Xarxa Feminista PV

Horizontes del feminismo

Jueves 10 de marzo de 2022

La política feminista de lo común es una invitación irrenunciable a hacer de la pregunta cómo vivir juntas la práctica de una sociedad que, en lugar de monstruosa, sea el desafío de un presente y un horizonte plagados de afectos distintos

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Huelga feminista del 8 de marzo de 2019. Manolo Finish

Silvia L. Gil 6/03/2022 CTXT

Las movilizaciones feministas de los últimos años han interpelado al mundo entero con preguntas estructurales acerca de la validez de los sistemas de democracia y justicia cuando la violencia y discriminación de las mujeres y disidencias sexuales sigue siendo una realidad. Pero también han sido verdaderos laboratorios de experimentación para la organización, dando lugar a algo que viene de lejos: una política feminista de lo común. En esta noción encontramos algo fundamental para este momento de crisis: un cuestionamiento profundo a las condiciones del vivir y los afectos que las acompañan. ¿Cómo pensar esta política de lo común?

Nuestro contexto de crisis ínimo

Este 8 de marzo se celebra en un momento tremendamente paradójico. Por una parte, las energías sociales están siendo reactivadas, no solo en un sentido económico, sino también en un sentido psíquico. Existe el impulso emocional de dejar atrás cuanto antes la traumática situación vivida durante los últimos dos años. El capitalismo parece resplandecer con una nueva vitalidad donde los individuos desearían más que nunca escapar de cualquier compromiso que volviese a atarlos a desgracias o a alguna restricción. Al inicio de la pandemia, el sentido normalizado de una vida disponible siempre al trabajo y al consumo fue suspendido momentáneamente. La cantidad de reflexiones surgidas durante aquellos meses no cabrían aquí, pero convergían en varias cuestiones que no está de más recordar: repensar el trabajo –sus tiempos, necesidades y condiciones–; reconocer las tareas de reproducción y cuidado –que empujaba otra mirada y sensibilidad de relaciones no mercantiles y de cercanía–. O aquellas sobre la ecología como proyecto planetario urgente y freno general a la lógica depredadora –¿hecha de fantasías imperialistas?– que habría conducido al desastre. Dos años después, cualquier horizonte emancipador parece haber sido clausurado por el impacto de la experiencia de la enfermedad y la muerte, como si lo máximo a lo que pudiésemos aspirar fuese a mantenernos con vida. La euforia colectiva por “volver a vivir” borra precipitadamente cualquier pregunta acerca de ese “vivir” y rechaza dotarlo de nuevos afectos. Además, la pandemia ha puesto a prueba no solo nuestra imaginación política, sino también la capacidad de confrontación con poderes absolutamente decididos a no ceder en lo más mínimo. Mientras escribo estas líneas, se desata una nueva guerra que revela nuestra profunda frustración e incapacidad para frenar el horror. La disyuntiva en la que se vieron atrapados millones de personas entre morir de hambre o arriesgar la vida ha sido solo uno de los muchos ejemplos de una derrota tejida silenciosamente durante las últimas décadas de hegemonía y política neoliberal. ¿Quién no querría olvidarse de todo tras sufrir años de desgaste? ¿Quién puede permitirse olvidar el daño? La actual rearticulación del capital se sostiene en esta disposición humana. Y en las capas de población que mejor pueden esconder bajo la alfombra los aspectos negativos que otras recogerán.

Sin embargo, la realidad a corto plazo muestra algo, por otro lado, muy distinto. En las conversaciones inmediatas, las luces que resplandecen desde los locales de ocio se apagan: duelos no concluidos, enfermedades crónicas, precariedad intensificada, despidos por incapacidad prolongada, deudas impagables en aquellos países en los que la sanidad pública es precaria o inexistente, responsabilidades de cuidado sin apoyos, depresión colectiva. La energía psíquica movilizada en este nuevo impulso socioeconómico choca frontalmente con la realidad de los cuerpos profundamente dañados. Ningún proyecto político que ignore este desfase podrá ser fructuoso, en la medida en que reproducirá la lógica de consumo y producción que expulsa de sí todo aquello que tiene que ver con el sostén de los cuerpos radicalmente vulnerables. Traer aquí la palabra “radical” es asumir que la vulnerabilidad no es pasajera, un accidente, sino el modo en el que acontece aquello que somos.

¿Qué tipo de política sería capaz de romper con esta paradoja, cortocircuitar la movilización psíquica hacia la rearticulación del capital, desviándola hacia una nueva construcción colectiva? ¿Pueden conducirse nuestras energías inconscientes y emociones explícitas de este tiempo de crisis hacia algo distinto? ¿Es posible volver a imaginar un horizonte de esperanza? ¿Es posible dotar al vivir de una afectividad disruptiva diferente? En este momento histórico, es imprescindible defender esta posibilidad. No hacerlo generará una escisión mucho mayor entre aquellos que pueden seguir la nueva economía simbólica-social y quienes quedaron atrás en zonas de exclusión que serán parte de un cotidiano cada vez más doloroso –como el producido por la guerra–, pero ciertamente indiferente.

Política feminista de lo común

En las últimas décadas, el estallido de las diferencias amplió de manera irreversible las fronteras del feminismo. Esto sucedía al mismo tiempo en el que las dinámicas económicas y culturales intensificaban la precariedad en todas las facetas de la vida. Ante esta realidad, las movilizaciones masivas feministas de años recientes pusieron sobre la mesa la pregunta filosófico-política que transita desde la vital afirmación de las diferencias hacia el desafío de recuperar lo común, retomando, entre otras cosas, la apremiante necesidad de “estar juntas”. Un “estar juntas” que, sin embargo, se despliega de manera muy especial: no pretende devolver la unidad a las mujeres a través de una identidad o esencia preconcebidas. Tampoco la presencia sería su forma privilegiada, algo fundamental a tener en cuenta en un tiempo histórico marcado por el aislamiento y la enfermedad. En resistencia a la identificación contemporánea entre “estar” y presencia, conectarse o perecer, “estar juntas” pone en valor la multiplicidad de condiciones, escenarios de disputa y formas de hacer. Se trataría, por tanto, de una novedosa recombinación entre diferencias que no son clausuradas o contenidas en una nueva totalidad, sino que es capaz de sostenerlas y, al mismo tiempo, generar vinculaciones y articulaciones. ¿Cuáles son las potencias de esta pregunta por lo común en el contexto de profunda crisis en la que permanecemos insertas?

La defensa de lo que se ha llamado bienes comunes es fundamental en este momento histórico, en la medida en que son permanentemente amenazados o cercados por la extensión planetaria del capitalismo financiero. Los bienes comunes no son de nadie y son de todas las personas al mismo tiempo, como los bosques y las aguas que defienden las comunidades indígenas en regiones de Latinoamérica. No son propiedad del Estado ni tampoco patrimonio de la humanidad porque son parte de algo mucho más grande que esta. Cuando las comunidades luchan por sus territorios, no lo hacen para obtener su propiedad, sino para resguardarlos, protegerlos, cuidarlos y nutrirlos. Son bienes indispensables para la vida. El feminismo ha añadido a esta cuestión la ineludible mirada sobre la reproducción y el cuidado. Los bienes comunes no serían entidades que preexisten a las relaciones sociales que los dotan de sentido y hacen posible; su existencia en tanto común está ligada siempre a una práctica, como sostienen Raquel Gutiérrez y Mina Lorena Navarro. Una práctica inacabada que debe ser cultivada.

En un sentido filosófico, la reproducción y el cuidado remiten también a la pregunta acerca de las condiciones de posibilidad del vivir: ¿cómo se hace posible la vida? ¿Es posible la vida sin cuidado? Interrogar lo que hace posible una vida implica no darla por hecho. Vivir no sería un acontecimiento ni metafísico ni puramente biológico. Vivir no estaría ligado en su origen ni al Ser ni a la identidad, sino a nociones que descubrimos masivamente durante la pandemia: interdependencia, intersubjetividad, vulnerabilidad. Aquí se produce un desplazamiento de la mirada a lo que sucede entre como condición de la existencia. El Ser y la identidad son, en todo caso, determinaciones conceptuales posteriores. No obstante, es importante matizar algo: la idea de interdependencia no puede acabar siendo simple sustituta de estos conceptos, como forma idealizada que reproduce una imagen excesivamente estática y positiva en la que se borra que siempre se encuentra amenazada y es esencialmente inconclusa: el entre se quiebra con facilidad y puede adquirir formas realmente monstruosas.

Cuando ponemos la mirada en el entre, en este espacio común que hila sin garantías la existencia, nuestras preguntas políticas también cambian. Ya no se trata solo de los derechos de los individuos o de determinados colectivos –como se desprendería de una concepción política clásica del Estado–, sino del tipo de condiciones y acuerdos simbólicos y materiales que hacen posible el vivir en sus diferentes modalidades. Esto implica reconocer tanto la fragilidad como la potencia creativa de mundos no previstos. Todo proyecto político debe desplegarse desde la pregunta de si esas condiciones y acuerdos garantizan el vivir de todas las personas o el modelo en el que se apoya presupone que solo formarán parte del mismo las más fuertes, saludables y productivas. ¿Qué tipo de sociedad por venir sería aquella capaz de dejar en el camino a quienes quedaron en los márgenes? ¿No es un proyecto efectivamente monstruoso el que surge de las cenizas de la desigualdad y la indiferencia? ¿A qué mundo estamos dando forma tras el decretado final de la pandemia? La política feminista de lo común es un ejercicio ético-político de contención de la maquinaria de exclusión y muerte en la que se ha convertido este sistema. Es un ejercicio de contención ante la indiferencia.

Conectar dolores para ensanchar la política y devolverle su radicalidad

Virginia Woolf escribe en un texto breve sobre la enfermedad en 1925 que no es deseable añadir imaginariamente otros dolores a los propios. Porque, entonces, “los edificios dejarían de elevarse; las carreteras se convertirían en senderos herbosos; supondría el final de la música y la pintura; un gran suspiro único se elevaría al cielo, y hombres y mujeres solo adoptarían actitudes de horror y desesperación”. La compasión, dice Woolf, presupone una experiencia uniforme absolutamente ilusoria: “No conocemos nuestra propia alma, y mucho menos las almas de las demás”. Quizá por eso es necesaria otra geometría de las emociones donde los dolores no sean compadecidos, sino respetados, escuchados y “cultivados en el desierto”, expresión usada más adelante por la propia Woolf. Las zapatistas, experimentadas en resistir a guerras efectivas, pero no declaradas, tienen su propia versión del problema, siempre lúcida. Cuando dicen que se trata de conectar dolores, no proponen cargar el mundo de una cantidad de tristeza finalmente insoportable, sino de elaborar una política a la altura de este tiempo de muerte donde quienes fueron afectadas por estos dolores iluminen el horizonte de la transformación. Si en otro momento histórico fueron las clases trabajadoras quienes abrían ese horizonte, en la actualidad, lo está haciendo el enorme abanico de sujetos amenazados cotidianamente por la extrema precariedad y la experiencia límite de la vulnerabilidad.

Aquí emerge una política sin miedo a nuevas conexiones. No identitaria, sino expansiva, al mismo tiempo que decididamente encarnada. Capaz de hacer de la diversidad de los cuerpos el motor de una imaginación política ampliada, más rica en todas sus dimensiones y, por tanto, más subversiva. Una política feminista que sigue insistiendo en la difícil, pero inaplazable cuestión acerca de cómo vivir juntas y juntos con criterios ético-políticos que pongan freno a la explotación, la injusticia, la desigualdad y la guerra. La política feminista de lo común es una invitación irrenunciable a hacer de esta pregunta la práctica de una sociedad que, en lugar de monstruosa, sea el desafío de un presente y un horizonte plagados de afectos distintos.

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