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Entrevista a Marta Pascual, ecofeminista, profesora y activista en Ecologistas en Acción

Miércoles 5 de enero de 2022

Andrea Gago Menor Y María Aneiros 29/12/2021 Pikara

Marta Pascual, ecofeminista, profesora y activista en Ecologistas en Acción, considera que “recuperar la calle tiene un significado profundo y para mucha gente está suponiendo una especie de renacer”.

“Estamos en una doctrina del shock que aprovecha cada embestida para atornillar el neoliberalismo”

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Marta Pascual. / Foto: Dariana Valencia

La educación y el ecofemismo son los dos ejes que Marta Pascual conjuga en su trabajo como profesora de Formación Profesional (FP) en Madrid y en su labor activista en Ecologistas en Acción, Feministas por el Clima y la Comisión del 8M. En esta entrevista, realizada durante el V Congreso de Educación para la Transformación Social El V Congreso de Educación para la Transformación Social / Gizarte Eraldaketarako Hezkuntzaren V. Biltzarra, que se celebró en Gasteiz entre los días 18 y 20 de noviembre, habla de cuestiones como los impactos que la pandemia ha causado en la vida de muchas mujeres, la articulación entre la ciencia mecanicista y los conocimientos ancestrales o la importancia del pensamiento crítico para transformar la educación.

Hace ya mucho tiempo que los movimientos ecologista y feminista denuncian la insostenibilidad del sistema capitalista, ¿cuáles son esas grandes dificultades y desigualdades?

El punto de partida es la falta conciencia acerca de cuáles son las condiciones materiales del planeta y que se suman a las condiciones sociales de desigualdad. Los condicionantes de exclusión están repartidos de manera desigual atendiendo a los ejes de género, clase, raza y procedencia, y se pueden intensificar con la creciente escasez de recursos básicos, materiales y energía. Eso ya está pasando. El cambio climático es indiscutible y se están formando cuellos de botella en el acceso a determinados recursos necesarios para mantener nuestra forma de vivir. Tenemos dos caminos: o la polarización, que deja a millones de personas fuera; o el reparto y la transición, para la que necesitamos un esfuerzo muy grande desde el poder político y económico y, por supuesto, desde los movimientos sociales.

¿Por qué es preferible hablar de ecofeminismo como un único movimiento en lugar de diferenciar entre ecología y feminismo?

El ecofeminismo hace una denuncia de un sistema que ataca y desprecia tanto la tierra como los cuerpos de las mujeres. Si miras despacio cuáles son las estrategias capitalistas, patriarcal y colonial, te das cuenta de que son similares. El ecofeminismo lucha contra la cultura de la “dueñidad”, de creerse dueño de la tierra, de los cuerpos, de las aguas… Con una sola lucha se enfrenta a esa forma violenta de entender y relacionarse con el entorno. Ese hilo cuerpo-comunidad-tierra es un continuo y el ecofeminismo apunta a entender que somos tierra, que la tierra está hecha de gente y que somos por lo tanto comunidad. Propone que, como esa práctica de apropiación es un enemigo común, luchemos en conjunto contra ella desde movimientos sociales que pueden trenzarse porque tienen objetivos sinérgicos y que buscan como fin último la dignidad de lo vivo.

¿Está más naturalizada esa transversalidad entre ecología y feminismo en otros lugares, como por ejemplo en algunos puntos de América Latina?

Cuanto más urbanizado está un territorio y cuanto más lejos tenemos los procesos agrícolas y los ciclos de la tierra, más ignorantes somos con respecto a la necesidad de esas condiciones biofísicas que se relacionan con la vida y con respecto al arrase de esos territorios. Si vives al lado de un vertedero sabes lo que es la basura, pero si vives lejos de él y no la ves es mucho más difícil que seas consciente de lo que son realmente esos residuos. Hay mucha población campesina que nunca ha dejado de entender que los suelos son parte de su vida, no como algo de lo que apropiarse, sino como una acompañante o una hermana. Es mucho más fácil que esas personas reaccionen cuando se les planta delante una grúa para arrasar el bosque o una empresa minera. Aquí de momento eso es algo que tenemos más lejos, pero ya hay prácticas y experiencias ecofeministas.

¿Crees que posible conciliar la confianza en la ciencia con los conocimientos ancestrales?

Frente a una visión más holística, en un momento de la historia ganó una ciencia mecanicista, que reduce el número de variables porque es lo más fácil. Esta ciencia mecanicista es muy incompleta y se le escapan muchas cosas, pero tiene la pretensión de comprensión global. Sin embargo, pienso que tiene que volverse un poco más humilde, reducir su prepotencia y reconocer los límites, las dudas. Esa otra ciencia más holística se ha desarrollado de manera menos sistemática en muchas sociedades. Los saberes ancestrales tienen una solidez basada en la práctica durante siglos que debería reconocerse. Ya ocurre algo parecido, en realidad, porque la ciencia mecanicista va a buscar medicamentos a las comunidades indígenas. Sabe de ese conocimiento ancestral y se lo apropia para el mercado, pero no lo reconoce, no establece puentes. Lo que sabemos de los conocimientos ancestrales es que han permitido vivir y pervivir en la tierra y mantener los ecosistemas vivos. Lo que sabemos de nuestro sistema científico es que nos está mandando a una situación de desequilibrio y de escasez que es un gran peligro.

¿Qué aporta el ecofeminismo al internacionalismo más clásico, como, por ejemplo, a los comités de solidaridad?

Los comités de solidaridad ponen el foco en las grandes diferencias norte sur y en ese capital que está arrasando las vidas de la gente en ese proceso de apropiación ejercido desde el norte global. El ecofeminismo amplía y complejiza el objetivo del internacionalismo, añade a ese mapa cuestiones como el contexto material en el que vivimos y la distribución de los recursos y de la energía, así como la necesidad de que la estrategia a seguir tenga como punto de partida la protección de las personas vulnerables.

Con la llegada del coronavirus se habló mucho de la vulnerabilidad y de la necesidad que teníamos unas personas de otras para poder vivir, pero parece que ahora se está volviendo al individualismo.

Paradójicamente, cuando la pandemia nos confinó vivimos un momento de esperanza. Hubo una especie de flash de esa conciencia de que la humanidad necesita de esa otra humanidad. De pronto era muy visible esa idea de que nos necesitábamos unas personas a otras, llegó ese disfrute de la solidaridad de poder ayudar a una vecina, montar comedores, ponernos a repartir comida… ¿Qué ha pasado después? Creo que el mercado y todos los fondos de recuperación han estado ahí para volver a llevarnos al redil de la economía convencional. En lugar de desarrollar esas estrategias comunitarias y colectivas que empezaban a ser nacientes y que se podrían haber ensanchado, se ha hecho lo contrario. Creo que estamos dentro de una doctrina del shock que aprovecha cada embestida que dé la crisis para atornillar más el sistema neoliberal.

La pandemia, y sobre todo el confinamiento, han afectado a muchos movimientos sociales, que al no poder reunirse paralizaron en mayor o menor medida su actividad. Parece que está costando recuperar el ritmo. ¿Esto se ha notado en el movimiento feminista?

Mi experiencia personal es justo la contraria, aunque creo que ha sido un caso puntual y no algo general. Durante el confinamiento la actividad de los colectivos en los que estoy se intensificó, juntándonos de manera virtual. Nosotras hemos resistido a los encuentros online, pero sabemos que la presencialidad, el cara a cara, es uno de nuestros grandes poderes. Recuperar la calle, volver a vernos, tiene un significado profundo y para mucha gente está significando una especie de renacer. La virtualidad no ha hecho demasiado favor al feminismo porque el movimiento sabe que el vínculo y el contacto directo, el cuidado, la atención y la escucha son herramientas que nos humanizan y nos juntan. Yo confío en el reencuentro.

Para algunas mujeres el confinamiento significó un gran aumento de la carga de trabajo doméstico y de cuidados, y, para otras, conllevó verse de repente encerradas en casa junto a su agresor. ¿Se han ido resolviendo estas situaciones?

Algunas personas que trabajaban en puntos de atención a la violencia me decían durante el confinamiento que no tenían muchas llamadas, pero que, cuando se abrió, empezaron a sonar los teléfonos. Se destaparon situaciones de violencia del tipo “tú de aquí no te mueves, te he tenido encerrada y sometida y ahora que sales a la calle te me escapas”. Para la violencia machista el confinamiento fue un regalo. Por otro lado, recuperar el empleo presencial ha restituido a muchas mujeres, que han podido volver a separar el espacio familiar y doméstico del laboral, porque el encierro significó hacer una doble jornada de forma simultánea. También he percibido que hay muchas mujeres que están viviendo ahora situaciones de ansiedad y desequilibrios desencadenados al inicio de la pandemia. Es complicado atajarlo con el sistema público que tenemos.

Las escuelas no fueron una actividad considerada esencial, aunque en los medios se hablaba mucho de ellas. ¿Cómo crees que impactó y continúa impactando la pandemia en el ámbito educativo?

Creo que se está aplicando la doctrina del shock también aquí. Se ha aprovechado la digitalización y la semipresencialidad del año pasado para incrementar mucho el peso de las tecnologías en la educación. Amazon, Apple y otras grandes empresas están metiendo la mano hasta el fondo en el ámbito educativo. Por otro lado, hemos sido conscientes de que la reducción de las ratios cambiaba brutalmente la educación, es decir, vimos cómo un grupo pequeño es un grupo humano, cercano, con lo que te puedes vincular. Ahí está la demanda de reducir las ratios, aunque la nueva ley educativa no lo contemple. Pienso también que el profesorado ha sido consciente de las dificultades concretas del alumnado, de los problemas de acceder no solo a un ordenador, sino también a una casa caliente, a unas condiciones de tranquilidad para estar en una habitación. Ha sido consciente del alumnado como personas, con una vida material, y esto es algo que veo como una ganancia.

Los medios de comunicación han descrito estos meses a la juventud como egoísta e insolidaria. En el dilema de Matrix, al que has hecho referencia en algunos textos, ¿qué ha escogido la juventud: ignorancia o conocimiento?

La gente joven elige saber. Obviamente, cuando tienes 15 o 20 años, tienes ilusión por el disfrute, por la gente, por la relación, y eso me parece profundamente saludable. Sin embargo, me parece que la gente joven es consciente de manera mucho más clara que las personas adultas de que estamos ante una realidad oscura. A veces las personas adultas miramos para otro lado, al menos de manera intermitente. Hablo también de gente joven de familias que podríamos considerar poco concienciadas, quizás con menor acceso a determinada información. Hace poco pregunté en una clase de FP básica cómo veían su futuro y me dijeron claramente que esto va a ir a peor. Puede que no tengan un conocimiento concreto de cuáles son los elementos que hacen que vaya a ir a peor, ni, sobre todo, de cómo podemos hacer para que no se vaya a peor, pero lo saben. Tenemos mucha responsabilidad desde la educación: tenemos que contar qué está pasando de verdad, señalar responsables. Se nos impone una mirada individualista como propuesta de sostenibilidad, como, por ejemplo, si reciclamos o no los botes, cuando es una patraña.

¿Cómo imaginas una escuela en la que los principios ecofeministas sean la base?

Imagino algo así como unos “centros sociales educativos”. La escuela, ahora mismo, está ocupándose del conocimiento, pero también se construyen cosas, se hacen propuestas para los barrios, por ejemplo. A esto hay que añadir otra función esencial, que es atender las vidas de las personas que llegan a veces con carencias importantes de partida, como carencias nutricionales, problemas de vivienda u otros recursos básicos. Se podría construir una escuela más integral, con una comunidad, un equipo que atienda a la construcción cultural y dé herramientas prácticas. Creo que una escuela deseable es una escuela que nos ayude a hacer una lectura contrahegemónica del mundo, que nos desmonte todas las mentiras que nos han contado y que nos enseñe a repartir y a enfrentar a los abusones, a los malos, tanto a los próximos como a los que están por arriba, a cuidarnos y a ayudarnos mutuamente, que nos enseñe a hacer cosas para vivir de verdad. En la educación secundaria la fragmentación es un gran problema, porque se requiere una coordinación mucho mayor, quizás en primaria es más sencillo lanzar propuestas integrales. Pero también es cierto que dentro del aula el profesorado tiene un espacio de libertad que es real. Desde Ecologistas en Acción estamos intentando incorporar contenidos ecosociales a los currículos y en los decretos de enseñanzas básicas, porque creemos que en el momento en el que hay un currículo que nombra ciertas cosas, hay más profesorado que va a actuar. Hace falta que al profesorado le cale la necesidad de una educación ecofeminista, que cuide también a las personas y que hable en plural, algo que para mí es una de las grandes carencias de este sistema educativo. Se habla de objetivos individuales, pero no de comunidad educativa, de grupo, de necesidades colectivas.

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