Xarxa Feminista PV

Anda venga… no seas mala

Viernes 31 de marzo de 2023

LEONOR CERVANTES VARGAS, Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares 30/03/2023 Público

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Louise Brooks encarnó a la protagonista de ’Diario de una perdida’ en la adaptación cinematográfica de G. W. Pabst.

La última cosa que le pregunto a mis amigas cuando lloro por algo es si creen que yo soy buena. María coteja con nosotras lo que quiere decir en una discusión antes de tenerla para que podamos censurarla por si se está pasando. A Rebeca no le gusta contar sus malentendidos con los otros, prefiere enseñar las conversaciones, no vaya a ser que ella esté sesgando lo que ha pasado para quedar demasiado bien. Carla busca en nosotras confirmación sobre si es ruin por dejar de liarse con un chico que ya no le atrae. Ana nos pregunta siempre si hace algo malo por no seguir un consejo de sus padres y decantarse por lo que en realidad ella desea. Parece que mis amigas y yo compartimos algo más que nuestro amor por las otras: nuestro gran pánico a ser malas.

Yo siempre he creído que era mala. Sin embargo, toda mi vida he querido ser buena, y me he esforzado por serlo, he aprendido a compartir, a ayudar, a cuidar, a ceder... No obstante, nada de eso me ha llevado a sentir que el reino de los buenos era mi lugar natal. Nunca fui una niña dócil. Crecí, y los años no me convirtieron en mansa. De los subtipos de maldad que encarno soy sobre todo mandona. En su versión más eufemística, de mujer con mucho carácter. Me pregunto si fue la evidencia de que mi bondad no era innata, así como la observación de que cada uno de mis actos correctos procedía de un debate interno, lo que generó el halo de maldad que siempre he sentido que se cernía sobre mí. La certeza de que yo era capaz de hacer el mal, aunque no lo cometiera. Que no es más que la seguridad de que Yo elegía mis actos. Lo que, a su vez, no es más que la demostración de que yo tenía el control sobre mi vida y sus decisiones.

El primer contacto de muchas con nuestra autonomía fue también nuestro primer contacto con la maldad. Para muchas, nuestras primeras muestras de iniciativa fueron vividas por el entorno no como algo a celebrar, sino como algo de lo que protegerse: "Con esta hay que tener cuidado". A cada determinación, un "te ha salido la niña lianta ¿no?"; a cada comentario un "mira que eres sabionda". Por no hablar de los conflictos en los que tuvimos que claudicar pues nuestro oponente "no era tan espabilado". De este modo, muchas crecimos asumiendo que, como los perros potencialmente peligrosos, nosotras éramos potencialmente cabronas. Crecimos con miedo a nosotras mismas, entendiendo que debíamos controlarnos. Esto no sólo duele por el concepto que una genera de sí misma; sino también porque una incorpora la sospecha de que los otros están junto a ella no porque genuinamente quieran; sino porque han sido convencidos, manipulados. Todo el mundo debería sentir, cuando recibe cariño, que éste es fruto de una elección libre y sincera, no de un embrujo silencioso.

No le descubro nada a nadie si hablo del doble rasero del patriarcado. Ellos: determinados, inteligentes, críticos, como mucho, traviesos. Nosotras: pícaras, contestonas, repelentes, incluso violentas. Tampoco descubro nada al mencionar uno de los arquetipos misóginos de mujer que recorre la historia: el de la femme fatale que de forma sibilina urde planes para destruir a los hombres que encuentra en su camino. No resulta nuevo, pero a veces viene bien recordarlo. No es legítimo mirar con recelo a las mujeres que sencillamente demuestran poseer las herramientas y las ganas para desenvolverse en la vida cómo ellas desean. No son un peligro.

Con mis amigas que fueron socializadas como niñas buenas el mundo no ha sido más amable. La necesidad de agradar, el pánico a las críticas, la hipervigilancia, la negación del malestar propio... son algunos de los sentimientos que las han acompañado. Y, con ellos, el miedo a ser malas y a dejar de recibir tanto cariño. Pero, además, cuando mis amigas que crecieron escuchando una y otra vez que ellas eran buenas comenten algún error, la culpa, la vergüenza y el desconcierto, les resultan inconmensurables. Al dolor de haberse equivocado se suma la pérdida de referencias, pues se ven cometiendo un acto que no les corresponde. Ninguna identidad será liberadora, tampoco la de ser la mujer buena; pero, además, ninguna identidad será nunca más que una ficción. Es imposible ser buena en cualquier escenario y momento de la vida. Sin embargo, asumir esto cuando Tu Identidad se ha basado en ser La amiga buena, La buena de la clase, La hermana buena... no es fácil.

Por otro lado, en un mundo en el que no molestar se asemeja con ser bondadosa, quizás sería interesante reflexionar sobre qué premiamos cuando a una niña o mujer le halagamos por ser buena. Quizás una hija que "es muy buena, no da nada de trabajo" no es la victoria que celebramos. Quizás una pareja que "es muy buena, todo le parece siempre bien" no es la noticia que creemos. ¿Qué ensalzamos al piropear: la complacencia o la rectitud moral?

Del mismo modo que no hay nada más vitoreado que una mujer servicial, no hay nada más desdeñado que una mujer enfadada. Si cada vez que ves un atisbo de rabia femenina necesitas ignorarlo, tildarlo de histeria o locura, asumir que se trata de victimismo, decir un estomagante "cuando te calmes hablamos" o acallarlo... te traigo noticias, probablemente tengas un problema relacionado con la misoginia. Castigar a las mujeres por expresar su enfado es una increíble forma de generar impunidad ante tus acciones; "Pero... no te enfades". Pues no lo hagas. Además, pensar que las mujeres se enfadan por un problema suyo porque son demasiado quejicas, inconformistas, susceptibles... Es también una excelente forma de perpetuarse en el inmovilismo, porque total, aunque cambiaras a mejor ella seguiría enfadándose, ¿no?

Por supuesto, ¿cómo no mencionar el gran as bajo la manga para la anulación de la cólera femenina? No es otro que achacar que ha perdido las formas. Es algo necesario aprender a comunicarse, a medir lo que decimos y cómo lo decimos. Condeno la violencia y la intimidación. Pero puestos a condenar, condeno también el cinismo. Si no escuchas las necesidades de una mujer cuando son planteadas de forma sosegada, si comienzas a ser un interlocutor activo sólo cuando llora o grita, si sistemáticamente desatiendes los acuerdos a los que llegáis en las conversaciones tranquilas... pues qué decirte, quizás es lógico que se pierdan los papeles. Las formas, en la gran mayoría de ocasiones, correlacionan con el contenido, con el contexto y con la historia de la relación en la que se da un diálogo. En un mundo ideal nadie gritaría; en ese mundo ideal tampoco nadie sentiría que si no grita no se le escucha. Además, no mostrar ninguna emoción en un desencuentro, apostando por el silencio o la parálisis, no es algo mucho menos violento que chillar exhibiendo desesperación. Quien ante una situación dolorosa enmudece no tiene necesariamente mejor gestión de la frustración que quien responde berreando.

Aunque lamentablemente, para sentirnos malas mujeres no nos hace falta ni siquiera actuar, ya nos sentimos malas sólo por pensar maldades. Una vez me enfadé tanto con mi madre que imaginé que la empujaba. Nunca he empujado a mi madre, en esa ocasión tampoco lo hice; sin embargo, me sentí una persona horrible. Cuando se lo conté a mis amigas, para mi sorpresa, me dieron las gracias, ellas también piensan a veces cosas por las que se sienten sucias y malvadas. "¿Por qué soy capaz de imaginar cosas tan malas? Si tengo pensamientos tan horribles es porque soy una persona horrible. ¿Por qué a veces deseo el mal a cierta gente? Si siento celos, envidia, rabia e incluso imagino escenarios perversos es porque en el fondo soy una persona perversa", rumian a veces para sí mismas. Esa noche nos sentamos a hablar y nos contamos a modo de liberación los peores pensamientos que habíamos tenido. Ojalá hubiera sabido esto antes, como lo comprendimos todas esa noche. Pensar no es hacer. Desear no es hacer. Imaginar no es hacer. Lo que daña a los otros no son nuestros pensamientos, nuestros deseos ni nuestras imaginaciones. Son las cosas que les hacemos. No, no eres "mala" por sentir lo que sientes, eres "mala" por lo que haces con aquello que sientes.

A mis queridas amigas culpables, acechadas continuamente por el miedo a ser malas nos aconsejo algo: vamos a hacer las paces con nosotras mismas. A veces pecaremos de negligentes, otras de egoístas, otras incluso de crueles. Lo importante es qué hacemos con eso luego. Probablemente todo se juegue en encontrar el punto en el cual no vivamos en la autoflagelación perpetua pero tampoco en la autocompasión perenne. Una taza de autocrítica por cada cucharadita de autoindulgencia. Tranquila tía, seguramente lo estés haciendo lo mejor que puedas. Por otro lado, para otro día dejamos el tema de qué narices es una mala y buena persona y de cómo de beneficioso es seguir explicando el mundo en esos términos dicotómicos. Lo que tengo claro es que aquellos que me llamaron cabezota con mucho tesón no me previnieron de que ellos estaban siendo igual de tercos defendiendo con tanto ahínco su juicio. Y yo me sentí mala. Tampoco los que me dijeron que no debía querer tener la última palabra me advirtieron de que eso suponía que ellos también deseaban el último argumento. Y yo me sentí mala. Y menos aún, los que me llamaron marimandona me avisaron de que mientras yo sólo quería decidir en mi propia vida ellos querían mandar en cómo yo vivía la mía. Y yo me sentí mala. Así que sí, en lo que respecta a mi cuerpo, a mis ideas políticas, a mis amores, a mi proyecto; en definitiva, en lo que respecta a mi propia vida, sí, desde luego, yo siempre quiero salirme con la mía.

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