Xarxa Feminista PV

A la mujer comunista, soga larga

Martes 6 de marzo de 2018

En la España nacional de 1937 la más mala de todas debía ser la mujer roja, que había decidido que la familia podía tener otra definición igual de válida que la que sobrevolaba la atmósfera conservadora

Virginia Mota San Máximo 28-02-2018 CTXT

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Portada de ’El avisador numantino’ de 1937.

A las puertas de la Guerra Civil, el sufragio femenino ya había causado urticaria en el condominio más conservador. José María Pemán, resucitado estos días de rojo, amarillo, colores que brillan en mi corazón y no pido perdón, no tardó en considerar exagerada esa conquista real de la mujer. El reputado multiusos se apresuró a levantar el cuello para decir que esta no había luchado por el voto, sino que se lo había encontrado por el camino como un regalo divino del Estado, el de su España, teatrillo para Pemán de la segundona fémina. Y en esta afirmación veía él escrita la feminidad de la mujer, cuyo papel no era el “activo de conquistar, sino el pasivo de ser conquistada”. O, dicho de otra forma, tú, mujer, te irás con el hombre que te desee y harás lo que él te diga, porque, como voceó el coleguita de Pemán, Novoa Santos, eres una histérica, voluble y sin capacidad de reflexión.

Como es lógico, y corriendo unos pocos años, en la España nacional de 1937 la más mala de todas debía ser la mujer roja, la comunista que había decidido que la familia podía tener otra definición igual de válida que la que sobrevolaba la atmósfera conservadora. Estando en guerra, esta nueva conciliación pasaba por salir a los mismos campos por los que transitaba el hombre belicoso. La guerra como tal siempre ha sido de todos y de todos se ha servido; tampoco suele parar a ver qué lleva uno en la entrepierna.

En esta coyuntura, además de por empuñar las armas, la aborrecible mujer que había destrozado el hogar lo había hecho al abrazar los desmerecidos proyectos izquierdistas de la Constitución del 31, en concreto, el del divorcio civil. ¿Quién se iba a creer que una esposa y un hombre hecho y derecho, de mutuo acuerdo, decidiesen darse una segunda oportunidad por separado? ¿De dónde salía esa absurda idea anticristiana de paridad? En definitiva, ¿cómo podía ser que una mujer decidiese cualquier cosa?

Por eso entonces la tradición se aprovechaba de la mujer para golpear también al republicanismo. A la “feminidad pervertida” de aquella Gomory que había decapitado la familia, se unía, además y con idéntico ritmo, la de la miliciana malvada que quemaba conventos, robaba a tutiplén y cohabitaba con todos los que hiciese falta en un “inmundo contubernio” republicano no carente de estereotipos impuestos desde el principio: la roja se había calzado el uniforme de miliciana, oh cielos, en un atentado imperdonable contra su feminidad. Y el mono estaba muy alejado de la mujer acomodada, que era el modelo para la España de Pemán y compañía, y que detestaba la República tanto o más que a toda mujer que no se esforzase por ser el vivo reflejo de mademosille Chanel dándose un garbeo por la hípica Longchamp con sus terciopelos color violín y sus taupés de Blanche et Simone.

De este modo se relacionó con la República el libertinaje sádico-sexual, el saqueo y el ensañamiento contra todo lo que oliese a Roma. Y para ello, para enredar bajo la misma madeja política todas estas barbaridades que despreciaban y desvelaban “al Caudillo y a su glorioso ejército”, se utilizó a la mujer, el demonio encarnado de los cabarés parisinos que ponía a la España honrada a las puertas del precipicio. Y era ella, la marxista, a la que se le obligaba en vergüenza a subir al pedestal donde exhibirse al mundo como traidora de una patria que a esas alturas ya tenía un proscrito y un dueño. Sola.

Las otras rojas

Pero también había mujeres tachadas de marxistas en la España franquista que estaban muy lejos del comunismo que Horia Sima definiría como “círculo de hierro”. Por eso se aprovechó la coletilla roja para definir a aquellas que, por modernas, avergonzaban a la esposa y a la madre española —a las demás, no— y destrozaban el honor del hombre, una víctima este por culpa ajena, un cervatillo, un caramelito de algodón. A estas mujeres se les acusaba de provocar la sexualidad de los varones, de desvirgar castidades, de frivolizar braguetas al estilo de la “moda masónico-francesa”. Como la elegancia y el saber estar también eran cosa de clase, de ellas, que habían adoptado el vestir igual que aquella mademoiselleadoptó el que le venía en gana, se decía que se maquillaban para “cubrir taras físicas o bellezas que Dios no dio”. Incluso se les responsabilizaba de poner en peligro la guerra por tener los mismos gustos que las mujeres de los países enemigos del Régimen, del París pudridero, por sacar de su ensimismamiento belicoso al hombre nacional de la buena España, grande y libre, católica e imperial.

En la práctica, las rojas no marxistas terriblemente criticadas por el hombre que las quería ver preñadas y sin salir de la cocina poco tenían que ver con la flor y la nata de la España nacional del 37, aunque también a esta se le animaba a andar entre fogones a las órdenes de su hombre. En el escaparate conservador, a las mujeres de la clase acomodada, lejanas del género humilde, se les permitía todo en lo que a trapos se refiere. Ellas no entraban en este laberinto de depravación por muchas capelinas de terciopelo rojo que llevasen o por muy instruidas que hubiesen sido por una bonnefrancesa.

Muy lejos estaban estas alturas femeninas de la ruralidad de la calle. Allí, en la cima, la vida de la mujer circulaba por su estatus socio económico, que siempre era validado por el del marido: tú eres burguesa porque lo es tu esposo y tú obrera por lo mismo. Este se encargaba de convencer a su esposa de las diferencias enormes que la separaban de las clases sociales más bajas. A pesar de no valer nada si tampoco lo valía el hombre con el que se había casado, la mujer burguesadel 37 no convenía con la conciencia de clase o la lucha codo con codo con las otras vaginas. De hecho, Pemán advertía cínicamente que la política era una “lucha de táctica, de habilidad, de componenda”, campos extraños para la mujer.

En símil, y con la fracción de clase a la vista, la excusa que antes era destrucción del hogar hoy es anticapitalismo, obcecación —u oportunismo— contra un determinado partido político, fantasiosa huelga a la japonesa. Todo sirve para sacudirse la conciencia de clase y truncar la balanza de las diferencias; para que arriba descansen las mujeres con la espalda cubierta y abajo, a kilómetros, las que se la rompen por sacar adelante su vida; para que junto al suelo sigan las portadoras de la revolución, orgullosas inconstantes, bregando por sus derechos y por los de las que no tienen ganas de echar una mano. En definitiva, para que se siga poniendo de manifiesto lo bien que mueve los hilos el patriarcado.

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