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Incluso con las niñas más pequeñas comprobaban si estábamos casadas”

Sábado 22 de febrero de 2020

Entre 5.000 y 7.000 mujeres y niñas yazidíes fueron convertidas en esclavas sexuales por el Estados Islámico. Hablamos con una de ellas en un campo de refugiados iraquí.

Boštjan Videmšek 18 febrero 2020 La Marea

El 3 de agosto de 2014, los combatientes del autoproclamado Estado Islámico tomaron la ciudad y la montaña de Sinjar. Después de que las ciudades kurdas del norte de Iraq se convirtiesen en objetivo fuesen del grupo suní radical, los soldados peshmergas del gobierno regional kurdo abandonaron esta región, estratégica militarmente, y habitada fundamentalmente por yazidíes, un grupo monoteísta gnóstico que ha estado en la mira de numerosos grupos religioso a lo largo de los siglos.

Seis semanas antes de la toma de Sinjar, el Estado Islámico había avanzado, sin encontrar impedimentos, hacia Mosul, la segunda ciudad más importante de Iraq. Un solo ataque aéreo bien organizado habría bastado para frenar al convoy del ISIS. Envalentonados por sus últimas hazañas, los líderes del EI decidieron convertir al pueblo yazidí en uno de sus objetivos prioritarios. Esta comunidad –aislada, desarmada y políticamente inactiva– debía convertirse rápidamente al islam. O serían asesinados

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Safia

El genocidio

Por entonces, Safia iba a cumplir catorce años. Vivía con su madre, su padre, su hermana mayor y dos hermanos en una aldea que parecía desgajada del resto del mundo. El aislamiento de la minúscula población había sido casi una bendición hasta entonces: mantenía a sus habitantes alejados de los continuos conflictos que asolan este país. A pesar de la retirada de los peshmerga y de los rumores de una inminente incursión del EI en Sinjar, los yazidíes optaron por quedarse. La mayoría dependía de sus cultivos para sobrevivir.

“Oímos que unas cuantas aldeas estaban rodeadas, que estaban matando a los hombres y secuestrando a las mujeres… Decidimos huir, pero era demasiado tarde. Daesh ya estaba en la entrada de nuestro pueblo”.

Así comienza el recuerdo de Safia del fatídico día que le dejó salvajemente destrozada. Cinco años y medio después, sigue temblando, ahora en el campo de población refugiada de Khanke, cerca de Duhok –en el noroeste de Iraq–, donde siguen viviendo unos 16.000 yazidíes.

“Nos escondimos”, dice al retomar su historia, que comparte con varias miles de niñas y mujeres yazidíes que fueron convertidas en esclavas sexuales. “Nos reunieron en el centro de la aldea. Nos rodearon. Mataban a gente a nuestro lado. Primero, separaron a los hombres de las mujeres. Se llevaron a mi padre y a mi hermano mayor. Fue la última vez que les vi. Oficialmente están desaparecidos. A mi madre, mi hermana mayor, mi hermano pequeño y a mí nos metieron en un camión y nos llevaron. Nuestra aldea fue totalmente quemada”.

Según datos de las Naciones Unidas, unos 5.000 hombres, mujeres y niños yazidíes fueron asesinados aquellos días. La ONU y la Unión Europea han clasificado esta masacre de genocidio.

Unos 50.000 yazidíes consiguieron huir de la carnicería. La mayoría huyó a zonas kurdas. Aproximadamente medio millón, se quedó atrapado en la zona de Sinjar, donde la sequía y las altas temperaturas de aquel verano se cebaron también con ellos: hambre y deshidratación.

Parte de la ayuda que necesitaban cayó del cielo literalmente, en forma de paquetes humanitarios. La coalición internacional se dignó a lanzar unas pocas bombas contra el ISIS. Una respuesta que llegó de manera demasiado timorata y tarde.

“Los camiones nos llevaron a la prisión de Basha Kidri, donde nos mantuvieron dos semanas”. Safia continúa hablando desde una distancia emocional perturbadora. “Se llevaron a mi hermano pequeño. Nuestro grupo estaba formado solo por mujeres y niños de muy poca edad. Y, por supuesto, niñas. Aquellos animales venían cada día a la cárcel a elegir con quien divertirse. Mi hermana mayor fue una de las primeras. Nunca la volví a ver, nunca”.

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Campo de población refugiada de Khanke (B. V.)

La esclavitud sexual

Según datos de la ONU, el Estado Islámico convirtió en esclavas sexuales a entre 5.000 y 7.000 mujeres y niñas yazidíes.

Tras dos semanas, los militantes del ISIS trasladaron a Safia y a su madre a Tal Afar, un bastión iraquí clave para el autoproclamado califato, que entonces se abarcaba gran parte del norte y centro de Siria e Irak.

Grupos de mujeres, algunas con niños pequeños, fueron recluidas en un gran edificio a las afueras de Tal Afar. Estaban fuertemente vigiladas e incomunicadas con el mundo exterior. Los combatientes del Estado Islámico iban continuamente a buscar a mujeres solteras, lo que quería decir básicamente niñas.

“Incluso con las niñas más pequeñas comprobaban si estábamos casadas”, recuerda Safia. Kochar Hassan, un trabajador social encargado del centro de recuperación de las mujeres yazidíes del campo de refugiados de Khanke, explica discretamente que lo que Safia está diciendo es que les practicaban exámenes vaginales para ver si eran vírgenes.

La vida de Safia estaba permanentemente atravesada por el terror. Sabía que tarde o temprano, su turno llegaría. Durante los quince días que ella y su madre permanecieron en Tal Afar, los miembros del ISIS intentaron convertirlas al islam obligándolas a leer versos del Corán. Mientras, sus captores se dedicaban fundamentalmente a asesinar y a violar.

Después, Safia, su madre y varios centenares de mujeres más fueron trasladadas a Raqqa, la capital siria del autoproclamado califato, al otro lado de la frontera. Safia fue separada de su madre y llevada al centro de la ciudad. Raqqa se había convertido ya en un punto neurálgico para el mercado de esclavas sexuales, la mayoría yazidíes.

Las mujeres, adolescentes y niñas eran expuestas y vendidas en el mercado de esclavas de la ciudad. Dada la pasión del Estado Islámico por la contabilidad, había incluso una lista de precios oficiales. Para muchos de los combatientes extranjeros, esta mercancía era el principal motivo para luchar primero en esa ciudad.

Y allí, inevitablemente, llegó el turno de Safia, que aún tenía 13 años.

***

»Con otras cuatro niñas, fui llevada a una casa a donde iban diariamente soldados del Daesh”, recuerda Safia, con los ojos dócilmente enfocados en el suelo.

Fue comprada por un soldado saudí del ISIS de 25 años. Durante los siguientes seis meses, fue su esclava sexual. La experiencia sigue resultándole demasiado traumática para contarla oralmente, por lo que el trabajador social le ha propuesto que la escriba. Rápidamente, Safia rellena ocho páginas de papel amarillo con detalles tan indescriptiblemente viles y destructivos que no los reproduciremos.

Las violaciones y la violencia eran habituales. Safia estaba indefensa, aislada y perdida. Su gran temor era quedarse embarazada. Suplicaba a su captor que utilizara anticonceptivos, algo que él rechazó. Iba y volvía continuamente al frente, cada vez era más violento con ella.

Cuando estaba embarazada de cinco meses, él violador se la prestó a sus amigos. Poco después, él murió durante un bombardeo de las fuerzas de coalición. La mujer y madre de este se llevaron a Safia a su casa y le dijeron que durante el periodo de duelo no la venderían.

Renas

Cuatro meses después, Safia daría a luz a una niña a la que llamó Renas. Pocos días después del parto, ambas fueron llevadas de nuevo al mercado de esclavas de Raqqa, donde serían compradas por un hombre de 27 años del Magreb.

Su nombre era Abu Barak. La hija de Safia era parte del acuerdo de compra. Abu Barak parecía contento con el hecho de llevarse al bebé también. Arrasada por la ansiedad de no saber qué iba a ser de su cría en el futuro y por la pena de los seres queridos que había dejado atrás, Safia solo podía desear que su segundo dueño fuese menos violento que el primero.

No podía estar más equivocada.

Lo que vivieron en los siguientes quince meses ella y su bebé se parece bastante al décimo círculo del infierno, aquel que incluso Dante se negó a mencionar. Entre incontables delitos, su testimonio escrito recoge cómo su captor la atacaba y torturaba diariamente, a veces incluso dos veces al día. En sus propias palabras, él estaba ‘completamente loco, continuamente airado y lleno de furia’. Lo peor era cuando volvía de combatir en una batalla. Desde el primer día, él la recluyó obligándola a pesados trabajos que terminaron destrozándole la espalda y recluyéndola en una silla de ruedas.

Aún hoy, las secuelas permanecen. Una vez más, su mayor temor era volver a quedarse embarazada.

Por un tiempo, confiaba en el hecho de que tras el nacimiento de Rena no le había vuelto la menstruación. Pero una mañana vio, horrorizada, cómo la sangre bajaba por sus piernas. Estaba teniendo un aborto natural. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía que hacer algo. Lo único que le quedaba por perder era la vida de su niña, que era lo único que le aportaba un hilo de esperanza.

Safia decidió escapar. Consiguió llegar a una de las casas vecinas, con Renas a cuestas. Pidió ayuda desesperadamente a un extraño y su respuesta lo cambió todo.

La familia siria le permitió contactar con familiares y descubrir que su madre estaba en el campo de refugiados de Khanke. Su familia le envió dinero para comprar su libertad, como ordenaba el Estado Islámico. Tras 3 años y dos meses, Safia volvía a ser libre. Pero en su camino al campo del kurdistán iraquí, el destino volvió a golpearla, algo común para las mujeres y niñas que se quedaron embarazadas durante su cautiverio bajo el ISIS.

Tan pronto como la madre de Safia puso los ojos sobre su hija, se la quitó de sus brazos. Le dijo a la madre adolescente que uno de sus tíos llevaría al bebé de 18 meses al hospital de Duhok para que le realizaran un chequeo médico, y que todo iría bien.

Pero no lo fue. Esa vez fue la última vez que Safia vio a su niña.

“Olvídala”, le dijo la madre de Safia pasados algunos días. Pero era una de las cosas que la muchacha no podía hacer. Había sufrido lo inimaginable, había conseguido huir del horror, pero esta nueva separación fue la gota que colmó el vaso. Safia no había luchado tanto para ahora perder a su hija. Por si no fuese suficiente, estaba embarazada de nuevo, de dos meses. Y quería tener al bebé. Su familia le obligó a abortar.

Lo había perdido todo y solo quería morir.

***

Dos años y medio después, Safia conserva la esperanza de encontrar a su hija. Oficialmente, nadie conoce el paradedor de Rena. En Iraq y Siria hay numerosos orfanatos en los que, según datos de Nasrin Ismail de la ONG People’s Development Organization, – yazidíes han llevado a muchísimos niños.

Es imposible comprobarlo. El campo de refugiados de Khanke y los más pequeños que hay alrededor acogen a decenas de niños y jóvenes a los que se les permitió permanecer con sus madres tras los secuestros. Muchos de ellos fueron obligados a luchar en las filas del Estado Islámico. En ninguno de estos campos se ofrece tratamiento para el trauma y el síndrome postraumático que sufren.

No es de extrañar que toda esa violencia acumulada esté generando nuevas violencias.

***

“La esclavitud ha traumatizado profundamente a estas mujeres. Sus familias, en lugar de acudir en su ayuda, están estigmatizándolas. La comunidad yazidí no solo tiene que aceptar a los bebés, sino también a sus madres que, por ahora, solo lo han sido parcialmente. Su sufrimiento es inimaginable”, explica Nasrin Ismail, uno de los trabajadores sociales que está intentando devolver las ganas de vivir a estas mujeres.

“Aquí, la violencia sexual -como todo lo relacionado con la sexualidad- es un gran tabú”, reflexiona Ismael. “Algunas de estas pobres mujeres han necesitado dos años antes de poder empezar a hablar sobre su experiencia como esclavas. Pero parece que por fin están rompiendo el muro de silencio. Ya vienen quince a terapia regularmente y se están ayudando entre ellas. Nuestra relación con ellas es honesta y fuerte. Para la mayoría, el proceso de rehabilitación está avanzando exitosamente”, concluye Nasrin que merecido orgullo.

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