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Algo más que madres, algo más que abuelas, algo más que pobres

Domingo 24 de mayo de 2020

Andrea Liba 06-05-2020 Pikara

Una miraíca a los sentires y los saberes de las mujeres andaluzas a través del libro de Mar Gallego ‘Como vaya yo y lo encuentre. Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías’.

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Portada del libro de Mar Gallego.

Qué vergüenza. Todavía recuerdo el primer día de la asignatura de radio en la universidad. El profesor nos preguntó si queríamos ser locutores o locutoras de radio, si nos lo planteábamos como una posibilidad de especialización, si nos gustaba. Dio turno de palabra a todo el mundo y yo fui la última. Aunque acostumbraba a ponerme en primera fila en plan empollona sin ser nada de eso yo, ese día me senté al final de la clase. Y menos mal. Qué vergüenza. Le conté, entusiasmada, que me encantaba la radio, que desde hacía años era la voz de Pepa Bueno la que me despertaba por las mañanas y la de Angels Barceló la última que escuchaba al final del día. Le conté que ya había podido experimentar un poquito esos nervios que te recorren el pecho cuando entras al estudio y te pones los cascos y el personal técnico prueba el volumen de tu voz. Le conté que tenía ganas de hacer un podcast feminista, que ya grababa algunas cosillas y que me imaginaba haciendo informativos radiofónicos o programas especializados en algo, aparte de escribir, que era mi pasión námber wuan.

Lo primero que me preguntó tras mi pequeña intervención fue: “¿De dónde eres?”. Qué vergüenza. Y yo, que tiro de humor para salir de situaciones incómodas, le contesté: “El acento ma delatao, ¿verdá?” y me reí. Falsamente. Como siempre. Como cada vez que a una explicación, una exposición de motivos, una puesta en común o un compartir oralmente en espacios más y menos públicos le ha seguido como respuesta esa pregunta: “¿De dónde eres?”. De dónde eres tú y por qué hablas así entre gracioso y que no se te entiende una mierda, quieren decir seguramente. El profesor me dijo que tenía dos opciones para hacer radio: neutralizar mi acento o ir a un logopeda y volver a aprender a hablar. Sí, sí. Dijo eso. Delante de toda la clase. Qué vergüenza. Yo deseé una vez más estar en la última fila, pero bajo el suelo. Qué vergüenza.

He pasado los últimos días leyendo el último libro de Mar Gallego Como vaya yo y lo encuentre. Feminismo andaluz y otras prendas que tú no veías (Libros.com) y en cada página he podido ver pasar, casi como en una película, mi vida entera. No es una película muy larga -la mía-, también te digo. Pero tiene chicha. Hay una parte cortita del libro en la que Gallego recuerda a Rosa López, la cantante. Se acuerda de ella y de lo difícil que se lo ha puesto a lo largo de su carrera haber crecido donde creció: “Rosa quiere hablar y ser escuchada desde el respeto, pero su acento granaíno de pueblo no se lo permite. Es el acento de un pueblo pobre y con estigma”, escribe la periodista andaluza. Habla también de timidez, de esa pequeñitud que sentimos esas personas a las que nos llaman “mal hablás”, “paletas”, incurtah por no tener registrados todos nuestros sentires en la Fundéu. “A veces -dice Mar-, la timidez no es más que el escondite de las violencias que sufrimos un día: nosotras y las de antes. El miedo al foco, a ser observada en exceso. El miedo a ser vista o mal vista. Llevamos la rabia de clase dentro. A veces, ni eso. Querer dedicarte a la comunicación sintiendo coartada una herramienta tan importante para llegar a la gente como el habla es todo un desafío”. A Mar Gallego le “daba pánico, como a Rosa, hablar en alto en cualquier espacio”, se sentía “desnuda y tremendamente observada, descubierta, en un contexto donde mi voz no encajaba». Aprendí desde muy chica que, si quería ser escuchada desde el reconocimiento, tenía que cambiar aquello”. Yo también lo supe bien pronto», añade.

Después de aquella primera clase de radio, tuve que hacer radio, pero ya obligada. Las primeras veces me esforcé muchísimo en demostrar que yo también podía ser buena, que podía merecer ser escuchada a través de las ondas: aprendí a escribir para radio, a hacer guiones y escaletas, a grabar y editar audio, a crear contenido escuchable. Pero sí, a mí, como a Rosa el granaíno y como a Mar el gaditano, el acento murciano me delataba, y las piezas nunca estaban del todo correctas cuando las locutaba. Si quería hacer radio, tenía que abandonar en la puerta del estudio mi origen, mi punto de partida y mi cuerpo, algo que, como dice Mar Gallego en su libro, “se nos ha negado”.

Qué vergüenza. Qué vergüenza se pasa. Qué vergüenza y qué vergüenza. Y qué injusto. Y qué injusta he sido y qué injustas hemos sido. Andalucía, como Murcia, y como Extremadura, son de una riqueza cultural inabarcable, incomprensible. La Andalucía de Mar, como mi Murcia hermosa, alberga saberes de esos que nunca salen en los libros. Tampoco en los feministas. Gallego, en su libro, ofrece un oasis en medio de lo que siempre se describe como un desierto que recoge los sentires y los silencios de muchas mujeres pobres andaluzas. Un oasis chiquitito pero que parece el puto bolso de Mary Poppins. Qué vergüenza tener más cercana la referencia del bolso de Mary Poppins que la del bolso de mi madre. Esas generaciones de mujeres a las que no consideramos “entes politizados” ni les reconocemos “conciencia feminista” alguna son las que nos han enseñado lo que es la sororidad, lo que es el apoyo mutuo, lo que son los cuidados. “Los cuidados son el cuerpo de mi madre arrastrando con la ayuda de su solo peso el de mi abuela Antonia para llevarla al baño. Los cuidados son también lo que nadie quiere ver: el olor a pis por mucha higiene y mucha lejía que haya en la casa. Los familiares que le echan un vistazo a quien cuidas para que puedas ir tú a la tienda”, escribe la periodista. Y recuerda a Gata Cattana, que decía: “Esa es la riqueza nuestra –y digo nuestra ahora; será que por estar lejos he hecho mía esta cultura popular de la que tanto renegué entonces–, que las cosas se saben desde siempre porque sí y se hacen desde siempre porque sí. El desarrollo no es sintetizar mil principios activos y sustancias químicas hasta lograr dar con la fórmula del perfecto antimosquitos; ya teníamos jazmines. A ver si el desarrollo va a ser volverse a la caverna”.

No es extraño que las últimas generaciones de andaluzas y murcianas pobres –“humildes”, que da menos vergüenza, como dice Gallego–, hayamos renegado de nuestros orígenes. “El camino que se nos impone nos dice que para ser alguien en la vida son válidos unos orígenes, mas no otros. Como me decía la Anita: ‘No te suma tu cultura. Eres más tonta si eres del sur’”.

Hemos podido ir a la universidad, muchas hemos sido las primeras de nuestras familias en hacerlo, hemos estudiado carreras y másteres, y hemos hecho investigaciones y trabajos académicos convencidísimas de que eso significaba llegar a ser alguien en la vida. Alguien. En la vida. Y durante un rato nos hemos sentido iguales a nuestros compañeros y compañeras: “Hemos hecho investigaciones y feminismos para averiguar de qué material exacto estaban hechas las lágrimas de nuestras madres, las voces perdidas de nuestras abuelas. Hemos vivido en una apariencia de igualdad tirana en la que éramos iguales solo porque no hacíamos referencia a nuestros orígenes”, explica Mar Gallego. Y recordaba una verdad que a mí también me hace sentido: “Nuestra generación, la otra perdida que tiene títulos y carreras pero que es prima hermana de la pobreza porque tiene roce con ella, en su mente nunca cree que tenga derecho a nada. Cuando vamos a una casa con muchos más recursos que los nuestros nos sentimos más cómodas charlando con las geniales señoras de la limpieza”.

Y entonces vuelven los recuerdos: “En nuestras infancias tenemos aún los susurros de las noches en las que se ideaba un plan para comer al día siguiente, los gritos ahogados en nuestras casas y la desesperación de nuestra gente porque no había. El miedo a las cartas certificadas de cualquier organismo del Estado, las facturas de la luz pagadas en el último momento. Las crisis de quienes siempre han estado en crisis”. Y empezamos a reconocernos: “Crecimos con el complejo heredado de la pobreza”. A reconocernos en nuestras tenderas, en nuestras vecinas, en nuestras madres, en nuestras peluqueras, en nuestras abuelas que, como la Antonia de Mar Gallego, decían: “Siempre me he sentido inferior a los demás. Yo creo que era porque era pobre”. “Hemos sentido vergüenza de nuestras casas –escribe la periodista andaluza- porque la pobreza genera vergüenza”. Nuestras herencias son “de silencios, de personas que callan o se tapan la boca frente a otras gentes. Herencias de dientes picados y de cabezas agachadas. La historia de muchas mujeres andaluzas puede ser contada desde las piezas dentales que nos faltan, desde lo que cubre o no la Seguridad Social”.

Escribe Mar: “¿Qué partes de tu historia personal dejaron de aflorar un día? ¿Fue tu acento ceceante de pueblo? ¿Aquello que te hacía parecer cateta?”. Nos ha dado tanta vergüenza durante tanto tiempo ser quienes somos. Nos han lastimado y negado tanto. Nos hemos lastimado y negado tanto. “Algunas nos hemos cansado de sentir que se nos obliga a elegir entre tener raíces o alas”, y hemos perdido la vergüenza para siempre. Gracias, en parte, a currazos como el de Mar y por mujeres como todas las que aparecen en él.

Estas 237 paginicas de Mar Gallego sirven para comprender, para volver la mirada, para poner palabras al dolor que nos atraviesa el cuerpo, para tocar de nuevo la tierra, para recordar que, aunque nadie lo supiera, las mujeres pobres andaluzas -también las murcianas- “eran mujeres fuertes. Que, aunque nadie lo viera, eran algo más que viudas. Algo más que madres. Algo más que abuelas”. Acho pijo, leéroh el libro.

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