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Hermanas, gracias por la revolución sexual

Jueves 11 de agosto de 2022

Es tiempo de volver a hablar de sexo en términos de afirmación del placer y la libertad

Nuria Alabao 17/07/2022 CTXT

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Desnudo reclinado con el pelo suelto. Amadeo Modigliani (1917). Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Osaka

Parece absurdo agradecer a las que vinieron antes, a las que lucharon por nosotras. Suena casi ridículo apelar a la defensa de la revolución sexual en el mundo hipersexualizado de hoy. Sin embargo, muchos discursos públicos respiran un cierto puritanismo otra vez, y la mayoría provienen del propio feminismo. Discursos que dicen que la revolución sexual se hizo “para los hombres”, que contribuyen a fijar la sexualidad femenina a una determinada normatividad –“las mujeres tenemos una sexualidad distinta”, “queremos afecto, no solo sexo” o que aseguran que “no nos gusta el porno”–. No dudo de que la socialización de hombres y mujeres todavía es distinta, pero las formas de experimentar la sexualidad son cada vez más plurales y más libres. Y eso ha sido gracias a las que se organizaron y cambiaron la cultura y nuestras costumbres para siempre. Quizás sí hace falta volver la vista atrás y reconocer todo lo que hemos ganado, aunque podamos, sin duda, reflexionar sobre lo que nos queda por conquistar. ¿Por qué da miedo la libertad sexual, por qué parece que volvemos a un ambiente reaccionario en estas cuestiones?

A veces, para saber lo que hemos ganado, podemos volver la vista atrás. Mi madre, nacida en los 50, se casó para escapar del control familiar. En concreto del de su madre, mi abuela Pepa, férrea defensora de la moral tradicional que la tenía bien amarrada, con normas estrictas sobre horas de salida y de entrada –la noche era territorio vedado– y lo que era posible hacer. Hombres a solas… mejor no. Es verdad que para esa época ya había otros modelos, pero no tantos en el lugar y la clase social que ellas habitaban –la divisoria pueblo/ciudad era más marcada entonces que ahora–.

Mi abuela no era mala persona, simplemente se crió en un ambiente donde bailar estaba mal, donde estar con hombres se consideraba un peligro y lo reprodujo en su crianza. No era una controladora obsesiva ni patológica, simplemente había aprendido, a costa de su propia felicidad, que la desviación de la norma moral tenía un alto precio que se podía estar pagando toda la vida. Como lo pagó ella. De muy joven se quedó embarazada y le obligaron a casarse con un hombre al que no quería, que la acabaría abandonando muy pronto con dos niños pequeños después de una relación triste y violenta. Fue su experiencia de vida, el peligro siempre enunciado en susurros de lo que le podía pasar a las “perdidas”, la que le transmitió el mandato de hacer cumplir la moral sexual patriarcal, a ella y las mujeres de su generación. Mi madre se casó muy pronto porque quería huir de todo eso, quería decidir por sí misma algo tan básico como cuando entrar y salir de casa y respirar un poco. Es cierto que podría haberle salido mal, digamos si el marido hubiese sido el sustituto del control materno, la potestad la tenía –hasta 1975 el matrimonio conllevaba una restricción de libertades para las mujeres incluyendo la institucionalización de la violación, que no estaba reconocida debido a la figura del “débito conyugal”, a la obligación de estar disponible para el marido que existió hasta 1992–. En cualquier caso, mi madre dice que fue feliz aunque también que nunca estuvo con nadie más mientras estuvo vivo mi padre. Es decir, hasta cumplir los 68. Sus expectativas y posibilidades de experimentación estuvieron muy constreñidas por su entorno y educación.

Es la generación de mi madre la que hizo la revolución sexual en este país. Quizás ella, por estrato social, no fue la vanguardia de ningún movimiento contracultural, pero tengo que agradecerle que se asumiese rápidamente como parte de una sociedad que había cambiado, y mi crianza y la libertad de la que disfruté fueron totalmente otras. (Aunque todavía recuerdo una guerra generacional y a mi abuela diciéndome que solo las putas llegaban tan tarde a casa como yo). En cualquier caso, las que vinimos después tuvimos más fácil disfrutar del sexo y más libertad para hacerlo –tanto espacio simbólico, como real–. Con todos los discursos contradictorios que se pudiesen dar –de nuevo el “puta” en las bocas ajenas si vas con muchos chicos, etc.–, el camino fue menos empedrado.

Otro aspecto de ese mundo de posibles que se abría fue que también pude enamorarme y tener relaciones con mujeres, algo que mi madre no se atrevió casi ni a imaginar de joven. Algo que es cada vez más común. Es suficiente con hablar con los chavales más jóvenes para hacerse una idea de cómo viven esta cuestión con mayor normalidad que sus mayores. En España no hay encuestas, pero en EE.UU. casi el 21% de la Generación Z –nacidos entre 1997 y 2003– se identifica como LGTBI. Una cifra enorme y muy superior a las de los años anteriores. También parece haber mayor diversidad en las formas de vivir estas preferencias sexuales no normativas. No solo homosexual o bisexual, hoy se habla de pansexualidad –atracción sexual hacia otras personas independientemente de su sexo o identidad de género, es decir también hacia personas trans o no binarias–. Lo queer también ha hecho estallar muchas de esas categorías incluso más allá de las etiquetas, que abren nuevos caminos. Hoy hablar con muchos jóvenes sobre estas cuestiones es aprender cosas nuevas. (También se inauguran nuevos conflictos, como los debates que estamos viviendo a propósito de la infancia trans, paradójicamente ahora que se normaliza más y más niños se declaran así).

En fin, siento que no paro de decir obviedades, pero cuando leo eso de que “la revolución sexual se hizo para los hombres”, me pregunto qué mundo habitan esas personas que lo enuncian, si no se acuerdan de dónde venimos. Si no se acuerdan de la radicalidad del movimiento feminista de los 70, cuando teníamos todo por conquistar y el discurso era el de la “liberación” –reproduciendo el lenguaje de las luchas anticoloniales y por los derechos civiles–. Liberación que también era de la familia, del deseo y por supuesto sexual, y que dio forma a un mundo nuevo, un mundo que descubría que una parte importante de la opresión de las mujeres estaba contenida o mediada por la sexualidad pero que no lo dibujaba únicamente como un lugar de opresión, sino como un espacio que tenía que ser nuestro. Estas luchas, además, tuvieron forma muy concreta en España por derechos que todavía no teníamos –contra el delito de adulterio, para poder abortar o decidir cuándo ser madres…–. La reivindicación de la libertad sexual siempre tuvo una contracara en la lucha contra la violencia, pero nunca es solo eso. No tenemos que olvidarnos.

En esos años también se criticaron cosas como el sexo que ponía únicamente en el centro la penetración, se habló de orgasmo clitoriano y de placer, placer con mayúsculas. Se discutió sobre fantasías sexuales, y si tenían que ser de un determinado tipo o no para ser feministas o incluso si el sadomasoquismo era una práctica “aceptable”. Cosas que ahora nos parecen evidentes pero que en algún momento hubo que nombrar para hacerlas nuestras, que ampliaron mundos y posibilidades. El feminismo más liberador no es el que pone normas o reglas o dice quién puede formar parte o no, o qué sexualidad o qué porno son legítimos, sino el que abre nuevas posibilidades y libertades para todas.

Hoy el envite ultra, la contraofensiva sexual de la derecha es todavía una reacción a las luchas de los setenta y sus consecuencias. Sobre todo las que reivindicaron la separación entre sexo y reproducción –que están en el corazón de todo proyecto conservador–. Digo obviedades una vez más, pero todo eso fue la revolución sexual. ¿Se hizo para los hombres? Algunas siguen diciendo que sí, y que la promiscuidad que hoy se ha normalizado es una victoria para ellos. Si bien no podemos equiparar promiscuidad y liberación sexual, por lo menos, hemos descubierto que puede ser una opción para muchas mujeres, si lo deseamos, una opción entre otras, no es un territorio de ellos. Gracias a nuestras mayores por haberme abierto también esa puerta.

Neoliberalismo sexual

Hoy otras críticas ponen en el centro la comercialización del sexo, o señalan la sexualización del cuerpo femenino en las representaciones hegemónicas. Culpan al neoliberalismo de todo ello, una suerte de “hicimos la revolución sexual y ahora nos venden sexo”, como si no supiésemos que toda conquista es susceptible de convertirse en mercancía. Esas paradojas habitamos en el mundo que produce valor a partir de los signos y las experiencias, pero también sabemos que esa comercialización se nutre de “yacimientos de autenticidad” –alguien tiene que tener esa experiencia de manera real en algún lugar para que pueda ser vendida, y que produzca valor para algún otro no la invalida–.

Pero de lo que se habla menos sobre el neoliberalismo es de que también ha servido para instalar el marco de que cualquier problema social o cultural es susceptible de ser resuelto recurriendo a más código penal, a más encarcelamientos o multas, al Estado punitivo. Hoy se da un conflicto fuerte entre un feminismo que cree que esta debería ser la principal apuesta para garantizar la libertad sexual de las mujeres ante a las agresiones, frente a un feminismo que sabe que necesitamos ir más allá, porque a los juicios no llegan la mayoría de estas agresiones y porque a la justicia no tenemos acceso todas por igual –la clase, los papeles, la raza son límites claros–. Precisamente, el feminismo punitivo es un tipo de feminismo que potencia y multiplica las narrativas sobre el “terror sexual” que van en detrimento de nuestra propia libertad y que suelen coincidir con posiciones que quieren prohibir y castigar la pornografía o la prostitución como si fuesen el origen de la violencia contra las mujeres.

Gayle Rubin decía que ya en los 80 buena parte de la literatura feminista atribuía la opresión de las mujeres a las representaciones gráficas del sexo, a la prostitución, o incluso a la transexualidad. “¿Qué ha pasado con la familia, la religión, la educación, los métodos de crianza, los medios de comunicación, el Estado, la psiquiatría o la discriminación laboral y salarial?”, se preguntaba. En vez de apuntar al sistema, de señalar cuestiones estructurales, se trata de prohibir las cosas que no nos gustan. Como expliqué en otro artículo, el escándalo moral funciona bien como activador político, depositamos nuestros miedos en algún lugar, creamos chivos expiatorios. Estas formas “comunicativas” de la política son más fáciles que organizarse y generar alternativas propias que no pasen por demandar la protección estatal. Lo que necesitamos, dice Raquel Osborne, “son mujeres fuertes, autónomas y con recursos para evitar lo que les hace daño y para luchar por cambiarlo”. En la era del #Metoo vuelve a acecharnos la representación de la sexualidad como un espacio de peligro, pero hoy, como ayer, existe un feminismo que también la imagina como un lugar propio, también de resistencia. La revolución sexual es nuestra victoria.

Así que gracias, hermanas, por las posibilidades de disfrutar la sexualidad, por desacralizarla. Hoy en los medios se informa tanto y de maneras a veces tan alarmistas de la violencia sexual que el sexo puede llegar a ser percibido como un terreno hostil. Volvamos a hablar del placer y de la libertad. Recuperemos el susurro del pasado, donde nuestras prácticas sexuales, en palabras de bell hooks, “pueden optar por la promiscuidad o por la castidad, por abrazar una identidad y preferencia sexual específica o por elegir un deseo cambiante, no encasillado, que se despierte tan solo por la interacción y el compromiso con personas concretas con quienes sentimos la chispa del reconocimiento erótico, independientemente de su sexo, raza, clase o incluso su preferencia sexual. Los debates feministas radicales sobre sexualidad deben salir a la luz para que el movimiento hacia la liberación sexual pueda volver a empezar”.

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