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El mito del genio para camuflar el machismo y los abusos

Jueves 28 de marzo de 2019

Científicos como el Nobel Richard Feynman fueron intocables por el poder y el prestigio que les confería su trabajo

Leila McNeill (The Baffler) 20 de Marzo de 2019 CTXT

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Richard Feynman (en el centro) en el laboratorio de Los Alamos durante el Proyecto Manhatan. Autor desconocido

La pasada primavera, los científicos y escritores científicos celebraron el centenario del nacimiento de Richard Feynman, el físico ganador del Premio Nobel. Para conmemorar la ocasión, publiqué un tuit que incluía una cita de las apreciadas memorias de Feynman, ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, en el que llama “zorras” a las mujeres que abordaba en los bares y no querían acostarse con él. Mi primera intención era criticar el adulatorio perfil de la obra de Feynman que apareció publicado en la revista Nature y en el que solo se hacía una leve mención a las partes “inquietantemente sexistas” del libro y en las que quedaba patente un “comportamiento predatorio hacia las mujeres”, sin dar mayores explicaciones sobre el bien documentado historial de depredación sexual de Feynman. Pero si le preguntaras a los numerosos hombres que coparon mi muro durante semanas, mi verdadera intención era borrar cualquier rastro de Feynman de los libros de historia y arruinar la memoria de un hombre brillante que fue tan víctima de su tiempo como las mujeres que cazaba.

Feynman, que falleció en 1988, es uno más de los famosos científicos hombres involucrados en los acalorados debates que se están suscitando en la actualidad sobre la pregunta de si es posible, o incluso deseable, separar la ciencia del científico. Aunque varios destacados científicos hayan perdido sus trabajos en los últimos años a raíz de las acusaciones de abusos sexuales, el movimiento #MeToo no ha conseguido cambiar tanto las profesiones científicas, y no parece probable que lo haga hasta que se desmantele y reconstruya de cero la cultura científica. Una parte de este proceso debería reconsiderar seriamente cómo hemos tratado en el pasado a los científicos abusadores, y cómo hemos permitido que esas personas, a su vez, controlen el relato y la dirección que toma la ciencia.

Se mire por donde se mire, Richard Feynman fue un hombre extremadamente inteligente. Entre sus muchos logros, destacan su decisiva contribución a diversos avances conceptuales clave en el ámbito de la física cuántica y su participación a la hora de desarrollar el campo de la electrodinámica cuántica, que derivó en la obtención del Premio Nobel en 1965 y que compartió con Julian Schwinger y Shin’ichirō Tomonaga. Además, Feynman estaba en las antípodas del estereotipo de científico distante y ultraserio, que solo trabaja y no se divierte, y ofrecía una cautivadora imagen de curiosidad científica en sus populares libros de física para los no científicos y en sus autobiografías repletas de humor. Daba la impresión de ser un tipo divertido y simpático al que le gustaban las matemáticas, gastar bromas y tocar los bongos.

el movimiento #MeToo no ha conseguido cambiar tanto las profesiones científicas, y no parece probable que lo haga hasta que se desmantele y reconstruya de cero la cultura científica

Todo esto es cierto, pero también es cierto que a lo largo de su carrera Feynman no disimuló nunca su flagrante misoginia y sexismo. En ¿Está usted de broma?, Feynman detalla cómo adoptaba la forma de pensar de un experto ligón (una mentalidad que también afirmaba haber abandonado con el tiempo), trataba a las mujeres como si no sirvieran para nada y arremetía contra ellas de forma cruel cuando rechazaban sus propuestas amorosas. Trabajó y mantuvo reuniones en clubes de striptease, y cuando era profesor de Cal Tech dibujaba retratos desnudos de sus estudiantes mujeres. Pero lo peor, quizá, sea que fingió ser un estudiante universitario para engañar a mujeres jóvenes y conseguir que se acostaran con él. Su segunda mujer le acusó de malos tratos y narró múltiples ocasiones en las que se encolerizaba si le interrumpía mientras trabajaba o tocaba los bongos.

Solo aludir a estos aspectos de la vida y personalidad de Feynman es como mandar una batseñal para que acudan en su defensa todos los científicos machotes del mundo, o hacer un llamamiento para defender a uno de sus héroes. Tras haber pasado años escribiendo en internet críticas feministas sobre ciencia, tengo sobrada experiencia en la virulencia que acompaña las críticas sobre los científicos hombres predilectos, pero las menciones a Feynman parecen tocar una fibra sensible. A su alrededor se ha levantado un culto a la personalidad que permite a los científicos hombres y blancos verse reflejados en él. En 1984, la revista People calificó de “irreverente” a ¿Está usted de broma, Sr. Feynman? (el mismo libro que narra sus aventuras como experto ligón) y destacó que las desinhibidas memorias de Feynman “daban un buen nombre a los empollones”. El protagonista de la serie de televisión The Big Bang Theory, Sheldon Cooper, idolatra a Feynman y toca los bongos en su honor, lo que alimenta el tono de “misoginia friki y adorable” de la serie. El reciente artículo de Nature le asigna un papel de “desenfrenado inconformista”. Representarlo de esa manera es hacer la vista gorda sobre el lado sórdido de Feynman, o en el caso del artículo de la revista People, hasta dar a entender que se trata de una especie de virtud cultural.

Los genios sobones

Sin embargo, no he venido solo a poner verde a Richard Feynman, ya que el problema de la misoginia fuera de control que existe en el campo de la ciencia se extiende mucho más allá de la conducta de una única manzana podrida. Los científicos hombres con actitudes depredadoras abundan tanto que sería una tarea de Sísifo dedicar una serie de ensayos a describir en detalle sus dolorosos abusos; incluso cuando este artículo estaba a punto de ser publicado, múltiples mujeres acababan de acusar de conducta inapropiada al astrofísico estrella Neil deGrasse Tyson. Además de enumerar las agresiones de los científicos individuales que abusan del poder cultural que les otorga su posición, tenemos que desmantelar las estructuras que permitieron que continuaran esos abusos con poca o ninguna interrupción. Solo para empezar, esto supone abandonar el mito de que la ciencia se puede separar del científico.

La conversación sobre separar a la persona de la profesión ha tardado más en salir a la superficie en la ciencia de lo que ha tardado en la literatura, el cine, el periodismo y en el mundo del arte. Podría parecer que la distancia entre el artista y la cosa que crea es menor que en su equivalente científico, porque el arte se ubica dentro de lo subjetivo y lo abstracto. Es más sencillo distinguir entre un escritor como Junot Díaz, que ha mostrado comportamientos abusivos hacia las mujeres en la vida real, y los personajes masculinos de sus libros que hacen lo mismo. No obstante, se define a los científicos como observadores objetivos de diversos fenómenos, al tiempo que se considera a la práctica científica como empírica, mensurable, estable y separada. Esta típica definición desconecta a la ciencia del resto del mundo, y permite que se la perciba como un conductor incorpóreo y sin adulterar del conocimiento. Pero la ciencia no solo es un conjunto de conocimientos, también es una institución y una cultura que tiene conexiones materiales con un mundo habitado. Sus profesionales son creadores y participantes de esa institución y de esa cultura.

la ciencia no solo es un conjunto de conocimientos, también es una institución y una cultura

Como esta conversación ha madurado más en el mundo del arte y del entretenimiento que en el de la ciencia, creo que merece la pena considerar algunas de las críticas culturales que han recibido las imbricadas disciplinas de la investigación científica, la comunicación científica y la historia científica en este momento post-Harvey Weinstein. Como cada vez surgen más revelaciones sobre abusos sexuales en todos los ámbitos de la industria cultural, cada vez resulta más insostenible e indefendible separar al arte del artista. En el artículo que escribió Amanda Hess para el New York Times, “Cómo el mito del genio sirve para excusar el abuso de mujeres”, se apunta a varios ejemplos de destacados hombres a los que se les ha permitido seguir abusando de mujeres tanto dentro como fuera de la esfera pública y cómo el prestigio de los primeros ha permitido que se produzca lo segundo. “Una propensión hacia los actos censurables está incorporada en el mito mismo del genio artístico”, escribe Hess. “El arte justifica el crimen”.

Genio también es un término habitual en la ciencia. A lo largo de la historia hasta nuestros días, el término se ha utilizado con generosidad para describir a científicos hombres. Cuando Stephen Hawking, un científico que se burlaba del calificativo, murió en marzo, Emily Atkin destacó en The New Republic la dispar atribución tradicional del término entre mujeres y hombres, y abogó por dejar de utilizar para siempre el término en el mundo científico. National Geographic comenzó su serie de televisión titulada Genios con una temporada dedicada a Albert Einstein, cuyos recientemente publicados diarios revelaron un racismo y una xenofobia manifiestos, y siguió con la última entrega de la serie dedicada a Pablo Picasso, que pensaba que las mujeres eran “diosas o felpudos”. Más aún, James Gleick tituló la biografía de Richard Feynman que publicó en 1992, Genio: la vida y ciencia de Richard Feynman.

Juegos de poder

Dentro de la concepción popular del mito del genio en la ciencia se observa algo más que la sola inteligencia; se espera que el científico solitario y librepensador exhiba una cierta inclinación por la excentricidad, por saltarse las reglas y por pensar y actuar de manera poco convencional. Pero cuando se trata de abusar de su poder científico para mostrarse como depredador sexual, este conjunto de comportamientos nos lleva a un terreno resbaladizo.

Otros dos integrantes de la categoría de “genios espontáneos” son el astrobiólogo Geoff Marcy y el físico teórico Lawrence Krauss, a los que se ha obligado a asumir las consecuencias de años de depredación sexual en sus respectivos campos. El extraordinario reportaje que publicó BuzzFeed sobre estos casos, y muchos otros, demuestra que las universidades donde trabajaban Marcy y Krauss, y sus compañeros, conocían los comportamientos depredadores de ambos antes de que se hiciera algo al respecto. Krauss se jubilará en mayo de 2019, más de un año después de que su conducta predatoria se hiciera pública. En noviembre de 2018, el Boston Globe publicó la noticia de tres antiguos profesores de neurociencia de Dartmouth que habían convertido los departamentos de psicología y neurociencia en un “Desmadre a la americana del siglo XXI”, porque toqueteaban y asaltaban a todas las estudiantes mujeres, siete de las cuales han demandado a la universidad. Durante muchísimo tiempo, sus contribuciones a la ciencia (la evidencia de su genio putativo) les eximieron de sus crímenes. Los defensores de Feynman repiten en la actualidad la misma excusa.

Alguien podría pensar que comparar a Feynman, que se dedicó a la ciencia en una generación diferente, con alguien como Marcy es una falsa equivalencia. Hemos puesto distancia entre los dos, no solo en un sentido histórico, sino ético también. Por lo general, tratamos a la gente más lista del pasado como si estuvieran atrasados o fueran inocentes por culpa de su ignorancia, como si carecieran de las instituciones ilustradas y progresistas que hemos erigido para subsanar esos abusos, como por ejemplo los cursos para prevenir el acoso laboral y los procedimientos judiciales del Título IX (NdT: Estatuto que prohíbe la discriminación sexual en las instituciones educativas que reciben fondos federales). Pero este injusto contraste esconde una continuidad fundamental de patriarcado en la ciencia, pasada y presente: las estructuras de poder que proporcionaron a Marcy años de libertad total para atacar a las estudiantes universitarias son los mismos que le dieron permiso a Feynman para dibujar retratos desnudos de estudiantes mujeres. Las diferencias de poder siempre han existido, y que los hombres ejerzan su poder sobre las mujeres para conseguir lo que quieren es una actitud corrupta, si tiene lugar en cualquier tipo de entorno con autorización cultural. Si hubiéramos exigido responsabilidades a hombres como Feynman cuando abusaron de su poder, podríamos haber garantizado que los hombres como Marcy afrontaran antes las consecuencias, y por tanto habría habido menos mujeres víctimas dentro de la comunidad científica.

Nadie ha conseguido ilustrar mejor que Hannah Gadsby en su especial cómico para Netflix, Nanette, cómo los errores del pasado están conectados con el presente. Mediante la historia del arte, conecta a la perfección nuestra continua reverencia por Pablo Picasso con los abusos de algunos de los agresores más recientes y notorios de Hollywood:

Todos están cortados por el mismo patrón: Donald Trump, Pablo Picasso, Harvey Weinstein, Bill Cosby, Woody Allen, Roman Polanski. Esos hombres no son la excepción, son la norma. Y no son individuos, son nuestros relatos. Y la moraleja de nuestro relato es: “No nos importan una mierda, nos la pelan las mujeres y los niños. Solo nos importa la reputación de los hombres”…. ¡Esos hombres controlan nuestros relatos!

La ciencia es un relato tanto como el arte o la historia. Y es un relato que hemos contado particularmente mal porque hemos dejado que sean hombres como Feynman quienes lo controlen.

La ciencia es un relato tanto como el arte o la historia. Y es un relato que hemos contado particularmente mal

Sin contar los registros públicos que existen de los abusos de Feynman, él mismo nos contó quién era en sus propias memorias: ¿Está usted de broma? y ¿Qué te importa lo que piensen los demás? Revistió su misoginia y sexismo con bromas y los disfrazó con una actitud despreocupada; integró su mala conducta dentro de su propio mito de genio. Que fuera capaz de controlar su propio relato es una muestra del poder que la ciencia puede conferirle a un hombre, un privilegio que rara vez se concede a las mujeres científicas, sobre todo cuando también son mujeres de color.

El grupo de control

Feynman no es el único hombre poderoso que ha sido capaz de controlar el relato de la ciencia, en detrimento de las mujeres, dentro de su entorno profesional. Durante mucho tiempo, el mundo creyó que Rosalind Franklin no tuvo nada que ver con el descubrimiento de la estructura del ADN, que reclamaron James Watson y Francis Crick. En gran parte, eso sucedió porque Watson dijo que así fue y nosotros le creímos. En su autobiografía Doble hélice publicada en 1968 apareció la primera explicación completa de cómo se produjo el descubrimiento. En ella se refiere a Franklin como “Rosy” durante todo el libro y describe su aspecto físico de manera descaradamente sexista. También omite la parte de la historia en la que él y Crick utilizaron la fotografía 51 de Franklin sin su permiso o conocimiento; la fotografía 51 supuso la prueba clave para descubrir la estructura del ADN. Como le resultaba casi imposible eliminar a Franklin de la historia, ya que mucha gente la conocía, la redujo todo lo que pudo con un apodo y con juicios sobre su belleza para que su parte en el relato pudiera pasar fácilmente inadvertida.

Es imposible saber cuántas carreras profesionales cambiaron de rumbo o se terminaron por completo a causa de los comportamientos abusivos de científicos importantes

Además de disfrutar de licencia para moldear el relato de sus vidas, los hombres como Feynman y Marcy también han sido capaces de controlar la trayectoria general de la ciencia. Marcy ha sido uno de los líderes más destacados y una figura pionera en astrobiología, y su influyente y respetada posición en este campo propició que se erigiera en árbitro de los datos del campo mismo. Esto supuso que las mujeres que necesitaban acceder a esos datos para sus investigaciones a menudo se encontraban en una posición imposible. Como le contó Ruth Murray-Clay, una profesora asociada de astrofísica y astronomía de UC Santa Cruz, a BuzzFeed: “No quieres enemistarte con una persona que tiene acceso a los datos que podrías necesitar”. En el caso de los neurocientíficos de Dartmouth, la queja detallaba cómo estos hombres “ejercían un enorme control sobre las carreras académicas de sus estudiantes, retrasaban exámenes, aplazaban reuniones consultivas y amenazaban la investigación y financiación de las mujeres que rechazaban sus propuestas amorosas”. Estos hombres determinaban quién tenía acceso y quién no. Es imposible saber cuántas carreras profesionales fueron redireccionadas o se terminaron por completo a causa de esos comportamientos abusivos, y deberíamos tener en cuenta esa disparidad de poder fundamental cuando estemos tentados de lamentar la expulsión de las ciencias de Marcy y su calaña.

Pero el impulso por defender a hombres como Feynman o lamentar la pérdida para la ciencia de un pionero como Marcy no solo está relacionado con la protección de la pureza del conocimiento científico, ya que al fin y al cabo aunque pudiéramos borrar a hombres como Feynman de los libros de historia no podríamos desaprender de golpe lo que nos enseñaron sobre física cuántica o sobre los planetas remotos. No, la intensidad con la que el colectivo de seguidores de Feynman persigue su exoneración del tribunal de la historia va sobre algo más común y corriente y feo: sobre el comportamiento instintivo de los hombres de protegerse entre ellos, mutuamente, y sus reputaciones. Los hombres que contestaron a mi tuit original e intentaron oponerse con argumentos a que se mencionara el trato que daba Feynman a las mujeres estaban abrumadoramente preocupados con el legado de Feynman, que ya no puede defenderse por sí solo o, más concretamente en este contexto, que ya no pueden controlar. Los hombres que se apresuran a defender su legado y desoyen su misoginia no solo se ven a ellos mismos reflejados en él como el antiguo chico empollón de ciencias que supo convertirse en toda una sensación y un símbolo; con toda probabilidad, han sido cómplices, como mínimo, de perpetuar el tipo de conducta de la que Feynman es culpable. Saben, al menos en principio, que el comportamiento de Feynman es inapropiado; al fin y al cabo, la gente no pide disculpas por cosas que sabe que están bien. Cuando Feynman adoptaba la forma de pensar de un experto ligón, se decía a sí mismo que las mujeres eran una putas inútiles; de ese modo, si una le rechazaba, su masculinidad permanecía intacta. Quizá algunos miembros de la brigada de troles de internet que apoyan a Feynman también hayan ido a un bar y hayan comprado un trago a una mujer que ni aun así se acostó con ellos, y atenuaron la punzada de rechazo convenciéndose a sí mismos de que de todos modos no era más que una zorra. Cuando me dicen que el hecho de que Feynman utilizara tácticas de ligoteo no es tan grave, también están diciéndose a sí mismos que no es tan grave. Si Richard Feynman era un depredador, ellos también. Y si un hombre tan poderoso y popular como Feynman puede caer, ellos también.

Feynman como científico y Feynman como misógino no son dos tramas diferentes del mismo relato, sino que discurren de forma paralela; pero resulta imposible saberlo si tenemos en cuenta cómo hemos contado su historia. Mientras Marcy realizaba grandes progresos en astrobiología, estaba acosando a mujeres con total impunidad. Estos hombres eran intocables por el poder y el prestigio que les confería su trabajo científico. Su dimensión en el mundo de la ciencia les granjeó el permiso y la protección para atacar a mujeres sin sufrir ninguna consecuencia. Por eso, no, la vida de los científicos no puede separarse de la ciencia. Tomando prestada otra frase de Hannah Gadsby: “No me hagas perder más mi tiempo”.


Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

Leila McNeill es la corredactora jefa de Lady Science. Sus escritos han aparecido en The Atlantic, Real Life y en otras publicaciones.

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