitimando penas más altas en nombre del feminismo, mientras se identifica la rebaja de penas con una “reacción machista”, como ha señalado Clara Serra. Esto es lo que debería preocuparnos. Los discursos que se están reproduciendo estos días, y la propia reacción del Ministerio de Igualdad, reflejan que el marco punitivista está plenamente instalado en el feminismo mainstream. También revela la inquebrantable fe en la cárcel como solución a la violencia sexual y en el castigo como la mejor manera de proteger a las mujeres.

Es llamativo también que al propio Ministerio le cueste defender su propia ley, expresar con vehemencia que puede que algunas penas ahora sean menores, pero que las condenas nunca serán lo más importante para evitar la violencia y que esta ley introduce mejoras significativas. Podrían haber hecho bandera de que, efectivamente, se han rebajado algunas –aunque sean las mínimas, porque las máximas siguen siendo igual de excesivas, como lo son en muchos otros delitos–. La política auténticamente progresista aquí habría sido situarse en una posición antipunitiva tan necesaria cuando sabemos que contamos con unas de las poblaciones reclusas más altas de toda Europa, lo que no tiene ninguna correlación con el bajo índice de delitos en nuestro país. Las penas por este tipo de delito ya son muy altas –mucho más que en los países de nuestro entorno–. Una muestra: se puede imponer la misma pena por un homicidio y una violación –15 años–. Pero como demuestran todas las investigaciones criminológicas, más cárcel no sirve para evitar los delitos. Aparte de los casos mediáticos que se pretenden convertir en paradigmas, la tasa de reincidencia es baja en relación a la de otro tipo de delitos. En cualquier caso, más años de cárcel no implica más seguridad para las mujeres.

El feminismo de base que quiere cambiar la sociedad también se cuestiona las herramientas del Estado penal como reproductoras de la violencia. Pero evidentemente esta nunca ha sido la apuesta del Ministerio de Igualdad, que desde un principio hizo alarde no solo de no rebajar estas penas, sino de que podría llegar a subirlas. En cualquier caso, se ha hecho una propaganda excesiva de la ley como si todo lo pudiese, generando unas expectativas difícilmente alcanzables para ninguna norma. Se dijo, por ejemplo, que “iba a acabar con la impunidad porque considera agresión cualquier relación sin consentimiento”, pero el problema de la prueba permanece sea cual sea la redacción del consentimiento. Tenemos que enfrentarnos a una verdad incómoda para dejar de hacernos trampas: ninguna ley por sí sola va a acabar con la violencia sexual, que es un problema estructural complejo que necesita un abordaje por muchas vías. Desde luego la cárcel no es la única solución. El Código Penal no protege a las mujeres ni a nadie, lo que hace es castigar. No hacía falta, pues, presentar esta ley como una fórmula mágica, sino más bien como una contribución que aporta algunas cosas positivas en varios frentes y que mejora el acceso de las mujeres a los procedimientos de justicia.

Otra cosa difícil de asumir son los ataques del Ministerio a las rebajas de penas en las revisiones de sentencias, cuando estamos hablando del derecho del reo a la aplicación de la norma más favorable y su retroactividad si esta les beneficia. Independientemente de que algunos jueces lo estén usando contra el Ministerio, que es del todo posible, no se puede deslegitimar alegremente un elemento esencial de las garantías procesales. ¿Acaso si estuviesen rebajando condenas a manifestantes o sindicalistas las pondríamos en cuestión?

Estos días asistimos a la construcción de la figura de un “monstruo” –el violador–, que acompaña siempre al estallido de los pánicos morales pero que no justifica el cuestionamiento del Estado de Derecho ni el ensalzamiento de más penas de cárcel. Estas imágenes alimentan la sed de venganza y la idea de que es aceptable encerrar a gente de por vida en condiciones inimaginables. Tampoco está de más recordar que si muchas mujeres no denuncian no es solo porque temen pasar por la odisea y la revictimización que implican los juicios, sino porque la mayoría de las agresiones no las perpetran desconocidos en los portales –la imagen mediática ideal–, sino personas del entorno: amigos, familiares, parejas. No es extraño que muchas quieran evitar que estas personas cercanas acaben en la cárcel, ya sea porque tienen hijos en común, porque dependen económicamente de ellos o por no dañar a seres queridos. Otras no denuncian porque tienen miedo, porque no tienen papeles, porque son prostitutas o trans; la policía no representa necesariamente una imagen de seguridad, sino, en muchas ocasiones, un agente de la violencia que reciben. Los motivos son muchos, pero la cuestión es que la cárcel no va a ser nunca la solución para la mayoría, sobre todo para las que lo tienen más difícil. Tampoco podemos olvidar el sufrimiento de las mujeres que tienen a compañeros, familiares o amigos presos. La pena también les alcanza a ellas de manera indirecta.

Para las mujeres que deciden denunciar y utilizar las herramientas disponibles, la ley aprobada introduce algunas mejoras que se deberían reivindicar, porque todavía queda un largo camino para que los procesos sean lo menos dolorosos posibles y no una odisea que puede condicionar tu vida durante años, como pasó con la víctima de La Manada. La violencia sexual marca la vida de muchas mujeres y niños; estos últimos años lo hemos gritado en todas partes y hemos conseguido un cambio cultural que será difícil revertir. Pero esta lucha justa y necesaria no puede estar basada en la demanda de penas más altas. ¿Todas las personas que hemos sufrido abusos queremos más penas de cárcel? Muchas veces solo se busca la verdad, el reconocimiento de haber sufrido una injusticia, y eso a veces tiene difícil encaje en el sistema penal. Se suele legislar a golpe de efecto mediático y estos últimos años la violencia sexual ha llenado muchas portadas, quizás es un efecto paradójico e indeseado del #MeToo. Todos los políticos quieren representar el dolor de las víctimas, apropiarse su representación. (El nuevo delito absurdo de no comunicar el paradero de un cadáver a un familiar pensado expresamente para el caso de Marta del Castillo es un buen ejemplo de este populismo punitivo).

El marco securitario y de reforzamiento del Estado penal tiene estas dos caras: el neoliberal –que encara los problemas sociales individualizándolos y criminalizando– y el de extrema derecha. Vox precisamente hace apología de la subida de penas y pide la cadena perpetua para los condenados por violación. El feminismo carcelario se alinea con esta gestión securitaria de la pobreza, convirtiéndose en una máquina de guerra que usa las redes sociales y los medios en una economía de la indignación para conseguir leyes punitivas y conservadoras. Parece que entienden el sistema penal como algo que está pensado únicamente para la protección de las mujeres y no para su dominación ni para el sostenimiento del propio régimen de desigualdad. Ellas no se imaginan jamás que puedan acabar en prisión, es decir, se imaginan siempre del lado del Estado y la norma. Pero no podemos olvidar que apelar al sistema criminal tiene impactos en las personas más excluidas (los hombres racializados y migrantes en este caso) y la clase trabajadora en general, que siempre van a estar sobrerrepresentados en las cárceles. En los juicios se amplifican las desigualdades. Por no hablar de aquellos artículos de la ley que criminalizaban el trabajo sexual y que acabaron cayendo por la oposición de los socios de gobierno. Con ese impulso hoy el PSOE está haciendo su propia ley, que contribuirá a la persecución y la clandestinización de las prostitutas. Ojo con la violencia que se ejerce en nombre de la lucha contra la violencia sexual.

Por otra parte, más allá del debate de las penas, se podría haber puesto el acento en defender otros aspectos de la ley que casi ningún medio recoge pero que son importantes para explicar que se pueden hacer cosas más allá de la prisión. Estas serían, por ejemplo, las medidas destinadas a la prevención, así como a proteger a las víctimas, las ayudas económicas y laborales, pero también la previsión de servicios de asistencia especializada. (Aunque son medidas que, como dependen de la asignación presupuestaria, están por desarrollar, se tendrían que poner sobre la mesa cuando se habla de intervención estatal contra las violencias). También ha sido muy importante la previsión de garantía de los derechos de las víctimas en situación administrativa irregular que pretende corregir, al menos un poco, la desprotección de estas migrantes. Pero eso parece que no da votos.

Hay un feminismo de base que, desde hace años, trabaja una línea antipunitiva a la que le queda todavía mucho camino para imaginar y construir otras lógicas, para lograr introducir en el debate público cuestiones como qué significa la justicia feminista –transformativa o restaurativa– y cómo evitar reforzar el sistema penal en nombre del feminismo. “El debate sobre el sistema carcelario está cada vez más presente en el movimiento feminista por diferentes motivos, entre otros: porque la cárcel es un espacio en el que sistemáticamente se conculcan los derechos humanos; porque destruye la humanidad y la dignidad de las personas; porque se ha convertido en una fuente de negocio en nombre de la ‘seguridad’; porque reproduce y afianza las relaciones de poder entre las personas; porque es reflejo de una estructura social violenta; y porque es una ‘escuela’ de machismo y de masculinidad hegemónica y agresiva”, dice este documento del movimiento feminista vasco pensado para abrir debates

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