Lunes 28 de octubre de 2024
Solo se podrá renunciar al prisma del castigo, si antes se ha integrado la lógica de la responsabilización y de la reparación.
Texto: Laia Serra / Imagen: Núria Frago 23/10/2024 Pikara
El antipunitivismo es tendencia. Un posicionamiento político subversivo forjado desde los márgenes por las colectividades castigadas por el Estado, y trabajado mediante décadas de criminología crítica, aparece ahora remasterizado como una innovación personalista, logrando unas cotas de éxito inimaginables en su día.
El actual discurso antipunitivista está seduciendo a mucha parte de las izquierdas porque se presenta como una apuesta alineada con sus valores antiautoritarios y porque está sabiendo tener el gancho de erigirse como la postura transgresora frente a lo institucional. Pero a su vez, esta versión remasterizada, de forma velada e injusta, está propagando la idea de que el punitivismo sería inherente a los feminismos. Curiosamente, este reproche cada vez más extendido no se está dirigiendo contra ningún otro movimiento político, incluso después de que algunos de ellos hayan reivindicado la penalización de los delitos de odio o de los delitos ambientales, entre otros.
De repente, el punitivismo, que históricamente se había reprochado al Estado, que es quién tiene el monopolio de la violencia y de la ejecución de las políticas públicas securitarias, se atribuye no solo a los feminismos, sino incluso hacia las propias mujeres. Una visión propia de un estereotipo de género de manual, según el cual las mujeres somos intrínsecamente malignas, abusivas, vengativas y adeptas al castigo. En último extremo, pareciera que la responsabilidad de validar el sistema represivo del Estado y “las herramientas del amo” fuera toda nuestra.
Precisamente, si algún movimiento político no ha dejado de revisarse, son los feminismos de base. No necesitamos lecciones sobre antipunitivismo, conocemos por experiencia propia la crueldad del sistema y el impacto de la represión y tenemos muy claro que el Derecho Penal no solo no resuelve problemáticas sociales, sino que multiplica las violencias. Siempre formó parte de nuestra ética y de nuestra apuesta emancipadora el estar en contra de la inocuización social.
Pero si bien el plano teórico es tremendamente confortable y el discurso lo aguanta todo, nuestro escenario es otro. La realidad es que quienes trabajamos desde la práctica nos enfrentamos a la tremenda complejidad del abordaje de las violencias, y de sus consecuencias individuales y colectivas. Desde la trinchera de este conocimiento situado, nos vemos en la necesidad de compartir ciertas reflexiones críticas sobre la ligereza y la demagogia con la que se está abordando este debate.
A escala de marco, la primera objeción es el de la necesaria delimitación de los planos. La mezcla de consideraciones políticas, filosóficas y jurídicas está generando una tremenda confusión sobre los matices que requieren los posicionamientos en cada uno de ellos. A título de anécdota ilustrativa, hay quienes han llegado al absurdo de sostener que defender el lema político “hermana yo sí te creo” comporta estar en contra del sistema de garantías penales. Y la segunda tiene que ver con el hecho de que las voces que en estos últimos años han cobrado más protagonismo en este debate lo han hecho con un telón de fondo muy concreto, que era el de la confrontación política con el anterior Ministerio de Igualdad.
En cuanto a contenido, es esencial que la crítica política parta siempre del reconocimiento de la posición de quien la emite, y que sepa distinguir entre lo que son posturas autorreferenciales y lo que son las necesidades reales de la inmensa mayoría de las mujeres, que quizás necesiten las herramientas proporcionadas por el Estado, porque no tiene el privilegio de contar con redes de apoyo ni mecanismos alternativos para gestionar las violencias que enfrentan. Cuando se critica la legislación sobre violencias de género de nuestra realidad, no deberíamos olvidar que esta ha sido posible gracias a un esfuerzo colectivo y que en la mayoría de países ni existe una legislación específica a la que acudir.
Tampoco deberíamos ignorar que las referentes feministas que han reivindicado la abolición del dispositivo carcelario y policial, por razones obvias, nunca estuvieron en contra de la existencia de una legislación que pudiera ofrecer herramientas de protección a las mujeres. Estas voces referentes sí tienen claro que la masificación carcelaria se debe al sistema capitalista y no a los feminismos.
La realidad es que todas deberíamos tener la humildad de admitir que, de momento, nuestra capacidad analítica y de complejización del fenómeno no ha logrado encontrar una alternativa a la “respuesta oficial” a las violencias que sea estructurada y viable para todas las mujeres.
Otra objeción en cuanto a contenido es la obviedad de que el antipunitivismo, enfocado a la reparación y a la transformación, solo puede desplegar su potencial si antes se ha realizado un trabajo de determinación de la comunidad implicada, de análisis de los factores estructurales y de las dinámicas de poder que han permitido que esa violencia suceda, de reconocimiento del daño causado y de reparación por parte del responsable y, si este falla, de la implicación de toda la comunidad en la reparación, y en el establecimiento de medidas de transformación que garanticen la no repetición de esa violencia. Este escenario sigue estando muy lejos de la realidad de los entornos de trabajo, hogares, colectivos, partidos políticos, universidades y otros espacios en los que se dan cotidianamente las violencias.
Pero la discrepancia más relevante con quienes están sosteniendo el debate sobre antipunitivismo en estos términos es el de los impactos individuales y colectivos que está teniendo su discurso. La crítica es legítima, provenga de la más profunda convicción o incluso de motivaciones más fútiles. Pero lo que no se puede dejar de considerar es el poder de altavoz que se tiene y la responsabilidad con las consecuencias derivadas de nuestros posicionamientos.
Colocar el foco del debate en el antipunitivismo, es decir, en el “final del recorrido”, está eclipsando la gran problemática de verdad, no resuelta, de qué hacer con la impunidad generalizada de las violencias y quién debe responsabilizarse de sus consecuencias. Solo se podrá renunciar al prisma del castigo, si antes se ha integrado la lógica de la responsabilización y de la reparación. Lo que es indudable es que la impunidad nunca conlleva reparación ni transformación.
Lo más peligroso de cómo se está encaminando y se está leyendo este debate son sus consecuencias prácticas. El propio significado y definición de las violencias se está diluyendo, al desligarlas del marco estructural en el que se dan. Ahora ya no son violencias, son malestares o percepciones subjetivas y por ende relativas, o discrepancias interpersonales entre sujetos situados en un mismo plano, es decir, conflictos. Esta banalización y despolitización del componente discriminatorio y disciplinante de las violencias conduce fácilmente al autocuestionamiento de las mujeres y a la inhibición de sus respuestas. Las mujeres, sobre todo las más jóvenes, ahora ya no solo dudan de si las van a creer, sino que también dudan de si lo experimentado es violencia.
También se están deslegitimando los procesos colectivos y las herramientas históricas propias de los feminismos de base. Si la denuncia formal es punitivismo y las medidas de respuesta autogestionada frente a las violencias también, ¿qué nos queda?, ¿resignación, estoicismo y pedagogía? ¿Todos los movimientos políticos tienen derecho a recurrir a la acción directa y a la autodefensa, menos los feminismos?
En el actual contexto de batalla cultural promovido por los sectores conservadores y por el machismo organizado la resignificación de conceptos y la deslegitimación de las reivindicaciones están siendo herramientas tremendamente poderosas. Cada vez cobra más fuerza un relato que define a los feminismos como una guerra entre sexos, la reivindicación de la igualdad como una exigencia de privilegios y a los hombres como los nuevos sujetos victimizados y discriminados por la institución.
En este contexto, debemos preguntarnos si la actual versión remasterizada del antipunitivismo está teniendo tanto éxito porque se ha convertido en completamente funcional al sistema patriarcal: relativiza las violencias, deslegitima las respuestas y, sobre todo, exonera de la obligación personal y colectiva de responsabilizarse de estas, de repararlas y de garantizar su no repetición.