Xarxa Feminista PV

¿El poliamor es para los hombres?

Martes 9 de agosto de 2022

La no monogamia parte de los feminismos y las filosofías libertarias y sirve a la liberación de la mujer, pero también es capaz de ensanchar el mundo

Nuria Alabao 1/08/2022 CTXT

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eivindicación del poliamor en el Orgullo de Bruselas de 2015.
MIGUEL DISCART (CC BY-SA 2.0)

Parece ser que no solo “la revolución sexual se ha inventado para los hombres”, sino que las prácticas y teorías sobre relaciones no monógamas también se han creado para mejor alimentar las expectativas sexuales masculinas. O eso se dice en redes y medios.

La conversación en redes ha arrancado con la publicación de un vídeo sexual del presentador Santi Millán en el que estaba con una persona que no es su mujer –un delito grave contra su intimidad, por cierto–. Bueno, más bien por la reacción de su pareja, Rosa Olucha, que comentó en Instagram: “No tenéis que sentir pena ni apoyar a nadie. Yo no soy una víctima y aquí no hay ni bandos ni propiedades. Ni él es mío ni yo soy suya”. Y “me da mucha pereza ver que, a estas alturas, el sexo consentido y privado siga causando escándalos. Sí, señores, ¡la gente folla! Dentro y fuera de la pareja. Y me da casi más pereza que, cuando se hace público, la mayoría se apiada de las mujeres con el clásico ‘pobrecita, no se enteraba’ o ‘qué imbécil que se lo permitía’. Mierda de sociedad católica y patriarcal”. Dan ganas de aplaudirle la verdad.

Esta situación ha desencadenado una lectura conservadora desde un sector del feminismo al nivel del comentario de una tuitera que decía: “El poliamor son los cuernos de toda la vida pero sin el derecho al legítimo cabreo. Huye del que te hable de poliamor, es el cabrón de siempre pero disfrazado de moderno”. Esta tuitera y las que piensan como ella se olvidan de que las propuestas y modos de vida no monógamas han partido del ámbito libertario o contracultural, pero también del feminismo. Tampoco son nuevos, en realidad no es nada “moderno”: anarquistas como Emma Goldman hablaban hace más de cien años del “amor libre” –y lo practicaban a su manera–. Me pregunto qué pensarían estas nuevas conservadoras si leyesen algún Ajo Blanco del 77 o presenciasen las Jornadas Libertarias del Parc Güell de ese mismo año. ¡Escándalo! Gente desnuda retozando incluso con desconocidos mientras consumen drogas.

Más de cuarenta años han pasado, y aunque un sector de la sociedad ha digerido a su manera estas propuestas que fueron radicales en su día y ha generado nuevas formas de relacionarse más libres –véase a Rosa Olucha, o incluso muchas “cualquieras” que salen en First Dates, esa genial enciclopedia humana–; otras quieren volver a la familia nuclear y el compromiso monógamo eterno por el camino del feminismo. Pero equivocan completamente el paso.

Recordemos las aportaciones de Shulamith Firestone, Germaine Greer o Kate Millett, feministas de los 70 que también querían abolir la monogamia. Ninguna de ellas se oponían a que las mujeres tuvieran una sola pareja si lo deseaban, sino a que no pudiesen elegir por sí mismas cómo organizar su vida sexual o afectiva. (Firestone, por cierto, además de la monogamia quería eliminar los roles sexuales, el género, el sexo procreador, la maternidad, la unidad familiar, el capitalismo y el Estado. Cosas que, por otra parte, están estrechamente relacionadas.) La crítica de la época era a la monogamia como institución –que solo fuese concebible y deseable una forma de amar o de vincularse sexualmente–. También a sus derivadas: el matrimonio como cárcel para las mujeres, la familia nuclear, el espacio doméstico y la crianza como exclusivo destino, el sexo reproductivo como el único tolerable.

Criticar la monogamia era evidenciar que en el matrimonio la exigencia de fidelidad estaba al servicio del control de las mujeres y su sexualidad –de su prole, del linaje, de la herencia–. El adulterio femenino era castigado duramente –fue delito en España hasta el 78– y era considerado un atenuante si el marido decidía matar a su mujer por esta causa, mientras se toleraba ampliamente en los hombres. La violación fue considerada como un crimen contra la propiedad –de los hombres maridos o padres– antes que contra la libertad sexual de las mujeres. La exigencia de monogamia partía de la concepción de las mujeres como posesión. En fin, que los primeros y más potentes discursos contra la monogamia vienen del feminismo o de propuestas que hablan de la liberación de la mujer. ¿Hace falta recordarlo? Y no importa irse tan lejos, tenemos ejemplos recientes y cercanos como el de Brigitte Vasallo y su Pensamiento monógamo, terror poliamoroso o las narraciones hechas carne en la experiencia personal de la estupenda escritora Gabriela Wiener y su familia de tres adultos amantes y dos niñes –y de tantas otras–.

El patriarcado no tiene piernas

Otro de los argumentos que he leído es que “en una sociedad patriarcal, la libertad solo beneficiará a los hombres, que tienen más poder”. Por un lado este esquema rígido presupone que todas las relaciones son heterosexuales. Por otro, no se puede aceptar como una premisa que en todas las relaciones va a ser la mujer la que tenga menos ganas de establecer otras relaciones. Esa mirada de cartón, simplemente deja demasiadas cosas fuera. No hay que confundir el análisis de los roles y las diferentes formas de socialización con la reproducción de estereotipos. Pensar en roles de género sirve para analizar la realidad con el objetivo de cambiarla, los estereotipos son esencializaciones que solo refuerzan la situación de desigualdad.

Más allá de los roles de género, está la vida, la multiplicidad de formas en las que se hacen cuerpo. Esta es una dificultad que tenemos para pensar desde el feminismo. Ocupadas en desentrañar estructuras y generar modelos explicativos, a veces nos encontramos atrapadas en estas idealizaciones. Estos conceptos sirven para pensar, sobre todo en estructuras, pero no siempre dan cuenta de la diversidad en la que se despliegan en la realidad, ni de los procesos constantes de resistencias y negociaciones que se producen en las prácticas. No hay un rol con piernas, por así decir. Ninguna mujer y tampoco ningún hombre es la feminidad ni la masculinidad encarnadas. Somos combinaciones, mixturas y aunque hemos aprendido cómo tenemos que comportarnos para ser hombres y mujeres, cómo relacionarnos en el amor y el sexo, el margen de acción es inmenso. (Si bien no nos cuesta reconocer que las mujeres somos mucho más que el rol asignado, sí que a veces parece que no queremos pensar lo mismo de los hombres, que pasan así a ser un bloque homogéneo, esencial sin agencia sobre su propio ser y estar en mundo.) El peligro al que nos enfrentamos es el de esencializar, ratificar o fijar esas posiciones idealizadas que nos sirven para explicar, para pensar o que queremos combatir. No, el poliamor –u otras formas de no monogamia– no es para los hombres. Lo que sí es cierto, es que no puede haber amor –cualquier tipo ya sea monógamo o no– cuando hay dominación, es otra cosa. Acabar con ella en todas nuestras relaciones es parte de nuestra tarea.

Caminando por lugares poco transitados

Nuestros imaginarios afectivos están colonizados por la industria cultural, ese entramado que todavía pone el amor romántico y de pareja en la cumbre. Como ejemplo la serie Sexo en Nueva York –Sex and the city–, que se supone pretende hablar de la liberación sexual, un reflejo de las nuevas libertades de las que gozamos las mujeres respecto de la experimentación sexual y afectiva. Aunque el mensaje que subyace es que lo que desean las protagonistas en el fondo, y a pesar de sus escarceos, es casarse, encontrar el amor, dar por finalizada una etapa –quizás Samantha la que menos–. Es indudable que este ideal de pareja monógama, y aunque avanzamos, sigue dominando las producciones culturales. No hay mayor drama en canciones o series que el de la “infidelidad”, y eso modela, queramos o no, nuestros paisajes afectivos. Hace poco leí que la pareja es el único vínculo que te otorga un derecho legítimo al control sobre la vida sexual de otra persona. (Excluyendo la paternidad sobre menores de edad, podríamos decir.)

Evidentemente, este ideal de exclusividad sexual está muy ligado al de amor romántico, otro concepto ampliamente criticado por los feminismos por estar íntimamente relacionado con la reproducción de la violencia machista –el control sobre la vida de otra persona legitimado por los celos o la necesidad de posesión y lo que se nos vende como “crimen pasional”–. Es sorprendente que la ideología de la pareja monógama sea reivindicada como un “logro” feminista. Una apología de un lugar de seguridad –ficticio– basado en antiguas reglas patriarcales que se supone va a proteger a las mujeres de los abusos y las “infidelidades” de los hombres que solo desean muchas parejas sexuales o del abandono –sobre todo durante la crianza–. Pero ni las relaciones supuestamente monógamas –casi siempre lo son solo de palabra–, ni los matrimonios ni los sacramentos garantizan el compromiso afectivo, el cuidado o la corresponsabilidad en la crianza o en la enfermedad. Lo vemos cotidianamente. ¿El contrato nos protege o nos somete? Como decía, ninguna normatividad sexual ha protegido nunca a las mujeres, sino que ha sido construida contra nosotras, para nuestro control. La libertad puede hacer daño, pero las respuestas no están en un pasado idealizado.

Hablo mucho de las maestras de los 70, pero determinadas cuestiones vuelven una y otra vez. Somos hámsters dando vueltas en la rueda. El neoconservadurismo es persistente y cuanto más opciones de vida tenemos, más nos agarramos a los caminos ya trillados ante la indeterminación, las inseguridades y el miedo a la soledad. El capitalismo y su fase actual neoliberal ha quebrado y destruido muchas formas de comunidad. Pero, ¿la solución es volver a las reglas del pasado o generar en cambio nuevas formas de solidaridad y de comunidad? ¿Nuevas formas destinadas no a sujetar la estructura social sino a subvertirla? O más modestamente, nuevos caminos de libertad y experimentación. Para las que lo deseen, claro.

Amistades furiosas

De hecho, la no monogamia, o las propuestas poliamorosas suelen cuestionar también el papel que le damos a la amistad. ¿Por qué establecer una jerarquía donde el amor de pareja –y la descendencia– estaría en la cúspide y todo el resto de relaciones vendrían por detrás? ¿Por qué tiene que tener preferencia la pareja –para las vacaciones o los fines de semana– por encima de nuestros amigos y amigas? La antropóloga Mari Luz Esteban explica que en trabajo de campo los hombres entrevistados decían espontáneamente que la pareja es una parte más de sus vidas, no la central –hay también trabajo, amigos, etc. antes que la pareja o además de la pareja–. Las mujeres, en cambio, dice Esteban, suelen señalarla como el eje central de sus vidas. Quizás no todo es negativo en la masculinidad y podemos aprender a expandir nuestra vida y nuestros afectos y dar lugar a redes de sostenimiento que no pasen por una estructura destinada a la procreación como es la familia.

Podemos intentar construir formas no monógamas de relacionarnos –que incluyan la promiscuidad si es lo que deseamos– pero también la creación de vínculos fuertes que generen relaciones de apoyo mutuo basadas en el respeto y la libertad, y también en el compromiso y la reciprocidad. Es indudable que no es fácil. A las expectativas culturales en las que tenemos que encajar –y los celos y otras emociones para las que estamos programadas– se unen las desigualdades generadas por el patriarcado, también los problemas asociados a nuestra forma de organización social. El trabajo no nos permite dedicarles tiempo a los que queremos, sean amigos o relaciones sexoafectivas –o familia–; muchos tipos de trabajo, pero sobre todo los más precarios y de servicios con horarios más prolongados nos agotan. La precariedad vital, la falta de recursos y las angustias a las que dan lugar también nos ponen más difícil establecer relaciones sanas, o conseguir la energía y la voluntad de complicar nuestro paisaje afectivo. Si se tienen hijos, además, todo ello es aún más enrevesado porque las crianzas conllevan casi siempre bastante soledad y poca disponibilidad en las contrapartes amorosas para compartir tiempo con hijos no propios. Todo eso eso existe como trasfondo.

Las relaciones no monógamas no son el paraíso, ni acaban por sí solas con el patriarcado, pero si se consiguen sortear las dificultades, nuestra vida afectiva se puede hacer más rica nuestra red de cuidados más densa. (Y el sexo mejor, probablemente.) En cualquier caso, la no monogamia no sería un precepto moral o una imposición, es una puerta que podemos cruzar o no si así lo deseamos o si podemos. No va de decirle a nadie cómo vivir, ni de crear una nueva “normatividad” alternativa. Se trata de dar opciones, proporcionar espacio, ensanchar el mundo. Esa es nuestra tarea y la tarea de los feminismos emancipadores.

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