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La búsqueda feminista de la sororidad

Viernes 18 de diciembre de 2020

Fragmento de ‘El blues de la invisibilidad: Teoría feminista negra y cultura popular’ (Katakrak, 2020)

Michele Wallace 16/12/2020 CTXT

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Movilizaciones en Nueva York por los derechos de las mujeres (2018). Alec Perkins

En tercero quería ser presidenta. Todavía recuerdo la cara afligida de mi profesora cuando lo dije en clase. Para cuando llegué a cuarto, había decidido ser la esposa del presidente. Nunca se me había pasado por la cabeza que no pudiera ser ninguna de esas dos cosas por ser negra. Creciendo en un estado mental ensoñador, no impropio de los descendientes de la clase media negra, estaba convencida de que el odio era una emoción insustancial y de que seguramente desaparecería antes de que me afectara. Al planificar mi vida tenía un sinfín de opciones para elegir.

Los días de lluvia, mi hermana y yo atábamos el lado más corto de un pañuelo a nuestras escuálidas trenzas y dejábamos que la sedosa tela nos cayera hasta la cintura. Fingíamos que era nuestro pelo y que éramos preciosas heroínas de película. Hubo un momento en el que pensé que eso quería decir que anhelaba ser blanca, pero creo que realmente significaba que quería ser femenina. Para nosotras ser femenina significaba ser blanca.

Un día, cuando tenía trece años, yendo a casa en autobús, crucé una mirada breve pero encantadora con una criatura preciosa: esbelta, marrón miel y el pelo al natural. Muy poca gente lo llevaba suelto de ese modo, lo cual la hacía incluso más llamativa. Este era un aspecto que yo podía imitar con cierto éxito. Al día siguiente me fui a la escuela con el pelo a lo afro.

Al salir de mi edificio, la gente me miraba fijamente y algunos me dijeron cumplidos, pero los demás, los alumnos que formaban parte del pasillo como su mobiliario, me miraban boquiabiertos, aterrorizados. Pasear por las calles de Harlem era incluso más hostil. Los hombres de las esquinas que antes habían sido solo moderadamente amables, ahora empezaban a chillar y gritarme al verme. Con el tiempo me enfurecí, y pregunté qué pasaba. «Creen que eres prostituta, cariño». Arreglé mi pelo y volví a la normalidad a la mañana siguiente. Al revelar a todo el mundo el secreto de mi pelo natural mostraba que era proclive a la rebelión, pero que la gente pensara que no era «una buena chica» ya era conflictivo, y no estaba preparada para ello. Me imaginaba en comisaría intentando explicar que me habían violado. «Anda, chica, tienes pinta de saber manejarte», me decía burlándose un policía imaginario.

La negritud, deduje, significaba que por fin podía ser yo. Además de reconocer mi historia de esclavitud y mis raíces africanas, inicié una limpieza general

En 1968, cuando tenía dieciséis años y el término «conciencia negra» se volvió popular, empecé a llevar de nuevo mi pelo al natural. Esta vez ignoré a mis «mayores». Estaba demasiado ocupada reformando mi vida. La negritud, deduje, significaba que por fin podía ser yo. Además de reconocer mi historia de esclavitud y mis raíces africanas, inicié una limpieza general. Todos mis anteriores valores, acumulados desde que «jugaba a casitas» en la guardería, hasta los consejos de belleza de la revista Glamour, fueron abandonados.

Ya no llevaba maquillaje, tacones altos, medias, portaligas o fajas. Llevaba camisetas y monos o vestidos africanos sueltos y sandalias. Mi apolillado lema, «Sé una niña de color buena e íntegra para poder casarte con un buen médico de color», lo dejé atrás por la sola razón de que era un vestigio de mi yo «blanqueado» anterior. Ahora, con la mente clara, empecé a reflexionar sobre ser una persona y no algo; la presidencia todavía era algo de lo que sabía poco, pero quizás aún podía ser escritora. Ni siquiera me atrevía a decirlo en voz alta: mi vida me volvía a pertenecer. Se lo agradecí a Malcolm y a LeRoi; ¿acaso no era su fórmula la que estaba siguiendo?

Tardé tres años en entender completamente que Stokely Carmichael hablaba en serio cuando dijo que mi posición en el movimiento era «enrevesada», tres años en entender que todos estos innumerables discursos que empezaban con «el hombre negro»… No me incluían a mí. Aprendí. Me mezclaba cada vez más con gente negra, asistía a reuniones, manifestaciones y fiestas, y hablaba con algunos de los hermanos más locuaces acerca de la negritud y, a medida que reconstituía el ideal que se presentaba ante mí como modelo a imitar, descubrí que estaba siendo despojada de mis recién adquiridas libertades. No, no iba a llevar maquillaje, pero sí, tenía que ponerme faldas largas con las que apenas podía caminar. No, no iba a ir al salón de belleza, pero sí, tenía que pasarme horas controlando mi pelo. No, no iba a coquetear o aguantar mierda de los hombres blancos, pero sí, tenía que dormir con y aguantar la mierda interminable de los hombres negros. No, no iba a ver la tele o a leer Vogue o Ladies’ Home Journal, pero sí, debería callarme la boca. Y, además, tendría que planchar, coser, cocinar y tener bebés.

Cuando tenía solo dieciséis años, me di cuenta de que había muchas cosas que no sabía sobre las relaciones entre hombres y mujeres negras. Hice un esfuerzo por actualizarme leyendo Soul on ice [Alma encadenada], Native Son [Notas de un hijo nativo], Black Rage [La ira negra] y uniéndome al Teatro Nacional Negro. En una de las sesiones de toma de conciencia me hablaron de todas las horribles maneras en las que las mujeres negras, yo incluida, habían intentado destruir la masculinidad del hombre negro; cómo lo habíamos castrado; trabajamos cuando él no trabajaba; ganábamos dinero cuando este no ganaba nada; nos pasábamos noches y días rezando en la iglesia a un niño blanco ridículo llamado Jesús, mientras él se desplomaba en el alcoholismo, la adicción a las drogas y otras formas de desesperación; cómo habíamos sido siempre demasiado ruidosas y dominantes, demasiado directas.

Teníamos mucho que compensar siendo amables, enfrentándonos con nuestra propia humillación, hablando con voz suave (idealmente, hasta el punto en el que nuestras voces no se escucharían, en principio), siendo guapas (significara lo que significara), siendo sumisas (cuántas veces se me ha echado en cara eso en poemas y en canciones), como si fuera algo a lo que hay que aspirar.

Al mismo tiempo, uno de los hermanos, también miembro del teatro, trabajaba como profesor no titulado en la escuela en la que enseñaba mi madre. Ella le preguntó qué era lo que le gustaba del teatro. Sin saber que yo era su hija, respondió, sin duda alguna, poder ligar todo lo que quería. El Teatro Nacional Negro era la institución central en el movimiento cultural negro. Se pasaba mucho tiempo buscando lo «divino» en los demás, las cosas más allá de la «carne» y más allá de todo esa «tapadera». Y a lo que se reducía todo era a que ahora el hermano podía ligar todo lo que quería. Si esta era su revolución, ¿cuál era la mía?

Así que me volví a obsesionar con mi apariencia, empecé a preocuparme de nuevo por la lluvia –la pesadilla de la mujer negra–, por el miedo a que mi enorme afro, en su completud, se marchitara (a pesar de que «lo negro» estaba de moda, a los hombres negros todavía no les gustaba el pelo corto). Mi edad era lo único que tenía jugando a mi favor. «Las mujeres negras mayores son demasiado duras», me informaban mis hermanos mirándome de arriba a abajo.

El mensaje del movimiento negro era que yo estaba siendo observada, en periodo de prueba, como mujer negra; que cualquier señal de agresividad, inteligencia o independencia significaría que se me denegaría el único papel todavía disponible para mí como «mujer de mi hombre», la cuidadora de la casa, de los niños, la quemadora de incienso. Estaba cada vez más desesperada por no meter la pata; ellos, los hombres negros, me amenazaban con que me quedaría abandonada, sola. Como cualquier mujer «normal», me agarré ansiosamente a mi propia esclavitud.

Me imaginaba una utopía supernegra en la que estaría completamente rodeada por gente que me entendería. El problema de Nueva York era que había demasiada gente blanca

Al fin y al cabo, he oído historias de terror sobre mujeres cultas que se casaron con algún cavador de zanjas y aguantaron palizas todos los días. Pensaba que el movimiento negro me ofrecería algo mucho mejor. En 1968 quería convertirme en un ser humano inteligente. Quería ser seria y erudita por primera vez en mi vida, escribir y, quizás, tener las mismas oportunidades que Stokely, Baldwin e Amiri Baraka (en aquel entonces, LeRoi Jones) habían tenido de cambiar el mundo –así era como yo definía lo de no querer ser blanca–. Sin embargo, para cuando llegó 1969, simplemente quería un hombre.

Cuando decidí irme a la Universidad de Howard en 1969, fue porque allí solo había gente negra. Me imaginaba una utopía supernegra en la que, por primera vez en mi vida, estaría completamente rodeada por gente que me entendería del todo. El problema de Nueva York era que había demasiada gente blanca.

Con quince kilos de más, mi pelo totalmente afro –lavado y secado al aire sin peinar–, mi piel morena, azulada por sol veraniego, los estudiantes de Howard, la futura sociedad respetuosa de los cócteles del NAACP,(1) no me recibieron exactamente con los brazos abiertos. Cada día iba en busca de un nuevo grupo de gente y no encontré un hogar en ninguno de ellos. Finalmente, encontré un lugar de revelación, si no de felicidad, con otras inadaptadas en la residencia femenina de estudiantes, las noches de los viernes y los sábados.

Estas inadaptadas, todas de piel oscura sin excepción, todas con sus afros demasiado voluminosos, elegían quedarse en casa y ver la tele o escuchar discos, antes que tomar un buen lugar en la competición de los líos de una noche tras los que, humilladas, habrían tenido que volver a casa de sus padres como «mujeres de mala vida». Si venías a Howard a buscar marido; si te acostabas con todo el mundo o si se empezaba a rumorear que te acostaste con alguien con quien no estabas a punto de comprometerte, entonces tenías una posibilidad muy pequeña de encontrar un marido en Howard.

Este tipo de restricciones no son exclusivas de este mundo, pero en Howard la toma de poder sobre los estudiantes novatos, los disturbios y el discurso revolucionario dominante sobre cómo deshacerse de los valores occidentales o de la moral victoriana arcaica, parecían extrañamente «poco negros». Desconcertada por mi nuevo ambiente, hice algo que no había hecho jamás: pasé la mayor parte de mi tiempo con mujeres, rechazando muchas veces la inevitable humillación o, peor aún, el aburrimiento de una cita (una opción que aumentó cuando me deshice de los kilos de más) cuando se me brindaba la oportunidad. La mayoría de las mujeres venían de comunidades pequeñas del sur y del medio oeste. Creían que era una completa estirada, con mi ilustrado conjunto de ideas neoyorquinas «sofisticadas» sobre el sexo prematrimonial y el ateísmo. Aprendí a escuchar más que a hablar.

Sin embargo, nadie hablaba sobre la razón por la que las noches de viernes y sábados no salíamos, en un campus famoso por sus fiestas y su vida nocturna. Nadie hablaba sobre la razón por la que bebíamos tanto o por qué nuestro hambre de Big Macs era insaciable. Hablábamos sobre los hombres: de todo tipo, de negros y blancos, de Joe Namath, de Richard Roundtree, del delegado de clase que ganó una buena fama por llevar en coche por autopista a las estudiantes y ofrecerles un polvo rápido o un largo paseo de vuelta a casa. «Pero, ¡qué bueno está, tía!». Hablamos sobre estrellas de cine y sobre grupos de música hasta las tantas de la mañana. Engullendo ginebra, haciendo trampas al póquer, ahogándonos con los cigarrillos que colgaban precariamente de la comisura de nuestros labios, vacilando.(2) «Si pudiéramos ser lo suficientemente mujeres (blancas)», era la sensación general de la mayoría de nosotras mientras nos retirábamos a la cama.

Mientras tanto, los hombres del campus habían enterrado con gran éxito los antiguos estándares de belleza masculina juvenil de pelo claro, rizado y nariz recta. Lucían grandes afros revueltos, dashikis y fosas nasales anchas. Sus ojos negros carbón parecían decir «las noches y los días me pertenecen», cuando nos cruzábamos en el césped del campus, por el que paseaban siempre acompañados de una pequeña criatura elegante, delgada y descolorida.

Acabé harta. Dejé Howard y lo cambié por el City College después de un trimestre y el sentido de todo lo que había visto allí no se desvaneció del todo, ya que recuerdo que me hice feminista justo en esa época. A nadie le iba muy bien cuando dejé Nueva York, pero ahora parecía incluso peor: la «nueva negritud» se había vuelto rápidamente una nueva forma de esclavitud para las hermanas.

Los hombres negros, al menos los que yo conocía, parecían completamente desconcertados a la hora de tratar a las mujeres negras como personas

Descubrí mi propia voz y, cuando los hermanos me dirigían la palabra, yo les respondía. Esto tenía su riesgo. Estuve varias veces a punto de acabar con un ojo morado. Mi vida social se parecía a una guerra de guerrillas. Ahí yacía la lógica detrás de los viejos dichos de nuestras abuelas: «El negrata no es más que una mierda». Resumidamente esto significa que «El hombre negro ha aprendido a odiarse a sí mismo y a odiarte a ti más todavía. Ten cuidado. Te hará daño».

Recuerdo una conversación que tuve con un hermano en el City College un día templado de primavera. Estábamos en una esquina frente a las puertas del campus sur; me estaba explicando cuál era el papel de la mujer negra. Cuando hizo una pausa en su monólogo, le pregunté cuál era el papel del hombre negro. Murmuró algo sobre «simplemente ser un hombre». Cuando sugerí que esto quizás no era suficiente, se volvió totalmente loco. Se puso morado. Empezó a gritar. «El hombre negro no tiene que hacer nada. ¡Es un hombre, es un hombre, es un hombre!».

Siempre que planteaba la cuestión de la humanidad de la mujer negra al hablar con un hombre negro, obtenía una reacción similar. Los hombres negros, al menos los que yo conocía, parecían completamente desconcertados a la hora de tratar a las mujeres negras como personas. Al intentar ser lo que los hermanos de la «nación» nos decían que teníamos que ser –dulces y sonrientes–, una joven mujer negra que conocía había saludado efusivamente a un hermano al pasar por Riverside Drive. Su respuesta fue violarla. Cuando preguntó a los hermanos qué era lo que tenía que hacer, le dijeron que no fuera a la policía y que tuviera el bebé, aunque contara solo diecisiete años.

Mis amigas jóvenes negras dejaban la facultad porque sus chicos les habían convencido de que era «incorrecto» y «contrarrevolucionario» aspirar a cualquier otra cosa que no fuera tener bebés y limpiar la casa. «Ayuda al hermano a arreglárselas», les decían. Otras mujeres negras se sometían a la poligamia involuntaria en la que, a veces, se las llamaba para acostarse con los amigos de su «marido». Una vez un «sacerdote» del Templo yoruba de Nueva York me dio una explicación para esta segunda obligación. «Si tu hermano tiene que ir al baño y no existe un baño en su casa, ¿acaso no le dejarías usar el tuyo?». Véase mujer negra en vez de baño.

El mismo hombre negro que se estremecía por el odio hacia los hombres blancos encontraba irresistible a la mujer blanca porque ante sus ojos ella no era un ser humano, sino una posesión

Las hermanas tiraban para delante manteniendo la boca cerrada, negándose a ver lo que día tras día era cada vez más difícil de ignorar: muchos hermanos tenía turno doble, en las afueras con las hermanas y en el centro con la mujer blanca a la que, siempre habían afirmado, odiaban. Algunos de los hermanos más atrevidos eran bastante sinceros respecto al tema. «La mujer blanca me permite ser un hombre».

La justificación más popular que las mujeres negras tenían para no hacerse feministas era su odio a las mujeres blancas. Muchas veces lo repetían para endulzar el oído de los hombres negros (claro está, al hermano le interesaba mantener a las mujeres negras y a las blancas separadas; «las mujeres cuchichearían»). No obstante, de lo que me di cuenta fue de que el mismo hombre negro que se estremecía por el odio hacia los hombres blancos encontraba irresistible a la mujer blanca porque ante sus ojos ella no era un ser humano, sino una posesión, una propiedad más cara que la mujer que veía en la tele. «Sé que el hombre blanco convirtió a la mujer blanca en el símbolo de la libertad y a la mujer negra en el símbolo de la esclavitud» (Alma encadenada, Eldridge Cleaver).

Cuando me hice feminista por primera vez, mis amigas y amigos negros solían mirarme con cara de pena y decían: «Eso es cosa de blancos». A cambio, yo solía tomármelo con humor, pensando que, efectivamente, había algunos problemillas, algunas cosas que las mujeres blancas no entendían del todo, pero que podíamos trabajarlas. En revistas como Ebony, Jet, Encore e, incluso, The New York Times, varios escritores negros advirtieron a las mujeres negras que tuvieran cuidado con las sonrientes feministas blancas. Afirmaban que el movimiento de mujeres contaba con el apoyo de las mujeres negras solo para poder otorgar credibilidad a un movimiento esencialmente irrelevante y de clase media. El tiempo ha mostrado que había más verdad en estas afirmaciones de lo que su estridencia inicial indicaba. Hoy en día, cuando muchas feministas blancas piensan en las mujeres negras, a menudo les vienen a la cabeza masas anónimas de madres que cobran prestaciones sociales o las víctimas de violación, que dan legitimidad a sus estudios estadísticos sobre el sufrimiento de las mujeres.

Una situación particularmente extraña para mí, como feminista negra, se produjo cuando descubrí que las feministas blancas consideraban a menudo a los hombres negros no como hombres, sino como compañeros y víctimas. No estoy en desacuerdo con la noción de que los hombres blancos han sido los peores infractores, pero esto tampoco es de mucha ayuda en el día a día de la mujer negra. Las mujeres blancas no revisan la cuenta bancaria o las acciones de los hombres blancos antes de acusarles de sexismo; se enfrentan a los hombres blancos con o sin trabajos, con o sin afiliaciones en grupos de concienciación masculina. Sin embargo, cuando se trata del hombre negro, es simplemente inapropiado hacerlo.

A una de mis amigas negras la despidieron de un medio de comunicación negro porque se quedó embarazada. Cuando sugirió hacer un artículo sobre este asunto para la revista Ms., la editora rechazó la propuesta diciendo lo siguiente: «Tenemos un trato especial con el hombre negro». Durante un tiempo pensé que esta no era más que una postura feminista conservadora, hasta que escuché a una declarada feminista radical explicando la razón por la que solo salía con hombres negros y con otros hombres no blancos: «Son menos amenazantes hacia las mujeres; son menos opresivos».

Ser mujer negra implica episodios frecuentes de rabia impotente y agotadora. Un episodio de este tipo me sobrevino hace poco tiempo, cuando asistí a una mesa redonda en un congreso de mujeres artistas. Una de las participantes en la mesa redonda, directora de un museo y feminista blanca, vino con un hombre negro joven con sudadera, unas zapatillas proKeds y un pañuelo atado alrededor de un peinado afro que hacía tiempo que no se veía. Cuando le preguntaron por su compromiso con las artistas negras, ella respondió diciendo: «Bueno, ¿y qué pasa con las artistas portorriqueñas o mexicanas, o indias?». Sin embargo, no exponía a más mujeres hispanas que a mujeres negras (¿acaso tengo que decir algo sobre las mujeres indias?), que ya, de hecho, era poco, a pesar de que su museo estaba ubicado en una zona predominantemente negra y portorriqueña. Aun así, se sentía muy segura con su postura, porque la prueba viva de su liberalismo y sus buenas intenciones estaba sentada en primera fila, era negro y serio, medía casi un metro ochenta y cinco y tenía pinta de militante.

En la primavera de 1973, Doris Wright, una escritora feminista negra, organizó un encuentro para discutir sobre «Las mujeres negras y su relación con el Movimiento de Mujeres». Como resultado de todo ello surgió la Organización Feminista Negra Nacional y yo estaba absolutamente encantada hasta que, fieles a la forma del Movimiento de Mujeres, nos empantanamos en una serie de disputas ideológicas, entre las cuales la principal era sobre lesbianismo versus heterosexualidad. Dominadas por los mitos y los datos sobre lo que las feministas blancas habían hecho, o no, antes que nosotras, resultó casi imposible llegar a cualquier acuerdo respecto a nada; la acción ya era impensable.

Todavía no existe un movimiento de mujeres negras y no parece que vaya a haber nada parecido durante algún tiempo

Muchas de las principales impulsoras de la organización parecían representar a otros grupos de interés y cualquier compromiso que pudieran haber tenido con los problemas de las mujeres negras parecía mantenerse en segundo plano. Las mujeres que mostraban iniciativa y ánimo asistían normalmente a una reunión y acababan desalentadas por la falta de esperanza para poder conseguir algún resultado, y no volvían nunca. En cada reunión, casi todas las caras eran nuevas. Oír por casualidad a una candidata política en ciernes decir en la primera reunión de la Organización, medio bromeando: «Conseguiré unos votos de estas negratas», me convenció de que las feministas negras no estaban preparadas para formar un movimiento en el que yo pudiera participar con la conciencia tranquila.

Más o menos al mismo tiempo, formé un grupo de toma de conciencia de mujeres negras. Cuando oí a una de mis amigas, a la que consideraba lo más cercano a ser feminista de aquel cuarto, decir en una de nuestras sesiones: «Siento lástima por cualquier mujer que intente quitarme a mi marido, porque solo tendrá un hombre que pagará la manutención de los niños y de su mujer», a pesar de que no estaba casada; sentí un gran vacío en mi pecho. Ahí había una mujer que (al menos delante de mí) defendía su derecho a criar un hijo fuera del matrimonio, queriendo convencer a otras mujeres negras, en su mayor parte solteras y muy preocupadas por ello, que estaba casada (a diferencia de ellas). De hecho, la primera en dejar el grupo fue una estudiante recién licenciada de la Universidad de Sarah Lawrence diciendo que: «Quiero estar en situaciones en las que conocer a más hombres». Al final, el grupo se desintegró. No teníamos capacidad de confiarnos las unas a las otras. ¿Era posible? En todo caso, eso parecía. Y, quizás, lo mismo pasó con la Organización Feminista Negra Nacional, solo que a mayor escala.

A pesar de que ha existido un número considerable de feministas negras que han contribuido enormemente al liderazgo del movimiento de mujeres, todavía no existe un movimiento de mujeres negras y no parece que vaya a haber nada parecido durante algún tiempo. Es posible que, de todas formas, el nivel de conciencia feminista necesario para las mujeres negras no las impulsaría a ningún tipo de movimiento separatista, a pesar de nuestras características singularidades. Quizás en algún lugar en el futuro exista un movimiento multicultural de mujeres.

No obstante, por ahora, las feministas negras –parece que por mera necesidad– existen como individuos; algunas muy conocidas, como Eleanor Holmes Norton, Florynce Kennedy, Faith Ringgold, Shirley Chisholm, Alice Walker y algunas, como yo, desconocidas. Existimos como mujeres que son negras y que son feministas, cada una abandonada por el momento, trabajando independientemente porque todavía no se ha formado un entorno en esta sociedad que simpatice remotamente con nuestra lucha, porque, desde el fondo del pozo, tendríamos que hacer lo que nadie ha hecho: tendríamos que luchar contra el mundo.

Notas

[1] NAACP (National Association for the Advancement of Colored People): la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, conocida por sus siglas en inglés.

[2] Signify [signifyin’] en el original. «Vacilar» o estar «vacilando» es, en el contexto afroamericano, una especie de intercambio de jactancias o insultos en forma de juego o ritual [N. de la T.].

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