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‘La hija de un ladrón’: feminización de la pobreza y clase obrera

Domingo 9 de febrero de 2020

SONIA HERRERA, DOCTORA EN COMUNICACIÓN SOCIAL Y EXPERTA EN ESTUDIOS FEMINISTAS 6 febrero, 2020 Público

«Pero en esos supuestos no lugares las preocupaciones se encarnan, se corporizan en cada desahucio, se abren paso a bocados, como el personaje de Sara, que le corta las uñas a mordiscos a su bebé. Sara les pone rostro y cuerpo a tantas Saras que a menudo quedan ocultas tras fríos porcentajes»

El pasado 25 de enero, Belén Funes, única directora nominada en la 34ª edición de los Premios Goya, se alzó con el galardón a la Mejor Dirección Novel por su película La hija de un ladrón. El filme, rodado en el barrio barcelonés de Ciutat Meridiana, en Nou Barris, acompaña al personaje de Sara (Greta Fernández), una joven de 22 años agobiada por una maternidad quizá demasiado prematura, que trabaja de limpiadora y que vive en un piso tutelado por los servicios sociales con otra madre en su misma situación, mientras anhela construir un hogar con Dani (Àlex Monner), el padre de su hijo, y su hermano pequeño. La salida de la cárcel de su padre, Manuel (Eduard Fernández), desestabiliza todo su mundo evocándonos aquella idea freudiana de «matar al padre» que Sara necesita y rehúye a partes iguales.

La hija de un ladrón nos puede recordar a Techo y comida (2015), de Juan Miguel del Castillo, pero con más silencios, más nudos en la boca del estómago, más introspección, a fin de cuentas. Es una película que vuelve sobre la feminización de la pobreza y la crianza en precario en esos barrios grises atiborrados de cemento, en crisis permanente, en los que la clase obrera del siglo pasado sigue existiendo y mantiene con sus pensiones al precariado postmoderno de Bauman, al que le cuesta levantar cabeza. Esos espacios de las grandes ciudades, como aquel Barrio de Fernando León de Aranoa o el Vallbona del Petit Indi de Marc Recha, que para las clases medias y altas son no lugares sin identidad, ni relación, ni historia, que diría el antropólogo Marc Augé.

Pero en esos supuestos no lugares las preocupaciones se encarnan, se corporizan en cada desahucio, se abren paso a bocados, como el personaje de Sara, que le corta las uñas a mordiscos a su bebé. Sara les pone rostro y cuerpo a tantas Saras que a menudo quedan ocultas tras fríos porcentajes como los del Informe sobre exclusión y desarrollo social en la diócesis de Barcelona de la Fundación Foessa: «La tasa de exclusión entre los hogares sustentados por mujeres (27,3%) es en la diócesis de Barcelona superior a la que se registra entre los hogares sustentados por hombres (19,7%). […] En el caso de los sustentados por hombres, el 48,7% está en situación de integración plena, el 31,5% en situación de integración precaria y el 19,7% en situación de exclusión (moderada y severa). En el caso de los hogares sustentados por mujeres, por el contrario, los que están en situación de integración plena son muchos menos (29,5%), y son más, en cambio, tanto los hogares en situación de integración precaria (43,2%) como los que se encuentran en situación de exclusión social (27,3%). La incidencia de la exclusión social severa también es mayor –más del doble– en los hogares sustentados por mujeres (12,7%) que en los sustentados por hombres (6,1%)».

Míriam Feu, responsable de Análisis Social e Incidencia de Cáritas, advirtió en la presentación del mismo informe que «la exclusión social de los niños se sitúa en el 27%, y que las mujeres, las familias numerosas y las familias monoparentales son las que tienen un mayor riesgo de caer en la exclusión social».

El personaje de Sara vive ese riesgo y bien podría ser parte de ese 54,4% de mujeres y del 16,3% de jóvenes menores de 29 años que están en situación de desempleo en Ciutat Meridiana y, probablemente, también del 90,6% que no tiene estudios universitarios o un ciclo formativo de grado superior, según datos de la Oficina Municipal de Datos del Ayuntamiento de Barcelona. Aún así, Sara está llena de empeño y deseos. Quizá no tiene muy claros los métodos ni los recursos que necesita para alcanzarlos, pero, aunque su padre le diga que «uno no puede ser quien no es», ella persigue ese ascensor social de las vidas «normales» de las personas «normales» que anhelan no quedarse solas, no sentirse abandonadas, pero a las que el sistema se lo pone realmente difícil.

Porque, como dice Judith Butler en Marcos de guerra: las vidas lloradas, «esta distribución diferencial de las precariedad es, a la vez, una cuestión material y perceptual, puesto que aquellos cuyas vidas no se «consideran» susceptibles de ser lloradas, y, por ende, de ser valiosas, están hechos para soportar la carga del hambre, del infraempleo, de la desemancipación jurídica y de la exposición diferencial a la violencia y a la muerte». Vidas que, como dice la canción de Albany que forma parte de la banda sonora de La hija de un ladrón, corren cuesta abajo sin nadie que les salve y tocan puertas que no se abren.

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