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Elisa y Marcela’: fotogramas de un Stonewall a la gallega

Martes 11 de junio de 2019

Bárbara G. Vilariño 05/06/2019 Pikara

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Natalia de Molina y Greta Fernández interpretan a las Elisa y Marcela de Coixet

La película de Isabel Coixet, aunque necesaria para dar a conocer la historia que tenemos más cerca, contenta tanto el aplauso activista fácil como la lagrimilla sensiblera en general.

Llevo casi diez años embobada con la historia de Elisa y Marcela. Celebré la última edición del libro del investigador Narciso de Gabriel, la obra de teatro de A Panadaría, y poder quedar en la calle Marcela e Elisa de mi ciudad, donde todo comenzó. Adelanto que este detalle geográfico tal vez se os pase un poco por encima al ver la película, porque Galicia pasa a ser un decorado anecdótico y un pulpo que no se sabe muy bien qué pinta en un momento íntimo… Como si no tuviese mayor mérito que el primer matrimonio por la iglesia entre dos mujeres hubiese ocurrido en provincias.

Nos consta que Isabel Coixet también llevaba años fascinada con la historia, guión bajo el brazo, buscando un Netflix que quisiera concederle un espacio donde plasmar su visión artística. Por ese tesón disculpo que anhelase llenar todo ese metraje que le dieron. Elisa y Marcela padece horror vacui, ese miedo a dejar el cuadro con vacíos o interpretaciones diferentes a la que ella propone. Nos coge de la mano para contarnos un círculo perfecto, un argumento harto lineal.

También en parte debemos perdonarla, porque quienes nos fascinamos por el coraje de una pareja de mujeres casándose en 1901 (Emilia Pardo Bazán incluida en su club de fans) queremos saber todos los porqués: ¿Se casaron para cubrir un embarazo no deseado o para formalizar su noviazgo? ¿Elisa se transformó en Mario para urdir la trama o porque no sentía cómoda con su sexo asignado? ¿Qué fue de esa hija? ¿Qué fue de esa relación? ¿Eran conscientes de su propio amor?

No os preocupéis, Coixet aporta sus personalísimas respuestas a todas estas inquietudes, donde no hay cabida para cuestionarse la identidad ni la representación de género: dos chicas monísimas se encariñan y todo fluye como la seda, desde los besos o las caricias hasta el sexo, sin incómodos cuestionamientos que pudiesen romper la poética. Aunque haya sido rodada en blanco y negro, se nota demasiado la mirada desde los ya casi quince años de aprobación del matrimonio igualitario. Todo tiene tanto flow entre ellas que hasta despierta envidias. Y esto no debería ser malo en sí mismo, que de dramas lésbicos está lleno el celuloide, pero si realmente quieres ver una aproximación valiente a la historia (menos heteronormativa y más atrevida en formatos), cuadra agenda para ver la obra de teatro de A Panadaría.

Coixet da respuestas y un masaje cerebral por medio de preciosos planos de paisajes, corporales y geográficos (¿acaso hay diferencias?). Es una película bonita, bonita, como un cuadro. Solo que el cuadro está algo torcido en narrativa. Y en acentos gallegos que ni fueron impostados. Y en algunos topiquiños galleguiños manidiños. Pero qué necesario era contar esta historia, este Stonewall a la gallega, esta muestra de que las revoluciones se logran con historias anónimas, las mismas que la directora quiso recoger en los títulos de crédito con fotos que pecaban de filtros de Instagram. Me hubiese gustado un poquito más de Emilia Pardo Bazán en las enaguas, un poquito más de conflictos internos y menos azúcar en mis ojos, Coixet, pero hay que agradecerte que hayas tenido miedo al vacío y nos hayas regalado, como poco, una pieza activista para abrir miradas. El resto es una visión personalísima, como la tuya.

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