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El "invisible" maltrato a las mujeres rurales, un silencio difícil de romper

Viernes 27 de noviembre de 2020

Alejandro Espiño | EFE 24 de noviembre de 2020 Nuevatribuna.es

A Inés Fernández su marido la intentó matar tres veces. La quiso ahogar en la bañera. Probó también con pastillas. Y en la última, le golpeó con un tablón en la cabeza.

Fueron sus hijas quienes, al verla en el hospital, denunciaron a su padre. "Ellas me salvaron. Si no fuese por las dos, hoy no estaría aquí", recuerda esta mujer de Lugo, víctima de la violencia machista en el rural. Él fue condenado a diecisiete años de cárcel.

"Me he preguntado muchas veces cómo aguanté, cómo no me di cuenta de cómo era", explica Inés en una entrevista.

Pero ella misma sabe la respuesta. Lo ha visto no solo en su caso, sino en el de muchas mujeres a las que ahora trata de ayudar.

"Te meten en un mundo del que no sabes salir", señala. A ella le costó casi tres décadas de constantes insultos y palizas.

Cada 25 de noviembre, defiende Inés, "es lo que habría que ir sacando, sus nombres, sus fotos… acabar con su anonimato"

MALTRATO PAULATINO

Lo de Inés, como casi siempre, empezó poco a poco. No fue con una bofetada. Si fuera así, "tal vez habría reaccionado de otra manera".

Lo primero fueron los menosprecios. "Me anuló completamente. Acabó con mi autoestima hasta que acabé en un pozo tan profundo que se hizo el dueño absoluto de mi vida", relata.

"Al principio aguantas", apunta Inés, "porque piensas que cambiará". Ella empezó a hacer "todo lo que él quería", quedarse en casa o dejar de salir con sus amigas. "Quería complacerlo para que no se enfadara", asegura.

Pero ese cambio nunca llegó. Sí lo hicieron los golpes. Y, lo que más aterraba a Inés, las amenazas a sus hijas.

"Me decía: de la cárcel se sale, del cementerio, no. Eso se me quedó grabado en la mente", rememora Inés, para quien esto fue lo peor porque "los palos se curan, pero esto te afecta mucho más".

Aún hoy sigue recibiendo ayuda profesional. "Esto no se supera nunca. Sigues viviendo pero ese miedo no se te va", subraya.

Porque esa es la palabra clave: miedo. La constante en su vida desde que tenía veinte años. Miedo a enfrentarse a él, a separarse, a denunciarle. Miedo a lo que sería de sus hijas.

A pesar de ello, lo intentó. Le dijo que quería divorciarse. "Pensé que igual me dejaría en paz", recuerda. Fue cuando él trató de matarla.

"No estaba en mi destino, porque otras por mucho menos no lo pueden contar", afirma emocionada. Pero algo tenía que hacer porque "estar con él era como estar muerta en vida".

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Inés, ama de casa y madre de dos hijas, durante la entrevista con EFE. Autora del libro “Mis Hijas me devolvieron la vida”. Es un ejemplo de violencia machista en el mundo rural

LA LOSA DEL ’QUÉ DIRÁN’, DOBLEMENTE PESADA EN EL RURAL

Traspasar esa barrera es complicado y más en ambientes rurales. Siete de cada diez mujeres que han sufrido malos tratos en pueblos pequeños o aldeas jamás los han denunciado, como recoge un estudio recientemente elaborado, al amparo del Pacto de Estado en materia de violencia de género, por la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales (Fademur) en Galicia.

"En el rural se vive de manera diferente y el entorno social condiciona mucho a las víctimas", explica a Efe su presidenta, Rosa Arcos.

"Es un problema muy serio", asegura, porque las pocas mujeres que se atreven a romper su silencio tras años viviendo un auténtico infierno, como Inés, "tardan una media de veinte años" en hacerlo.

En el rural, según Arcos, es habitual que convivan "hasta tres generaciones bajo el mismo techo" y, al lado, "viven tus tíos, tus primos o tus cuñados" y el médico que debe tratarte "también trata a tu marido".

Romper con ese círculo "cuesta mucho" y muchas de las víctimas cuando se enfrentan a su agresor "acaban por irse" debido a la presión social.

EL AUTOEXILIO Y LA DOBLE VICTIMIZACIÓN

Ese fue el caso de Inés Fernández. Ella también tuvo que abandonar su pueblo y mudarse a la ciudad.

"Mi marido era de la aldea de al lado. Aquí nos conocía todo el mundo, incluso la policía", explica. Y él, como muchos otros en su lugar, "era el mejor fuera de casa". Eso, sumado a los vínculos familiares, lo complica todo porque "no puedes hablar con nadie".

"Si se lo cuentas a alguien y él se entera mientras está tomando un café, la paliza que te puede esperar cuando llegue a casa no te la quita nadie", lamenta esta mujer, que añade que en otros casos "la gente te hace pensar que la culpa es tuya y te incita a no hablar".

Muchas de estas víctimas de la violencia machista en el rural sufren además una segunda victimización. A veces, las miradas y los cuchicheos son como puñales. "Es más difícil superarlo", entiende Inés, porque "sientes que te juzgan por todo". Vestirse de determinada manera o hablar con otro hombre despierta todo tipo de habladurías.

"De cada diez personas solo dos te dicen continúa y haz tu vida lo mejor posible. Los otros te juzgan por todo y sacan las cosas de lugar", explica esta mujer lucense que se muestra convencida de que "verlo desde fuera es muy fácil".

Está acostumbrada a que otras mujeres le digan que no lo hubiesen aceptado. "Igual lo están aguantando y no se dan cuenta", desliza.

En muchas ocasiones, "se es más permisivo con los agresores que con las víctimas", coincide la presidenta de Fademur, algo que achaca al "machismo generalizado" que hay en el rural, en donde la vida social "es absolutamente masculina" y las mujeres se limitan "en un porcentaje elevadísimo" a los cuidados de hijos y mayores o a las tareas domésticas.

"No somos visibles, no hay un espacio compartido. Para nosotras todo es mucho más difícil", lamenta esta experta.

Y cuando "rompes el molde" surge el otro gran obstáculo: la falta de recursos. No hay casas de acogida. No hay centros de apoyo. En muchos casos, ni siquiera centros de salud, y cuando los hay, "no son accesibles", según Rosa Arcos, ya sea por tiempo o por distancia.

VERGÜENZA Y NORMALIZACIÓN DE UNA ANOMALÍA

A estos factores, la psicóloga Sandra Fernández Román, acostumbrada a trabajar con mujeres del rural que han sufrido episodios de violencia machista, añade que muchas de ellas callan "por una sensación de vergüenza".

Se retraen solo de pensar "qué van a decir los vecinos o si la van a creer". Eso hace que la ruptura con la pareja que las maltrata "sea mucho más difícil".

Les cuesta más reconocerlo, además, porque "normalizan más ciertas situaciones y no las registran como violentas", explica Fernández Román, "para no enfrentarse a ello y aceptar que lo que han sufrido es maltrato".

A ello se añade que desde pequeñas les han inculcado "la concepción de que la mujer tiene que aguantar". Salir de ese círculo no es tarea fácil.

Lo más preocupante es que este comportamiento, según esta psicóloga, apenas ha cambiado en las jóvenes.

"Resulta algo contradictorio pero todavía pesa bastante", especialmente en aquellas que nunca han salido de ese ambiente rural. "Las que han podido vivir un tiempo fuera han adquirido otras herramientas. En el resto, no veo muchas diferencias", asegura.

A casi todas, cuando empiezan la terapia, "les cuesta abrirse pero no porque no quieran", sino porque tienen interiorizado ese silencio".

ROMPER EL SILENCIO COMO TERAPIA

Por ello gente como Sandra les invitan a "acogerse a la emoción que sienten en ese momento" y, a partir de ella, "empezar a construir una nueva historia y creer que su vida puede ser diferente".

Eso es justo lo que hizo Inés. Ella tiene claro que no se va a callar. Ya no.

"He pasado treinta años en silencio. El silencio solo me ha traído palizas, amenazas y una mala infancia para mis hijas", asegura.

Y eso que cada vez que su exmarido sale de permiso de la cárcel "todo se me revuelve otra vez" y, de nuevo, se sorprende a menudo mirando de reojo las esquinas.

Por eso cree que ya es hora de dar visibilidad a los maltratadores. Que sean ellos los que se avergüencen. Que se les ponga cara "para que se vean aislados" socialmente. Que sientan las miradas de la gente.

Cada 25 de noviembre, defiende Inés, "es lo que habría que ir sacando, sus nombres, sus fotos… acabar con su anonimato".

Los casos se olvidan, "pero una cara no se olvida", afirma. Sería una forma, concluye, "de apoyar a las que lo sufren y de proteger a los que lo puedan sufrir".

Este enfoque, según la psicóloga Sandra Fernández Román, encaja con la necesidad que detecta en muchas víctimas de "reescribir su historia", contarle a todos "desde lo real" lo que han pasado y que hasta ahora "no habían sido capaces de verbalizar".

En ello, asegura, "hay un punto de salud " porque "no se están inventando nada" y eso "les ayuda a avanzar".

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