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Hacia la huelga feminista

Sábado 10 de febrero de 2018

Qué pasaría si el 8 de marzo todas dejáramos de trabajar, de cuidar, de consumir, de ir a clase?

08 febrero 2018 Isabel Cadenas Cañón La Marea

1.

Lo tenía todo pensado: este iba a ser un ensayo pausado sobre la huelga feminista. Sobre las razones, sobre para qué la hacemos, sobre de dónde venimos. Tenía pensado el tono (reflexivo, poético), la forma (frases breves, fragmentos) y el orden de los temas (primero la huelga de Islandia en el 75 y la genealogía, después los motivos, luego la manera en la que queremos pararlo todo). Lo único complicado era la voz. Al pensar en escribir un texto sobre la huelga feminista me enfrentaba a la gran paradoja de, por un lado, defender la primera persona como un acto político, profundamente feminista (la fe en la escritura situada, en la subjetividad; la denuncia de la “objetividad” como arma de dominación, como mirada que ve pero que no es vista, que decreta, que se llama a sí misma autoridad) y, por el otro, de temer que una escritura en primera persona pueda sonar reduccionista, pueda parecer que se habla en nombre de un proceso colectivo, que no le pertenece a nadie. O, al menos, a ninguna primera persona del singular. El plural es otra cosa.

Pero, una vez más, la realidad llega e impone su cadencia a todo lo que una, de manera tan pulcra, había pensado. A media mañana empieza a sonar el teléfono, comienzan a llegar mensajes: un medio de comunicación ha vuelto a decir que la huelga feminista la convoca un partido político, o un sindicato. Algunos mensajes son de rabia, la mayoría son de frustración: una noticia así invisibiliza, de repente, meses de trabajo colectivo del movimiento feminista. Ninguna queremos arrogarnos el nombre de este proceso; pero ninguna, tampoco, queremos que, al no reclamar el nombre, otros vengan a ocupar ese espacio que nosotras, de manera voluntaria, no estamos ocupando. No sé si lo ven tan claro como lo estoy viendo yo: ha llegado la realidad y mi paradoja teórica se ha vuelto material, de un plumazo.

Abandono toda esperanza de que este sea un texto pausado, reflexivo, poético.

2.

Pero no abandono la necesidad de contarnos.

El año pasado entrevisté a Gudrún Jónsdóttir, una islandesa que participó en la huelga de mujeres de 1975, en la que el 90% de la población femenina salió de sus casas, de sus oficinas, de sus lugares de estudio, para denunciar el machismo en su país. A esa jornada le siguieron muchas otras huelgas, muchas otras manifestaciones. Cuando pregunté a Gudrun si tenía algún mensaje para las feministas españolas, me dijo que muchas compañeras de otros lugares del mundo le dicen que una huelga así nunca hubiera funcionado en sus países, y que ella siempre responde: “¿Cómo lo sabéis, si nunca lo habéis intentado?”.

Pienso ahora que es como si esa frase de Gudrún hubiera estado flotando en el aire desde que muchas nos sumamos a las compañeras polacas y argentinas que organizaron el paro internacional de mujeres del 8 de marzo pasado. La manifestación desbordó Madrid, pero desbordó, sobre todo, las expectativas. Vi a feministas de diferentes generaciones y países abrazándose en la simple felicidad de reconocerse en otras, a mujeres que nunca se habían llamado feministas coreando que no se arrodillaban ante el sistema patriarcal, transformándose de esa manera en que muchas nos comprendimos feministas: con el cuerpo, de repente, sin vuelta atrás. Y en compañía.

Esto pasó a la vez en Montevideo, en Estambul, en San José, en Varsovia. Nos supimos fuertes porque estábamos juntas. Y no es metáfora: es internacionalismo feminista.

Quizá por todo eso, en la asamblea de evaluación no hizo falta mucho para que, cuando alguien dijo “el año que viene hacemos una huelga feminista”, hubiera un consenso generalizado. En realidad, ni siquiera sé si alguien lo dijo o si era tan evidente que no necesitamos ni nombrarlo: íbamos #hacialahuelgafeminista.

3.

Han pasado muchas cosas desde entonces: asambleas el 8 de cada mes, trabajos en comisiones temáticas, reuniones con movimientos sociales, con asociaciones, con sindicatos. El ‘Hermana, yo sí te creo’ conjunto que gritamos el 17 de noviembre, frente al Ministerio de Justicia; la histórica manifestación contra la violencia machista del 25 de noviembre. En ambas, feministas de todas las edades y procedencias volvimos a desbordar Madrid, cortando la Gran Vía, la Castellana, ocupando Sol, solo con nuestros cuerpos y con los de las compañeras que se sumaban en el camino.

Porque no fuimos las únicas, claro. Muchas otras pensaron lo mismo en otros lugares: en junio hubo un encuentro en Madrid; en septiembre nos vimos en Elche; en enero, más de 400 de esas mujeres que estábamos pensando lo mismo en diferentes lugares del Estado nos juntamos en Zaragoza y allí, en una rueda de prensa, acompañadas por otras compañeras de luchas hermanas, decidimos hacerlo oficial. Fue un acto hacia fuera: queríamos que tuviera la mayor repercusión para que todas las mujeres se unan a la huelga. Fue un acto hacia dentro: después de tantos meses de trabajo y de organización, era un ejercicio de reconocimiento hacia nosotras mismas. Y me gusta pensar que fue también un acto simbólico con aquellas que nos abrieron el camino antes, una especie de “Gudrun, compañera, te hemos escuchado”. Quedaba convocada la huelga feminista para el 8 de marzo.

Una huelga feminista: una huelga que visibilice la centralidad de las mujeres en todos los ámbitos, no solo en el trabajo asalariado. Que se quiere laboral, sí, pero también de cuidados, estudiantil, de consumo. Una huelga que desborde el propio concepto de huelga tradicional.

4.

Uso mucho la palabra desborde. Soy consciente: por una vez, la balanza de las palabras se inclina a mi favor: desborde describe, con precisión casi mágica, lo que está siendo este proceso hacia la huelga.

Dicen que el feminismo está de moda y eso me genera una mezcla de asombro y de cansancio. De asombro porque alguien pueda llamar moda a un movimiento que lucha contra violencias tan perennes, tan poco sujetas a modas como los asesinatos machistas, la inclusión del aborto en el Código Penal, la existencia de los CIE, la brecha salarial del 23%, la lgtbifobia, el hecho de que los trabajos más necesarios para poner la vida en el centro sean los más precarizados, los más invisibilizados, mientras los que la destruyen son los más valorados por la sociedad –y paro, pero la lista, claro, sigue–. Y de cansancio porque reconozco el mecanismo tan bien engrasado del sistema: reducir a moda cualquier atisbo de disidencia, cualquier amenaza de quebrar los cimientos de un sistema que nos divide en jerarquías para poder dominarnos.

Justo ahí, entre el asombro y el cansancio, es cuando sonrío y pienso en esa palabra, desborde. Me paro y, al mirar atrás, nos veo crecer en cada asamblea: de 50 a 100, de 100 a 200, exponencialmente y sin pausa. Me encuentro, en barrios que no son el mío, con compañeras que tampoco son de ese barrio y que van allí a contar la huelga, como emisarias de esta revuelta que es, ya, cotidiana. Veo quebrarse, frente a mí, en cada manifestación, en cada acción, en cada asamblea, las líneas con las que tratan de dividirnos entre “ellas” y “nosotras”: la clase, la edad, el estatus migratorio, las diversidades funcionales, la orientación sexual, la identidad de género.

No es que seamos muchas; es que cada vez somos muchas más.

¿Qué pasaría si el 8 de marzo todas dejáramos de trabajar, de cuidar, de consumir, de ir a clase?

5.

Ante esta pregunta, el sistema –racista, capitalista, partriarcal– entra en quiebra: somos algo que no comprende. Y algo que no se comprende es imposible de asimilar. Tan imposible como tratar de contener un desborde.

Por eso sabemos que esto no termina el 8 de marzo. Por eso, para nosotras, la preposición “hacia” es tan importante como la huelga feminista. Porque lo realmente transformador de la huelga es este proceso: venimos –vinimos, vendremos– para quedarnos. Venimos a cambiarlo todo.

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