Xarxa Feminista PV
Portada del sitio > ARTÍCULOS, PUBLICACIONES, ENTREVISTAS, Vídeos > Entrevista a ADRIANA TORRES: NIÑERA Y ESCRITORA

Entrevista a ADRIANA TORRES: NIÑERA Y ESCRITORA

Domingo 25 de diciembre de 2022

“Yo tengo mentalidad de cajera, de pobre, de superviviente precaria”

JPEG - 37.6 KB
Una foto de Adriana Torres en 2016, cuando trabajaba como niñera en los Países Bajos. CEDIDA POR LA ENTREVISTADA

Sebastiaan Faber 23/12/2022 CTXT

En el año 2042, cuando un joven banquero suizo –llamémosle Hans– abra una cuenta para doña Leonor de Borbón, es posible que recuerde con un vago cariño a Adriana, la niñera española que cuidó de él durante su infancia. “Pocas personas me quisieron como ella”, se dirá. “¿Qué habrá sido de su vida?”.

Acto seguido, le llamará la atención la princesa. “Entschuldigung, Su Majestad”, dirá Hans. “Firme aquí, por favor. Gracias por elegir nuestro banco. Permítame felicitarla por su inminente ascensión al trono. Lástima, por cierto, que su pobre padre tuviera que abdicar salpicado de escándalos…”.

Este guion no es improbable. No solo por la capacidad de aguante de los Borbones, sino porque la navarra Adriana Torres pasó tres años y medio en Países Bajos y Suiza cuidando de niños norteños con futuros prometedores y familias acomplejadas. Salió de España un día de Reyes de 2016, empujada por la necesidad económica; volvió en el verano de 2019. Fueron años duros, de mucho sufrimiento, pero también de supervivencia y de aprendizaje.

“Aquella experiencia me transformó de manera radical”, escribe en Niñering. Crónicas de una cuidadora explotada en Europa, libro fascinante editado por Escritos Contextatarios que combina breves textos autobiográficos –algunos hilarantes, otros emotivos, todos perspicaces– con un Manual de supervivencia en el que Torres aprovecha su experiencia personal para formular una serie de consejos prácticos para toda persona que se sienta tentada por la idea de salir de España a trabajar como niñera o au pair. Son tres las lecciones principales que imparte. Uno, no te hagas ilusiones. Las más de las veces, se trata de un curro durísimo a cambio de un sueldo de hambre. Dos, tus empleadores no son tus amigos, aunque lo finjan. Y tres, las familias que son lo bastante pudientes como para contratar a alguien que cuide a sus hijos viven en otro mundo: un mundo marcado por la hipocresía y la falta de solidaridad, cuando no directamente perverso: “No es del todo infrecuente encontrar a mujeres que se autodefinen como feministas y defensoras de la clase obrera pero que, cuando se trata de pagar por los cuidados de sus hijos, de sus ancianos o familiares dependientes, o por la limpieza de su hogar, escatiman a las trabajadoras tanto salario, derechos y descanso como puedan”.

Adriana Torres (Pamplona, 1987), además de ser columnista y miembro del equipo de redacción de CTXT, sigue trabajando con niños. “Yo nunca tuve el menor instinto cuidador, contrariamente a lo que los dictados de la biología y esa pseudociencia que es la evo psych presuponen”, confiesa en Niñering. “Pero, con el paso de los años, empecé a encontrar divertido e interesante compartir mi tiempo con críos. Me parecían mucho más entretenidos que los adultos, y podía sentir cómo me contagiaban su alegría y me recargaban de vitalidad de un modo que imagino análogo al que usan las lagartijas para calentarse la sangre hasta lograr revivir bajo los rayos del sol”. En la actualidad vive y trabaja en Navarra.

Su libro abre en julio de 2019 con una memorable escena en un avión que está despegando desde Zúrich para llevarla de regreso a España ya de forma definitiva. ¿Qué sintió dos horas y media más tarde, al aterrizar en Barajas?

Estaba eufórica, completamente pletórica. Con una sensación de libertad que no había tenido en todo ese tiempo. Cuando aceptas trabajar como niñera interna, asumes que pierdes casi todo control sobre tu vida. Vives con tus empleadores. Viajas con ellos. Es un trabajo en el que estás disponible 24/7. Al dejarlo, al cabo de más de tres años y medio, sentí una sensación de libertad y de alivio parecida a la que podría sentir una persona que sale de la cárcel.

Esa sensación, ¿se debió puramente al cambio de situación laboral o también al hecho de que volvía a su propio entorno cultural?

Eso influyó muchísimo. Fue fundamental poder volver a hablar en español. Es durísimo no poder expresarse con fluidez, para mí era una cárcel mental. Yo no tengo facilidad para las lenguas y sufría mucho por no poder comunicarme. Al final algo aprendí, mal que bien: en inglés más o menos me entero de todo; en alemán era capaz de entender bastantes cosas, pero no de comunicarme con fluidez. Eso es duro. Mucha gente dirá: “Bueno, pues, culpa tuya: haber espabilado, haber aprendido”. Pero yo no tenía ni el tiempo ni la energía para ponerme a estudiar el idioma. Aprendí lo justo para poder comunicarme con los niños y hacer los recados, para hacer bien mi trabajo. En Holanda viví con una familia alemana y así aprendí un poco su lengua. Cuando tuve que irme de Holanda porque se acababa el contrato, dije: “Bueno, pues ya que sé un poquito de alemán me voy a Suiza”. Luego descubrí que en Suiza el alemán que hablan no tiene nada que ver con el que aprendí y tuve que volver a empezar de cero. Como se ve, no siempre tomo decisiones bien pensadas.

En el libro, describe sus años en el extranjero como transformadores en lo personal y con respecto a su visión del mundo laboral. ¿También transformaron su imagen de España?

Volví con una sensación de ajenidad, de no entender mi propia cultura, sobre todo en el terreno laboral. Después comprendí que me había malacostumbrado. En Suiza, por ejemplo, incluso trabajando como criada interna –que era a lo que yo me dedicaba–, me había acostumbrado a negociar mi salario. A que no todo vale. Dado que en Suiza la tasa de paro es bajísima, yo podía permitirme el lujo de rechazar trabajos por cualquier motivo. Cuando llegué aquí me di cuenta muy rápido de que ya se me había acabado el chollo. En España resulta que, en una entrevista laboral, no se pueden hacer preguntas sobre el salario. O al menos no para los curros a los que yo me suelo presentar, como de cajera o de niñera. En una de las entrevistas, a los pocos días de retornar, pregunté, ingenua: “¿Cuál es el salario base por hora de trabajo?”. La entrevistadora me dijo que de esas cosas no se hablaba. No me llamaron de aquella empresa.

Se me ocurre que sus experiencias en el extranjero están marcadas, en realidad, por abismos de dos tipos. Está el abismo cultural: la distancia que mide entre una persona española y una suiza, digamos, en términos del trato humano o forma de ver el mundo. Pero también está el abismo de clase. Al leer su libro, no siempre me quedaba claro cuál de los dos pesaba más en la forma en que describe a sus empleadores –retratos que no los dejan muy bien parados–. Para ponerlo de una forma un poco cruda: los burgueses suizos, ¿son más cabrones que los españoles? ¿O simplemente son cabrones de una forma diferente?

Por suerte para mí, todavía no he tenido que trabajar para burgueses españoles. He trabajado para varias familias en España como niñera, pero no eran lo que yo entiendo por ricos, ni mucho menos el equivalente a lo que yo conocí en Suiza. Dicho esto, yo creo que el equivalente en España es peor. Los ricos en España, los ricos de verdad, los de toda la vida, son gente que desciende de los fascistas o están vinculados a ellos de algún modo. En cambio, en Suiza una persona puede tener dinero y no ser nazi. Soy muy bruta expresándome, pero creo que se entiende lo que quiero decir. En España la gente con mucha pasta, que viene de familias de rancio abolengo, son franquistas o su familia ha sido franquista en un gran porcentaje de los casos. Esto se traduce en que, muy probablemente, van a tener una manera de tratar al personal de servicio –que es lo que yo soy– muy chunga.

En el libro también advierte contra los nuevos ricos. En el capítulo “subtipos de jefes clasistas”, los describe como una especie aparte, con sus propios complejos, que “tienden a comportarse como niños pequeños”.

(Risas.) Si uno lee el libro, la verdad, la triste conclusión a la que llega es que todo el mundo es un cabrón. No hay nadie de quien te puedas fiar. A mí me tocó sufrir una vez a gente que tenía dinero desde hacía poco. Y es verdad que van explorando cuáles son los límites de tu dignidad: quieren ver cuánto pueden rebajarte con este nuevo superpoder que tienen. La mejor jefa que tuve en Suiza era una señora que había tenido dinero desde siempre, estaba acostumbrada a tratar con el servicio y no me pedía locuras.

Volviendo al tema cultural, ahora que está de regreso en Pamplona después de tanto tiempo fuera, ¿se siente navarra, vasca, española, europea?

Nunca me lo he planteado demasiado. Cuando vivía aquí, antes de irme, pensaba que era solo navarra. Pero en Suiza y en Holanda muchas veces me tomaban por italiana. En Suiza tuve un jefe que era un tipo muy culto, muy leído, al que yo le había dicho varias veces que era de Pamplona. Y él continuamente me decía: “Tú eres catalana, ¿verdad?”. Luego tuve otro, que no era tan listo, diciéndome: “Tú eres gallega, ¿no?” Se ve que le sonaba que era del norte. Me di cuenta de que les daba exactamente igual de donde yo fuera, que esas diferencias a las que tanta importancia concedemos dentro de nuestras fronteras se vuelven irrelevantes rápidamente.

En cambio, parece que sus años en el extranjero reforzaron su conciencia de clase.

Sí, aunque lo cierto es que la he tenido siempre. Yo empecé a trabajar con 16 años de reponedora en un hipermercado. Es una experiencia que te abre muy rápido los ojos a cuál es tu posición en el mundo. En Suiza y Holanda me convertí en “la del servicio”, la chacha. Y como además era extranjera, no hablaba bien el idioma y soy muy morena para sus estándares, de repente me vi en un escalón muy, pero muy bajo. Y eso que he tenido mucha suerte: he vivido algún desprecio, pero no he sufrido episodios de racismo extremo o de xenofobia. Pero aun así te das cuenta de que te miran con lástima. Para ellos encarnas la otredad. Y eso, claro, te refuerza muchísimo la perspectiva de clase. Es una cura de humildad. Desde que he vuelto a España, intento ser muy cuidadosa en dar un trato exquisito y empático a todos los extranjeros que conozco, porque ahora imagino mucho mejor por lo que han pasado.

Como “crónica desde abajo”, su libro pertenece al género narrativo que describe con ironía la vida de los más privilegiados desde la mirada perspicaz y desencantada de sus sirvientes. Desde La nochebuena de 1836 de Larra, digamos, hasta el Diario de una mujer de cámara de Buñuel o una serie actual como The White Lotus. Un cliché de ese género es la idea de que las élites son bastante más infelices que sus criados. ¿Se confirmó en las familias en que llegó a trabajar?

Eso fue un descubrimiento para mí, que nunca he tenido dinero. Aunque suene como una idiotez, descubrí que los ricos también lloran. La primera familia para la que trabajé, en Holanda, sí que era muy feliz y estuve muy a gusto con ellos. Pero el resto de las familias que conocí no eran felices en absoluto. Es una cosa de la que no puedes dejar de enterarte cuando vives con ellos. Era gente, en muchos casos, llena de patologías mentales. Y muchas veces también de mezquindad. Se notaba claramente que no dormían bien por las noches. Incluso algunos de los niños eran muy infelices. Eso es algo muy, muy triste. El espectáculo de un niño infeliz yo no lo había visto hasta que viajé a Suiza, y me dejó noqueada. Me sorprendió ver que niños de familias con mucho, mucho dinero eran profundamente infelices porque –otro cliché que no deja de ser verdad– les faltaba afecto. Cambiaban de niñera cada muy poco tiempo, sus padres estaban poco presentes en sus vidas. Para el desarrollo de un niño, eso es nefasto.

¿Usted misma era más feliz?

No exactamente, pero al menos no sentía la presión de tener que vivir de cara a la galería. Total, era la chacha y extranjera, de mí nadie esperaba nada. En cambio, yo tenía una jefa que se mataba de hambre para poder caber en sus pantalones y en sus vestidos. Cuando me veía a mí untando profusamente la mantequilla en las tostadas, desayunando lo que me daba la gana, me miraba con unas caras, como diciendo: “¿Cómo te atreves a disfrutar de algo que a mí me está vetado?”. Los trastornos de la conducta alimentaria no son algo divertido, ni para reírse, lo cuento como un ejemplo del sufrimiento por el que pasaban aquellas mujeres ricas.

En uno de sus capítulos más desgarradores habla de una niña española de la que ha sido niñera: una niña alegre, abierta, despreocupada, a la que le encanta comer, y se pregunta con congoja cuándo la presión social destruirá ya para siempre esa despreocupación: “Cuándo, y de qué manera vil y subrepticia, su natural deseo –casi universal entre los niños de su edad– de crecer sin límites dará paso al miedo atroz e irracional a ocupar espacio físico que a todas las mujeres se nos inculca con saña desde la más temprana niñez”. De forma similar, los encantadores niños suizos que tuvo bajo su cuidado y a los que ha querido tanto van camino, fatalmente, de convertirse en suizos adultos, ricos como sus padres…

Eso lo pensaba muchos días. Me encanta que hayas sacado el tema, porque es quizás una de las partes más negras de mi trabajo y ni siquiera hablo de ello en el libro. La transformación de un niño inocente, tierno, adorable, al que yo quiero con toda mi alma, en mi enemigo, vamos a decirlo así: en mi enemigo de clase. Yo era consciente de eso y me daba muchísima tristeza. Porque sabía que no podía hacer nada por cambiarlo, más allá de ser honesta con ellos y hablarles desde el corazón, de intentar hacerles felices y que me recordasen con cariño. Tampoco era mi misión rescatarles de lo que yo entendía que era su lugar natural en el mundo. Pero tenía presagios oscuros, me decía: “Este niño que me está abrazando hoy sin reservas, sin ser consciente del abismo que nos separa, en treinta años va a estar ayudando a blanquear capitales a un criminal, o legislando en contra de las personas como yo”.

Usted empezó a compartir su experiencia en redes; después fue fichada como columnista en CTXT y este es su primer libro. ¿Qué función cumple la escritura en su vida?

Es muy sencillo. Me da dinero. Para mí ha sido una sorpresa descubrir que hay gente que publica por ego, por ver su nombre escrito, porque los demás tienen que oírles. Yo no escribiría si no me diese dinero, aunque sea un poco.

¿No lo disfruta?

No es que no lo disfrute. Pero no estoy acostumbrada a tener hobbies porque toda mi vida ha sido, sobre todo los últimos años, una lucha por la supervivencia. Mañana, si se me acaba lo de CTXT yo volveré a trabajar de cajera o en una guardería, seguramente. No pienso en construir una carrera. Lo que pienso es en que tengo que pagar las facturas del mes y con suerte, si sobra dinero, me puedo dar algún caprichito. Pero la escritura fue una cosa que apareció por casualidad. Yo no había escrito nunca nada, ni he tenido nunca esa pretensión. La primera vez que escribí algo largo fue un artículo en El País hablando de la anosmia, la falta de olfato, que yo padezco desde hace trece años. Tenía la necesidad de contarle eso a la gente porque no encontraba artículos que hablasen de ese tema. Y luego, ya estando en el extranjero, empecé a escribir mucho en Twitter. Pero nunca pensé en escribir un libro.

¿Le ha costado?

Sí que me ha costado (Risas). Ha sido una vomitada absoluta: sacar todo lo que llevaba dentro. ¿Y si con eso CTXT hace un poco de dinero y yo sigo cobrando mi salario? Pues genial y ya está.

¿Y dar entrevistas como esta?

Lo de tener que salir con mi cara, mi nombre y apellido lo llevo muy mal. Yo tengo mentalidad de cajera, de pobre, de superviviente precaria. Cuando empecé a firmar las columnas no quería poner mi apellido porque me decía: “Si mañana tengo que buscar trabajo en otro sitio, mis jefes van a saber de qué pie cojeo, van a decir: ‘A esta chica no la vamos a coger porque es de izquierdas, cuidado’”. No me gusta significarme, hacerme notar. Son el tipo de cosas que realmente me preocupan.

¿Se planteó escribir bajo seudónimo?

Sí que me lo planteé. Pero me pareció que era mucho lío. Y que iba a alimentar innecesariamente que alguna gente pensara que detrás del seudónimo se escondía alguien importante. Concluí que la mejor manera de pasar desapercibida era ir con mi nombre propio, que además es muy común. Pronto todo esto del libro pasará, y espero que en un año o dos mi nombre esté efectivamente enterrado en internet y se acabe el problema.

Comentar esta breve

SPIP | esqueleto | | Mapa del sitio | Seguir la vida del sitio RSS 2.0