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Documental: Yolanda en un país que no ha cambiado

Martes 3 de marzo de 2015

03 de marzo de 2015 La Marea

José Ramón Otero Roko

Yolanda González, militante del Partido Socialista de los Trabajadores, fue asesinada un 28 de enero de 1980 por individuos pagados, instigados y protegidos por el mismo Régimen que, con una mano u otra, viene dominando España desde 1939. A su asesino, Emilio Hellín Moro, se le abrió la puerta, tras una breve estancia en la cárcel, para que escapara a Paraguay en 1987, cuya dictadura transitaba en esos momentos por fases menos sofisticadas que la española. Y a su vuelta trabajó formando a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, para los gobiernos “socialistas” y “populares”, que votaban ciudadanos que ignoraban el lugar en el que vivían, que se sentían a gusto, o que, simplemente, no creían que otro país fuera posible.

El medio informativo vasco de referencia Naiz ha difundido, con ocasión del 35 aniversario de ese asesinato, el documental Yolanda en el país de lxs Estudiantxs, producido mediante crowdfunding (lo que se ha llamado toda la vida entre los fraternos cuestación popular o caja de resistencia) y que dirigido por Isa Rodríguez cuenta esa historia que a los medios de comunicación de la autarquía sólo les merece una nota de inventario del suceso, a los políticos del despotismo una cita incómoda ante la que sólo cabe nombrar intencionalmente la palabra “pasado”, y a los votantes de la autocracia un desprecio que nace de la ignorancia de no saber qué cosas merecen ser apreciadas.

Con poco más de una hora de duración, y de acceso libre desde la citada web de Naiz, la película de Isabel Rodríguez podría ser reflejada frente a la realidad que vivimos para ayudarnos a discernir si realmente el Estado español ha cambiado o no en estos últimos 35 años. Si en aquella época el terror entre las fuerzas de izquierda era causado principalmente por la actuación de grupos parapoliciales (de los Guerrilleros de Cristo Rey, al GAL de la época de Felipe González, pasando por el Batallón Vasco-Español de la UCD, al que pertenecía Hellín Moro tras ser reclutado entre la militancia del vecino del hemiciclo “Fuerza Nueva”); hoy el terrorismo de Estado se ha institucionalizado y encarnado en las fuerzas policiales y en las leyes creadas expresamente para proteger y fomentar esa administración del miedo entre la ciudadanía consciente.

La Primera Transición se saldó con más de doscientos militantes de izquierda muertos, y miles de heridos, en el periodo 1976-1979. En la actualidad el objetivo se ha extendido a toda la población, difuminándose aparentemente, pero convirtiéndose en un a priori sobre cualquiera –de los preferentistas a los jornaleros de las fincas abandonadas de Andalucía- que pretenda que la sociedad repare en sus derechos. Prácticas en las que todavía tienen más que temer quienes no están en contacto con algún sentimiento político antagonista, porque en ellos el Estado tiene la garantía de que su trascendencia quedará atenuada o se volverá prácticamente invisible.

Según la Coordinadora Estatal para la Prevención y Denuncia de la Tortura, los cuerpos policiales del Estado español acumulan más de 833 finados bajo su custodia entre 2001 y 2013, y 6.621 denuncias de abusos en los últimos 10 años, con importantes lagunas que favorecen la impunidad. Un ejemplo. La Coordinadora sólo tuvo conocimiento de un 15% de las muertes producidas bajo custodia en Cataluña en 2013. Historias que únicamente se abordan en los periódicos cuando la víctima es un actor, caso de Alfons Bayard, fallecido en plena calle el 2 de abril de 2014 tras una paliza proporcionada por seis mossos d’esquadra, y que fue grabada en vídeo por un vecino del barrio, o cuando la agresión se filma directamente desde las cámaras de la propia comisaria (caso de las torturas a la migrante de 23 años Elena Podvigina en el muy anterior 5 de abril de 2007). Pero la lista es interminable, y no concluye ni con la reciente masacre de quince personas perpetrada por la Benemérita en aguas españolas, ni con las intervenciones de la UIP que, en concentraciones y desahucios, han dejado a multitud de ellas con heridas graves, alguna incluso ciega de un ojo. Un reguero que forzó a una asociación policial a acusar al ministro de pretender que se produjeran muertos en las movilizaciones post-15M. Cuestión a la que el Ministerio del Interior español ha contestado recientemente promoviendo una Ley de Seguridad Ciudadana que prohíbe captar los numerosos delitos cometidos por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado también en sus actuaciones públicas.

Entre las dos Transiciones caben muchas diferencias y una de ellas es el alto grado de ideologización que acompañó a la izquierda en la primera mutación del Régimen, comparado con esta indignación menos consistente que vivimos hoy día, y en la que los pasos de toma de conciencia se dirigen en la colectividad con las pausas de quien se recupera de un estado de shock. Pero también que tras la experiencia de los sucesivos gobiernos social-liberales del PSOE no nos encontramos con un cuerpo social que sea tan crédulo a que la simple posibilidad de un trueque de caras sea garantía de un revulsivo político, ni mucho menos. Y cabe, por supuesto, la trampa de que la propia terminología de las “dos transiciones” soslaya la probabilidad de repetir los errores de la primera, pretendiendo que una y otra sean diferentes, cuando las dos se ven tan encaminadas a la moderación que sólo intentan ofrecer la ilusión de un canje de transformación social a cambio de no cumplir algo que no pretenden.

En Yolanda en el país de lxs Estudiantxs puede observarse un detalle que nos indica las diferencias del nivel ideático entre los dos ciclos. En un momento dado se menciona que los partidos de izquierda examinaban a sus miembros, y que para ser militante de estos había que solicitar un ingreso en el que se consideraba si esa persona respondía, o no, a los planteamientos de la organización (caso de la protagonista que, a muy temprana edad, milita en el PST tras no haber sido admitida en la LCR). Esa ideologización, y ese examen de idoneidad, prevenían del identitarismo superficial y protegía a los adversarios del Régimen de una adscripción voluble y frívola. Hoy el partido que recoge una parte del sentimiento antagonista comete el error de reclutar a sus miembros, sin mayor exigencia, entre la audiencia de un programa televisivo emitido por un medio propiedad de una empresa que, como todas, ha perseguido sistemáticamente a sus trabajadores por salirse mínimamente de la línea editorial o que, sin ir más lejos, ha censurado libros que denunciaban el negocio y la actividad de la plana mayor de la Real Academia de la Lengua, como es el caso del muy reciente de Gregorio Morán vetado, tras encargo, por la editorial Planeta.

Yolanda González pretendía una sociedad más justa, a la profundidad de la cultura política de la que se había dotado, y también a la altura de las armas del enemigo. Murió asesinada porque gran parte de la sociedad daba la espalda a la consciencia del país que promovía la izquierda radical. Hoy, a pesar de que los razonamientos de la mayoría intuyen, al menos en principio, el conocimiento que quiso compartir esa izquierda irreductible, no se adivina ningún arrepentimiento sustantivo en los que sostuvieron el Régimen con sus votos, sus acciones y sus opiniones durante todos estos años, y sobre tantos muertos. Al contrario, casi todos los esclarecidos que formaban parte de esa izquierda se rindieron. La apatía general, cuando no el cinismo de los sicarios, les desanimó, y eso es evidente en varios gestos y matices del film. Pero la cuestión que realmente puede servir para convertir en realidad esa Memoria Histórica que tantas veces se enuncia, y que parece que nunca se lleva al territorio personal del examen de conciencia, es que los que mandan duran lo que quieren los mandados. Y en esta dictadura de 76 largos años que ha sido dirigida por tantos (los militares, los falangistas, los del Opus, los curas, los monárquicos, los esquiroles, los mercados, la economía) muchos de los que descubren el cadáver de Yolanda lo hacen después de haber sido cómplices o cooperadores necesarios.

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