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Clara Campoamor, artífice del sufragio universal en la II República española

Viernes 14 de abril de 2017

Sara Álvarez Pérez 14-04-2017 Radicaleslibres

Clara Campoamor formó parte de la Comisión emanada de las Cortes constituyentes republicanas de 1931. La abogada madrileña, afiliada al Partido Radical, luchó denodadamente en esa comisión por la conquista del sufragio universal, derecho hasta entonces limitado a una mitad de la población: la masculina. Lo consiguió con la oposición no sólo de su propio partido, sino también enfrentándose a otros elementos que preferían mantener la doble moral de abogar por la libertad masculina mientras preferían que las mujeres continuasen bajo el yugo de la Iglesia católica. «Es bueno que la mujer tenga el freno de la Iglesia», le dijo un compañero republicano liberal, que defendía las libertades de los hombres mientras prefería beneficiarse de las ataduras sociales de las mujeres. «Estamos ciertos de que es desgraciada una sociedad donde la mujer no se contenta con ser esposa y madre», rezaba un periódico de la época.

El sufragio clerical

Son éstos los mismos hombres que, con el advenimiento de la República el 14 de abril de 1931 y la promulgación en mayo del conocido como «decreto de las faldas», habían declarado elegibles a las mujeres… y a los sacerdotes, «curiosa amalgama» – dice Clara Campoamor en El voto femenino y yo: mi pecado mortal-. Amalgama que, lejos de igualar derechos, apuntalaba una desigualdad, puesto que los sacerdotes con este decreto podían elegir y ser elegidos -ya que éstos sí podían votar, no así las mujeres-.

El sufragio menopáusico

Fue precisamente esa desigualdad la que se propuso hacer desaparecer Clara Campoamor, luchando contra atavismos varios como los que pretendían que la menopausia fuera un criterio válido para conceder el voto, puesto que se llegó a abogar por un sufragio universal en el que los hombres pudieran votar a los 23 años y las mujeres a los… ¡45 años! Sesudos diputados como Manuel Hilario Ayuso justificaban este hecho mediante argumentos científicos tales como que a esa edad «se fija por los tratadistas la estandarización de la edad crítica de la mujer latina». Vamos, que al parecer la regla te impide pensar.

El sufragio a conveniencia

Además de en medievalismos varios, la oposición al sufragio universal se basó en una pirueta argumentativa que se ha seguido propagando hasta el día de hoy, según la cual las mujeres votarían la opción defendida por la Iglesia católica y, por lo tanto, habrían sido las responsables de la victoria de las derechas en 1933, primeras elecciones en las que en España se votó respetando el principio del sufragio universal. La paradoja es notable: las mujeres, anteriormente subyugadas bajo unas leyes-cerrojo que les robaban el derecho al trabajo, el derecho a la propia nacionalidad (adquirían la nacionalidad del marido tras el matrimonio), el derecho al reconocimiento de la paternidad de los hijos habidos fuera del matrimonio (con lo que los hombres se libraban de la obligación de mantener a los llamados entonces hijos «naturales»), el derecho a decidir sobre su propio cuerpo o el derecho a ejercer la ciudadanía mediante el voto, tendrían en sus manos la posibilidad de decidir el destino político de toda una nación que, dos años antes, se había levantado en las urnas contra un régimen monárquico liderado por un Borbón, mal rey, cobarde y vividor.

La campaña misógina que acusaba al sufragio universal de la victoria de las derechas fue un reflejo de la excusa esgrimida por el partido laborista inglés en los años 20, que también culpó a las mujeres a la derrota de su partido porque suponía un elemento nuevo y difícilmente previsible en términos electorales.

Resulta paradójico acusar a las mujeres de la victoria de las derechas, como si las derivas políticas o los cambios socioeconómicos solamente las afectaran a ellas, dejándolos a ellos al margen de todo devenir histórico, político, económico o social. O como si los derechos civiles no fueran precisamente eso, derechos, y constituyesen más bien galantes cortesías que quedasen a merced de los intereses de los legisladores que los conceden.

El sufragio galante

Resulta cuanto menos paradójico incriminar únicamente a un sector de la población, como si las derivas políticas o los cambios socioeconómicos solamente las afectaran a ellas, dejándolos a ellos al margen de todo devenir histórico, político, económico o social. O como si los derechos civiles no fueran precisamente eso, derechos, y constituyesen más bien galantes cortesías que quedasen a merced de los intereses de los legisladores que los conceden. Así, la filósofa Amelia Valcárcel atribuye a la «pereza» estas afirmaciones. En el mismo sentido se sitúa la historiadora Rosa María Carel, quien considera que la campaña misógina fue «la excusa perfecta para evitar un autoanálisis y una autocrítica de por qué las fuerzas republicanas habían perdido las elecciones», recogiendo el pretexto esgrimido por el partido laborista inglés algo más de una década antes.

El gobierno de las faldas

El sistema electoral de la época, que favorecía a las mayorías, y por tanto a las coaliciones electorales, penalizó en las elecciones de 1933 a los socialistas y republicanos de izquierdas, quienes decidieron presentarse por separado y quienes pagaron en las urnas los errores cometidos durante su legislatura. El Partido Radical en el que prestó sus servicios Clara Campoamor, partido que tanto temía conceder el sufragio universal por miedo a una victoria de las derechas, gobernó tras las elecciones en 1933 con el apoyo parlamentario de la CEDA de Gil-Robles -partido que se abstuvo de realizar una declaración pública de adhesión a la República y al que se acusaba de estar gobernado por las faldas, pero por las del traje talar-. Resulta cuanto menos irónico que determinados miembros del Partido Radical, como el iracundo Guerra del Río, se opusieran al sufragio universal para evitar la victoria de las derechas y luego -a instancias del presidente de la República, Alcalá-Zamora- contasen con el apoyo de un partido antirrepublicano y con intenciones de instaurar una República corporativista, como es el caso de la CEDA.

El pecado mortal de Clara Campoamor

Una vez en el poder, el Partido Radical organizó una durísima represión de la Revolución de Asturias en octubre de 1934, constituyendo este hecho uno de los principales motivos por los que Campoamor abandonó el partido de Alejandro Lerroux. Solicitó la sufragista poco después la filiación a Izquierda Republicana, a instancias de Casares Quiroga, filiación que le fue denegada. Su propio mentor protagonizó un cobarde mutis por el foro que le ocasionó su desengaño absoluto con las instituciones políticas de la República. Clara Campoamor abandonó España tras el estallido de la Guerra civil, y vivió exiliada en Argentina y Suiza hasta el fin de sus días.

Su obra El voto femenino y yo: mi pecado mortal, además de suponer un valiosísimo documento para conocer desde dentro el tenso ambiente político de la Segunda República, constituye una joya ensayística plagada de ironía, escrita en un castellano delicioso en el que merece la pena sumergirse. Recomendamos vivamente la obra de Clara Campoamor. Feliz lectura.

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