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CINE: Lola Gaos, la voz rota que no se dejó acallar

Lunes 6 de diciembre de 2021

Hoy 2 de diciembre se cumple el centenario del nacimiento de la actriz Lola Gaos, fallecida en 1993 bajo un manto de silencio debido a su compromiso con la memoria democrática que hoy obliga a revindicarla más que nunca.

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Fotograma de la película ’Furtivos’ (1975) de José Luis Borau, con Lola Gaos en primer plano y Ovidi Monllor y Alicia Sánchez detrás

José Manuel Rambla 2 DIC 2021 El Salto

Los centenarios son a menudo un cierto acto de reparación frente al olvido. Un olvido que durante muchos años fue impuesto a la fuerza. Nadie pudo llevar flores a la tumba de Federico García Lorca y la conmemoración de los cien años de su nacimiento permitió rendir un homenaje que la fuerza impidió durante décadas. Por eso, estas efemérides se convierten en ejercicios de memoria al recordarnos la imposición de antiguos silencios. De ellos venimos. Pero en España los decretos de olvido no se enterraron en 1975. Lola Gaos falleció en Madrid un 4 de julio de 1993. Trabajó con los más grandes y su rostro duro, como esculpido a navajazos en la madera, forma parte de la historia del cine español. Pero aquel día, la veterana actriz de cuerpo menudo y voz ronca murió sola, condenada a la miseria y al olvido. Hoy se conmemoran los cien años de su nacimiento. Es momento, pues, de recordarla. A ella, pero también a la losa de silencio que acabó envolviéndola. No hacerlo sería convertir su centenario en una impostura.

Además, no se puede hablar de Lola Gaos sin hablar de memoria. Ella misma era memoria viva y nunca estuvo dispuesta a traicionarla. “Mis muertos, mis amados muertos, para mí siempre vivos y presentes, y a los que debo todo cuanto pueda haber amable en mí, pues ellos me lo enseñaron y de ellos lo aprendí con el ejemplo”, le escribió a Francisco Umbral en los últimos años de su vida. Se sabía heredera de una estirpe, los Gaos, que eran mucho más que una familia. Eran la encarnación de un sueño: el de una república democrática, en libertad, culta e igualitaria, sangrientamente derrotada por una guerra. Por eso ella siempre se enorgulleció de ese apellido, aunque le cerró muchas puertas a lo largo de su carrera.

Lola nació en València un 2 de diciembre de 1921. Su padre era José Gaos, un jurista gallego librepensador, culto, melómano, amante de los libros, anticlerical e izquierdista; su madre, Josefa González-Pola y Menéndez, hija de una pequeña aristocracia asturiana venida a menos. Juntos tuvieron 14 hijos, de los que sobrevivieron nueve que crecieron en un ambiente de libertad, tolerancia e inquietud política y cultural. Aquel peculiar hábitat, frecuentado por intelectuales como Max Aub o Juan Gil-Albert y todo un referente en la València republicana, sería determinante entre aquellos hijos: José sería filósofo, discípulo aventajado de Ortega y Gasset, de quien heredaría su cátedra universitaria; Vicente sería poeta, al igual que su hermano Alejandro, mientras que Ángel y Miguel compaginarían la escritura, la traducción o el trabajo actoral. Y la pequeña Lola quería ser médica.

La guerra lo cambió todo. Las convicciones antifascistas de la familia, con varios de sus miembros vinculados al Partido Comunista y a Izquierda Republicana, les llevaría a una firme defensa de la legalidad republicana. Luego llegaría la derrota destrozándolo todo. Su padre moría en Francia poco después de cruzar la frontera con sus hijos Ignacio y Vicente; Ángel y Miguel sufrieron la cárcel, las depuraciones y los destierros; José, Carlos y Fernando, tras pasar por la cárcel, tomaron el camino del exilio a México.

Mientras tanto, Lola se quedaba en València ayudando, junto a su hermana María, a su madre y a sus hermanos presos. Ya nunca podría ser médica. Pero tendría que trabajar, y eligió para ello una antigua afición de niña, que ya había practicado como amateur: el teatro. Aquello era todo un acto de rebeldía porque solo había tres cosas que su padre no soportaba: los militares, los curas… y los artistas. Tal vez por eso, antes de dar el paso, Lola quiso obtener el beneplácito de su hermano Ángel, preso en la cárcel Modelo de Valencia. A su hermano le pareció bien, así que ella, con 22 años, decidió trasladarse en 1943 a Madrid donde pensaba encontrar mayores oportunidades. Sin embargo, no estaría sola en la capital. Se le unirían Gonçal Castelló, compañero de cárcel de su hermano, con quien se casó en 1945, y su hija de una anterior relación. Con él tendría a su hija Inés.

Pero sus inicios teatrales serán duros y la fama del apellido Gaos no se lo pondrá fácil. De hecho, apenas consigue algunos trabajos de meritoria, hasta que por fin consigue un pequeño papel en la versión de Electra que José María Pemán estrena en el María Guerrero en 1949. Así, poco a poco, se irá haciendo un hueco escénico, a menudo en complicados montajes para la época, como La casa de Bernarda Alba estrenada en 1950. O interpretando a autores como Ibsen, el izquierdista británico J. B Priestley o Jean Renoir. En 1959 intervendrá en el Woyzeck de Georg Büchner, para más tarde encarnar personajes de August Strindberg en Sonata de espectros (1964) y El pelícano (1968).

Muy pronto también empezará su carrera cinematográfica. En 1949 hará su primera aparición en el filme El sótano, basado en un guion de Camilo José Cela, vecino de Lola Gaos en el edificio de la madrileña calle Ríos Rosas. Unos años más tarde, dos jóvenes cineastas, Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, la llaman para un pequeño papel en su primer largometraje: Esa pareja feliz (1951). Pero su definitiva confirmación llegará en 1961 cuando Luis Buñuel la elige para uno de los personajes de Viridiana: la mítica escena de Lola fotografiando con la falda levantada la última cena de los miserables se hará icónica. Tras participar en la comedia de José María Forqué Atraco a las tres (1962), Berlanga la volverá a convocar en otra película clave para la historia del cine español, El verdugo (1963). Unos años más tarde será Buñuel quien la recuperará en su nueva adaptación de Galdós, Tristana (1970).

En aquella película, su cuerpo enjuto y pequeño, su voz dura y su rostro incisivo, contrastarán con la sensualidad delicada de la joven Catherine Deneuve. Aquellas características físicas, que le hacían aparentar mayor edad que la que tenía, marcarán su carrera y limitarán en gran medida los papeles para los que es seleccionada. Sus trabajos para la televisión agravarán ese encasillamiento. Lola llegó al nuevo medio cuando TVE iniciaba sus emisiones. De hecho, en 1957 participa ya en la comedia familiar Los Tele-Rodríguez, primera serie televisiva española. En la mayoría de las ocasiones le tocará encarnar el papel de la malvada, la criada, la bruja. Esto no le impedirá desarrollar grandes interpretaciones, como la Medea que en 1966 protagoniza junto a Agustin González para la pequeña pantalla.

Aquellas cualidades interpretativas no impidieron que se consolidase el tópico que la bautizó como ‘la mujer más fea de España’. Un accidente médico incrementará aún más la etiqueta. En abril de 1970 se le detectaron unos pólipos de garganta que requirieron de una intervención quirúrgica. En la operación, el cirujano le cortó una de las cuerdas vocales. Lola se quedó muda. Fueron necesarios meses de rehabilitación para que lograra recuperar el habla. Pero su voz se había roto definitivamente, limitando aún más sus opciones interpretativas.

Pero la década que comenzaba iba a ser crucial para el país. Y ella no estaba dispuesta a quedarse muda. Ni como actriz, ni como ciudadana. Menos aún como representante de la derrotada y humillada saga de los Gaos. Lo demostrará cuando José Luis Borau la elige para protagonizar, junto a Ovidi Montllor, el guion de Manuel Gutiérrez Aragón, Furtivos (1975). Se trata de una historia dura entre bosques de ensueño que esconden relaciones de incesto, opresión, violencia. Es la gran metáfora del franquismo. Pese al férreo control de la censura, el filme se estrena a principios de septiembre y, dos días antes de que se ejecuten las últimas sentencias de muerte de la dictadura, ganará la Concha de Oro del Festival de San Sebastián. La película se convierte en un éxito. Lola Gaos es reconocida como la gran actriz que es. Unas semanas más tarde fallece Francisco Franco.

Se abre en el país una nueva etapa de esperanza, de ilusión, pero también de incertidumbres y de miedos. La calle está en ebullición y el compromiso político de los Gaos impide que la actriz sea indiferente. Lola alzará su voz rota para reivindicar las libertades, con más fuerza si cabe, consciente de la proyección que le daba su última película. En diciembre de ese año la veremos en la multitudinaria manifestación a las puertas de la cárcel de Carabanchel para exigir la libertad de los presos políticos. La marcha será disuelta con violencia por la policía. En mayo de 1976 participará en el homenaje a Miguel Hernández que cientos de personas intentan realizar en Elche y que acabará entre los botes de humo y las porras de los “grises”. En junio, se trasladará a Fuente Vaquero junto a Gabriel Celaya, Goytisolo, Gil-Albert, Nuria Espert o Blas de Otero, para participar en un acto en memoria de Lorca. Firmará manifiestos en favor de la amnistía, dará conferencias sobre la situación de la mujer. En septiembre de ese año interviene en Vallecas en un acto de apoyo a la revolución china al que asisten más de un millar de personas vigiladas de cerca por la policía.

Este activismo se proyectará también en el ámbito profesional. Será así como Lola Gaos se convierte en uno de los rostros de la histórica huelga de actores que se extenderá por el país exigiendo mejoras laborales para estos trabajadores. De hecho, ella reniega del concepto de “artistas”, a su juicio los actores son trabajadores que merecen condiciones dignas. Y pagará por esta lucha: el 3 de marzo de 1976 es detenida en Aranjuez por la guardia civil al salir de una reunión de actores. Pasará dos noches en los calabozos de la siniestra Dirección General de Seguridad y será puesta en libertad tras imponerle una multa de 100.000 pesetas, una cantidad desorbitada para la época. Esto no acobardará a la actriz que seguirá luchando: ese mismo año demanda a RTVE ante Magistratura de Trabajo por incumplimiento de contrato.

De este modo, la actriz sumará a la etiqueta de fea otras nuevas: radical, polémica, conflictiva. Si la primera la encasillaba en el trabajo, las nuevas le alejarán de él. Los contratos con televisión desaparecen, los encargos para el cine son cada vez más puntuales, en teatro no volverá a tener un papel de relieve hasta 1980 en que el director Gerardo Malla la llame para el montaje de la obra de Domingo Miras, De San Pascual a San Gil. Pero esta marginación no llevó a Lola Gaos a renunciar a sus ideas y su implicación política. Aunque, pese a sus firmes convicciones comunistas, nunca militó en ningún partido, la actriz se integrará en la candidatura del Frente para la Unidad de los Trabajadores que en las primeras elecciones de 1977 intentaba aglutinar a los sectores a la izquierda del PCE. En 1981 se la verá en primera línea de la marcha contra la base militar norteamericana en Torrejón y se implicaba en las movilizaciones contra la OTAN.

De este modo, Lola Gaos fue cayendo definitivamente en el ostracismo coincidiendo con la victoria del PSOE de Felipe González. Su rostro y su voz rasgados no parecían interesar en la imagen de la nueva España de la modernidad y el europeismo que se preparaba para los fastos de 1992. Se buscan nuevas caras, rostros y voces peculiares pero más amables y simpáticas para la España de la Movida, como la Chus Lampreave que popularizaría Pedro Almodóvar en sus películas. La fidelidad de Lola a sus raíces, a la memoria de los Gaos, a la memoria del sueño de aquella perdida república, no tenía cabida en el espíritu de la nueva época basado en el hedonismo, la autocomplacencia, el triunfo económico y el olvido.

La penuria de la actriz se vio acentuada además por graves problemas personales. En 1982 se divorció de su marido, que le había acusado de maltratar a su hija de una relación anterior, un caso del que se hará eco hasta la prensa del corazón. En el juicio, la propia ahijada de Lola rechazará esas acusaciones de su padre. Tras la separación, la exigua pensión que le pase su exmarido será su único ingreso, para ella y su hija Inés, periodista en paro. A ello se le sumará un estado físico cada vez más delicado. En 1983 los médicos le diagnostican la enfermedad de Crohn, con recaídas periódicas que dificultaban aun más las cada vez más escasas propuestas de trabajo: en 1985 haría su última obra de teatro, Los abrazos del pulpo, de Vicente Molina Foix; en 1987, Juan Antonio Bardem la volvería a recuperar para televisión en Lorca, muerte de un poeta; no volvería al medio. En 1988 interpretó su último papel en cine, una fugaz aparición en la adaptación que Ferran Llagostera hizo de la novela homónima de Ignacio Aldecoa, Gran Sol.

Después, ya nada. Solo malvivir con la enfermedad a cuestas, sola en casa, sin más compañía que su hija, sus gatos y sus perros. Casi disecada como las lechuzas que adornaban sus paredes. Aun así, sacando fuerzas para no dejar de pedir trabajo, casi mendigarlo, para ella o su hija. Y mientras espera esa propuesta que nunca llega, se entrega a leer, a escribir. Y a recordar. Cómo no hacerlo sin renunciar a la memoria de los Gaos. Lo dejaría escrito en uno de sus poemas: “Y amo toda esa sangre derramada/Y odio por ella y por ella no olvido,/ni perdono, ni le doy mi sonrisa y mi palabra/a aquel que, ayer y hoy, es mi enemigo”.

El 4 de julio de 1993, un cáncer de intestino le arrancó la vida. Hoy, 2 de diciembre de 2021, se conmemora el centenario de su nacimiento. Una buena fecha para recordar su vida, sus películas, su carrera. Pero, también, y no menos imprescindible, una fecha para no olvidar su injusta condena al olvido.

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