Xarxa Feminista PV

El patriarcado se desinfla

Domingo 11 de noviembre de 2018

El movimiento #MeToo ha puesto en ridículo al patriarcado

Barbara Ehrenreich (THE BAFFLER) 08-11-2018 CTXT

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Tom Hilton / Wikimedia Commons

A veces hace falta que un “estratega” chapucero y alt-right (la nueva extrema derecha americana) sitúe las cosas con la debida perspectiva histórica. En una charla reciente con el periodista Steve Bannon, este se refirió al movimiento #MeToo como un “movimiento antipatriarcal” que va “a enmendar diez mil años de historia documentada”. Y así es. Si bien, con cada nuevo caso de me too parece más inverosímil pretender equiparar patriarcado y civilización.

Se nos ha empujado a dotar al patriarcado de solemnidad, a considerarlo un sistema milenario diseñado para oprimir a las mujeres y para evitar que los hombres jóvenes se pasen de la raya. A lo largo de los siglos, sus conceptos favoritos han sido el honor, la tradición, el poder y la gloria, cuyas manifestaciones materiales van desde las pirámides hasta los rascacielos de hoy, desde la sencillez de los templos griegos hasta la majestuosa arquitectura neoclásica del siglo XIX en las principales ciudades europeas. Adereza sus rituales más sagrados con columnas de soldados uniformados y desfilando al ritmo de estimulantes marchas militares.

Los desnudos y los tontos

Sin embargo, a medida que va cayendo un hombre rico y poderoso detrás de otro víctima del movimiento #MeToo, el patriarcado muestra un rostro cada vez más ridículo. Hemos podido saber que al fatuo centrista Charlie Rose, que presume de tener pantalones Versace en su fondo de armario, le gustaba pasearse desnudo entre su personal femenino, igual que a Steve Wynn, el multimillonario incapaz de salir del armario. Matt Lauer, cuya principal tarea era aportar algo de seriedad al programa de TV Today, guardaba en su despacho una bolsa repleta de juguetes sexuales de los que poder tirar cuando picara alguna joven. Supuestamente, el presidente de la nación más poderosa del mundo contrataba prostitutas para que orinaran en la cama de un hotel de Moscú y le gustaba que le azotaran con un ejemplar de la revista Forbes con su foto en la cubierta.

A medida que va cayendo un hombre rico y poderoso detrás de otro víctima del movimiento #MeToo, el patriarcado muestra un rostro cada vez más ridículo

Obviamente, las feministas tienen bien calado al patriarcado y han puesto bien de manifiesto su crueldad y violencia intrínsecas. Rara vez se ha cuestionado la gravedad del asunto. Pensemos sobre la máxima feminista que vincula el acto de violación con una cuestión de poder más que de mero sexo. El violador no viola por pasar un buen rato; con ese acto, sencillamente está imponiendo el poder ancestral de los hombres. Es decir, es como si estuviera realizando un trabajo que sirve a a la élite de los hombres, sus pares. El sexo, y por la tanto la posibilidad de obtener placer, al menos para los hombres, rara vez incorpora discurso feminista relativo a la violencia masculina. Para el discurso feminista, la violación y el abuso sexual son representaciones de la dominación masculina, y quizá también una necesaria advertencia para las mujeres –una especie de alerta pública.

Sin embargo, el número creciente de denuncias de acoso sexual por parte de hombres poderosos sugiere que el feminismo se ha estado tomando un poco demasiado en serio al patriarcado. Quizá no tenga que ver con la interminable reproducción de las relaciones de poder; quizá tenga que ver con que los tíos lo hacen para divertirse. Roban chuches a escondidas de las tatas, las institutrices y las esposas. Una de las denunciantes del libidinoso otrora asesor de Hillary Clinton afirmó que la miraba “como si fuera un snack” –no como si fuera una persona ni tan siquiera un chica guapa, sino como un bocado fácil para tomar entre horas. Evidentemente, así trataba Harvey Weinstein a las mujeres cada vez que contrataba a un chulo disfrazado de compañero de trabajo dispuesto a colocar en fila a una serie de chicas en la ciudad extranjera de turno a la que acudía presto para que al magnate nunca le faltara algo que llevarse a la boca. Este ejercicio de privilegios nos recuerda a cuando Newt Gingrich afirma que se siente como “un niño de cuatro años que se levanta feliz cada mañana con la ilusión e comerse una galleta”.

Los caprichos del poder

En teoría, puede que seamos capaces de mostrar muy de mala gana una brizna de comprensión hacia el hombre de clase trabajadora, pisoteado, que maltrata o pega a su mujer. ¿De qué otro modo iba él a poder ejercer algo de poder? Pero muchos de los hombres que hoy protagonizan los escándalos de acoso sexual ya ejercen suficiente poder desde las posiciones que ocupan o a simple golpe de dinero; no pueden decir que se vean privados de todo tipo de placeres y adulaciones en su día a día. Estos son hombres de la clase que se queda en hoteles de cinco estrellas, que vuela en jets privados y que espera que sus entusiastas subalternos satisfagan todos sus caprichos.

Así y con todo, necesitan recibir sus premios sexuales. El Presidents Club de Londres animaba a cientos de banqueros y millonarios a meterse con las jóvenes en minifalda que les servían las copas. Pensemos también, por ejemplo, en las orgías que organizaba Dominique Strauss-Kahn con la participación de prostitutas dóciles para mantener relaciones sexuales con un grupo de hombres de negocios y funcionarios del FMI. La lista es interminable: las orgías de Berlusconi. Trump cogiendo a las mujeres por el coño. Bill Clinton. O, en los años cincuenta, el imperio de Hugh Hefner basado en la idea de que el playboy necesita estar constantemente abastecido de playmates.

La mujer de hoy debería reírse a carcajadas cada vez que se topa con una situación de ostentación masculina y de clase, recordemos que al presidente –o al artista o académico encumbrado - le gusta meneársela ante las mujeres en privado

La diversión nunca se ha considerado una fuerza mayor en el curso de historia, pero quizá deberíamos incluirla, y también “la consecución del placer”. Volvamos la mirada a las grandes reliquias arquitectónicas del imperio de Londres o Madrid. ¿De dónde provenía la riqueza para construir semejantes maravillas? Obviamente de la guerra, de las guerras de conquista. ¿Y qué es la guerra? Pues el infierno, según nos cuentan. Pero también es la máxima expresión de la aventura masculina, sobre todo para aquellos hombres que consiguen alcanzar los campos de batalla a caballo, y no a pie.

Durante los últimos diez mil años, desde las conquistas del Imperio romano pasando por los ataques vikingos y las Cruzadas, hasta las guerras globales propias del siglo XX, las guerras han sido una oportunidad para extraer riquezas y placeres: pillaje y violaciones. Aportan además el honor y la gloria, aunque sea póstumamente, pero difícilmente podrían entrar bajo la etiqueta de “civilización”.

¿Y cuál debe ser la actitud de una mujer del siglo XXI mientras se abre camino por los escombros del patriarcado? En primer lugar, debería reírse a carcajadas cada vez que se topa con una situación de ostentación masculina y de clase, recordemos que al presidente –o al artista o académico encumbrado - le gusta meneársela ante las mujeres en privado. Debería recordar que el mago de Oz es un payaso malévolo, pero no por ello deja de ser un payaso. Y a partir de ahí, puede que empiece a considerar la opción de un castigo a la altura de nuestros patriarcas destronados. Quizá lo más acertado sería confinarlos en una habitación cerrada con llave, repleta de juguetes sexuales de alta tecnología para que se follen hasta la extenuación.

A partir de ahí, las mujeres –y los varones disidentes del patriarcado- quizá puedan ponerse a pensar en las características de un posible mundo configurado por la obtención del placer femenino. Cómo sería, ¿delicado y teñido de los colores del arco iris? ¿o latiría al ritmo de su propio éxtasis y transgresiones?


Traducción de Olga Abasolo.

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