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El lenguaje inclusivo, ese “peligro público”

Lunes 29 de enero de 2018

En el mismo mundo donde el plural o lo universal se conjuga en masculino, el poder político y económico también lo hace. Visibilizar a mujeres y hombres en el lenguaje responde al cuestionamiento de este desequilibrio tan exquisitamente naturalizado

Sarah Babiker CTXT 28-01-2018

El otro día tuvo lugar la Marcha de las Mujeres en Estados Unidos. Decenas de miles de personas se manifestaron a favor de la igualdad de género coincidiendo con el primer aniversario del Gobierno de Donald Trump.

Un fantasma recorre el castellano, una espiral de “decadencia”, una pendiente hacia lo “absurdo”, una “aberración” que pone en peligro las lenguas romances. ¿Será el llamar “muffing” a las magdalenas, el “ola ke ase”, el abismo de los “vamos haber” y el te “hecho” de menos? Nada de eso, el problema es uno, grande y en peligrosa expansión: es el lenguaje no sexista, o el lenguaje inclusivo o incluyente. Ni siquiera se aclaran en su definición estas terroristas del lenguaje, estos “kamikazes de la gramática”. Estas personas obsesionadas por subvertir lo que debe permanecer estable para el buen entendimiento de la humanidad. Porque, como es bien sabido, el lenguaje es inalterable, no evoluciona, no se empapa de los usos de su época.

Disculpen por la ironía del inicio, pues, en realidad, yo no quería empezar así. Yo pretendía escribir un artículo sesudo y racional, ponderado y didáctico sobre el lenguaje incluyente. Para ello me he zambullido no solo en la carta que provoca esta respuesta si no en un maremágnum de artículos y manifiestos sobre la cuestión. Y he encontrado, he de decirlo, apariencia de racionalidad, ponderación y didáctica. Pero en el fondo se agita un miedo al cambio, un catastrofismo lingüístico que revela más de lo que dicen las palabras cuidadosamente escogidas de quienes se manifiestan, con gran preocupación, contra “el daño que se le está haciendo a nuestro idioma”, “el muy grave asunto” de la duplicación de los plurales o este camino de “destrozar el lenguaje, para nada”.

Por lenguaje no sexista, inclusivo o incluyente, entendemos las prácticas lingüísticas que persiguen visibilizar los diversos géneros. En español esta práctica se encuentra con dos desafíos centrales: nombrar a las personas en plural sin usar exclusivamente las formas masculinas, y cuestionar el uso del singular masculino como genérico que incluye a las mujeres. Desde los feminismos, hace tiempo que se impugna la universalidad del masculino, se cuestiona que éste alcance para nombrarnos a todas y a todos, y en consecuencia, se vienen pensando alternativas para nombrarnos en las que nos sintamos incluidas y representadas.

Que el masculino sea neutro y universal y el femenino particular y específico es incuestionable porque así lo dicen los usos comunes, la imparcialísima Real Academia Española de la Lengua

¿Sentirse incluidas y representadas? ¿Qué es eso de manipular el lenguaje en función de vuestros sentimientos y percepciones? El argumento cero contra el lenguaje incluyente sería que si las mujeres no se sienten del todo representadas o visibilizadas cuando se dice “nosotros”, o “ciudadanos”, se debe a una percepción errónea y a su desconocimiento de, o peor, su insumisión a las leyes de la gramática. Que el masculino plural nos represente a mujeres y a hombres, y el femenino plural solo a las mujeres, es una cuestión fríamente lingüística, que el masculino sea neutro y universal y el femenino particular y específico es incuestionable porque así lo dicen los usos comunes, la imparcialísima Real Academia Española de la Lengua, y diversas gramáticas que podemos libremente consultar para combatir nuestra ignorancia. Pero el lenguaje refleja la realidad y la construye, no existe en un éter conceptual, en el que flota, libre de leyes humanas, sujeto solo a las neutrales y nada sexistas pautas de la gramática. Sucede que en el mismo mundo donde el plural o lo universal se conjuga en masculino, el poder político y económico también lo hace, basta con ver la presencia testimonial de mujeres en determinados ámbitos. Visibilizar a mujeres y hombres en el lenguaje responde al cuestionamiento de este desequilibrio tan exquisitamente naturalizado. No a una “moda feminista”.

Las academias en pie de guerra

En octubre de 2017, varios titulares reflejaban una decisión drástica del Gobierno Macron: prohibir el lenguaje inclusivo. La decisión seguía a un informe de la Academia de la Lengua Francesa en que se instaba a detener la “aberración inclusiva” que ponía al francés en “peligro mortal”, dificultaba su aprendizaje como lengua extranjera, y hasta el entendimiento entre la comunidad gala. Este manifiesto era una respuesta a la publicación de un libro de texto que aplicaba íntegramente las dobles formas y la inclusión de sufijos femeninos en todas las palabras. Seguramente era muy complicado de leer, quizás por eso solo en un libro de texto se probó esa opción. Es decir, no hubo una epidemia de libros escritos así. También en España es difícil encontrar textos sensibles al lenguaje no sexista, que incurran en el uso de las barras (niños/as) y dobles formas hasta imposibilitar la comprensión: El lenguaje incluyente busca estrategias para visibilizar a ambos géneros y ser comunicativamente eficaz. Sí parece más significativo que los y las académicas de la lengua francesa, conocidos como “inmortales”, hayan entrado en semejante convulsión por un solo libro de texto, mostrando una gran preocupación por la inteligibilidad de una lengua, en la que para decir noventa y cinco tienes que decir cuatro veinte quince, y los verbos irregulares son legión.

La francesa no es la única Academia preocupada, nuestra RAE, ya en 2012, emitió un informe contrario al lenguaje no sexista. El mismo, respaldado por 28 académicos y cinco académicas, recriminaba a universidades, sindicatos y ayuntamientos el haberse metido en su cortijo lingüístico al elaborar guías para el lenguaje inclusivo. Así negaba potestad a estas entidades para responder a la demanda social (inscrita en muchas otras demandas del feminismo) de pensar alternativas en las que más personas se sintieran representadas. El castellano no necesita esto, no es una cuestión política, es gramatical y aquí la Academia con sus profesionales de la lengua tiene la última palabra, venía a decir. Resulta familiar esa forma de argumentar tan masculina, que se envuelve en frialdad, saberes expertos y razón frente a las “ocurrencias” o “caprichos” de las feministas. La RAE sabe de esto, ya sintió la necesidad de intervenir de urgencia en el 2004 ante la ley contra la violencia de género, en un comunicado en el que, desmereciendo todo el trabajo de la teoría feminista, asentaron que era artificial usar el término género en español e instaron a utilizar la expresión violencia doméstica porque en aquel momento se usaba más. En esta afirmación mostraban su desconocimiento absoluto sobre la violencia de género. Treinta años tardaron también en aceptar el término feminicidio desde que apareciera por primera vez, mientras que hace nada incluyeron postureo sin hacerse tanto drama.

El lenguaje incluyente es un proceso, es un esfuerzo para enriquecer el idioma, porque te obliga a pensar lo que estás enunciando, a quién estás incluyendo y a quién excluyendo

Quienes alertan del apocalipsis inclusivo, se esfuerzan por dejar claro que las demandas razonables del feminismo las entienden. Se pronuncian a favor de los “derechos de la mujer”, antes de ponerse a delimitar qué es aceptable y qué no. Si bien es comprensible el temor de que el lenguaje no sexista haga más complicada la comunicación, parece obviarse que el mundo no ha colapsado bajo las dobles formas, los periódicos que usan lenguaje no sexista no se han convertido en un galimatías de barras y arrobas, y no hay noticia de que nadie haya tenido un ataque apopléjico intentando decir en voz alta: amigxs. Tampoco las animalistas feministas han decidido llamar a las buitres buitras, ni a los gorilas gorilos. En ninguna asamblea ha sucumbido nadie porque un compañero haya dicho “nosotras.” Y si la izquierda o los sindicatos tienen dificultades para llegar a la gente “normal” sea lo que sea que eso signifique, dudo que el principal problema sea el lenguaje incluyente.

¿Vértigo ante el cambio?

Como no somos máquinas de plegarnos a consignas sin ninguna flexibilidad ni creatividad si no personas que valoramos y respetamos el lenguaje y por eso lo queremos más rico y democrático, buscamos maneras, probamos formas, conjugamos posibilidades. Intentamos evitar la farragosidad contra la que tantas personas alertan, a veces con mayor fortuna que otras. Pero en ese proceso, transformamos nuestra percepción del mundo, visibilizamos que no hay nada neutro, que el género importa. Por eso a mí me gusta hablar de lenguaje incluyente porque es un proceso, es un esfuerzo para enriquecer el idioma, porque te obliga a pensar lo que estás enunciando, a quién estás incluyendo y a quién excluyendo. Incluso aunque decidas escribir o hablar en masculino plural en muchos ámbitos, eres consciente de que es una posibilidad, una elección y que tiene sus implicaciones.

Cabe preguntarse entonces por qué incomoda tanto. Qué es lo que toca el lenguaje incluyente para desencadenar tan alarmistas respuestas, para inducir este catastrofismo. Recuerda a otras resistencias, como la que se presenta ante las cuotas, o al mismo concepto de violencia de género. Un mundo que se resiste a transformarse, y que disfraza de racionalidad y aséptica teoría lo que no es otra cosa que resistencia al cambio. El lenguaje es político, y negar que lo sea también es político. El desasosiego que a tanta gente le entra, la indignación y los golpes en el pecho, poco tienen que ver con la gramática.

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