Miércoles 13 de noviembre de 2024
Silvia Nanclares 12/11/2024 Público
No me saco de encima la musiquita. La sintonía de piano tiene algo entre lo monótono y lo prometedor, entre lo inquietante y lo tranquilizador. Es la banda sonora de la obsesión que he compartido con un montón de espectadores de teatro este fin de semana. Y es que llevo desde ayer (sábado 9 de noviembre) a las 18h con María Hervás en la cabeza. Pensando que mientras yo, después de haber asistido al primer bloque de la función The second woman –en los Teatros del Canal y dentro de la programación del 42º Festival de Otoño–, he estado en un cumpleaños familiar, he vuelto en taxi al teatro, le he contado al taxista lo que estaba yendo a ver, me he ido a casa, he dormido, me he despertado, me he vestido, he ido a trabajar, he cenado, he desayunado y he vuelto a comer, durante todo este tiempo, ella ha seguido allí, metida en el cuadrilátero de cristal forrado de gasa en el que se sucede una y otra vez la misma escena y donde ella sostiene como un Atlas el inaudito concepto de este montaje.
Dos testigos, dos cómplices, dos guardaespaldas –dos compañeras cámaras pertrechadas con sus steadycam– acompañan a Hervás en su gesta escénica a partir de una premisa: una actriz interaccionará durante 24 horas con 100 masculinidades distintas. Repetirá cien veces la misma escena con cien compañeros desconocidos, casi en su totalidad, por ella y, en su amplia mayoría, no actores. Es decir, tíos de la calle. Sociológicamente, el montaje supone también un muestreo importante de cómo está el patio de las masculinidades. Las risas nerviosas ante los diversos patrones machistas de comportamiento o la asunción de los roles que iremos viendo dejarán un balance, digamos, algo catastrófico. Pero, cuidado, que no puedo volver a deslizarme por la pendiente del linchamiento o me caerán palos. Pero sí, hoy por hoy, después de The second woman, podemos afirmar que los imaginarios de la heterosexualidad a este lado del río pueden llegar a resultar, cuando menos, algo manidos y previsibles.
Un breve paréntesis para comprender de dónde viene esta propuesta. La escena que vertebra el montaje –escrito y dirigido por las australianas Nat Randall y Ana Breckon–, una ruptura entre una mujer, Virginia, y su amante, está inspirada en la película Opening Night de John Cassavetes (1977), en la que Gena Rowlands hacía de Myrtle, una actriz de compañía a la que se le está escapando entre los dedos su poder y su juventud frente a su público, su marido, su profesión, y su amante. En plena época de la llamada guerra de sexos, Rowlands y Cassavetes se atrevieron a explorar las normas de género y las dinámicas de poder hasta el final, tanto dentro como fuera de las pelis, ya que mantuvieron una posición pública como pareja artística todo lo igualitaria que se podía ser entonces. Esta dimensión real también aflora en la escena final de la película, donde Casavettes hace el papel de Maurice, el ex amante de Myrtle, quien viene a rendir o a pedir cuentas en la escena final de la obra y de la peli. Escena que además, para rizar el rizo de los ecos y los guiños, fue improvisada en el momento del rodaje. También la inusitada disección del machismo de la post Transición que Josefina Molina realiza en Función de noche (1981) bebe de Opening Night así como en la construcción e interpretación de esa Myrtle Herrera poderosa y desencantada que interpela y soporta a su propio Maurice Dicenta. Sin esconderse tanto en las referencias, Almodovar directamente repitió el comienzo de Opening Night en Todo sobre mi madre, cambiando a la fan atropellada por Eloy Azorín, y a Gena Rowlands por Cecilia Roth. En este caso, el vestido rojo y la media melena oxigenada de Virginia-Hervás, porque las fronteras entre personaje y actriz se diluyen aquí irremediablemente, contienen con eficacia a Myrtle-Rowlands. También hay en este montaje ecos del Ritmo 0 (1974), la mítica performance de Marina Abramović. Ese hacedme lo que queráis que ponía a Abramović en un lugar de vulnerabilidad máxima también florece por momentos en la interpretación de Hervás. Las mejores cosas siempre contienen otros muchos textos en su interior.
La propuesta escénica de The second woman resulta adictiva. Fascinante, ambivalente, hipnótica, pantanosa, plagada de juegos de poder y desiguales fragilidades, maratoniana, extenuante. La resistencia física, mental y emocional de la actriz se pone a prueba: en su experiencia actoral hay tantas bajadas, subidas y valles como en un vía crucis. A veces Hervás no soporta a sus partenaires, no hay química, a veces suceden cosas incómodas, otras hay ternura, cobras de contorsionista, electricidad, rechazo, a veces los reduce en un baile, otras los seduce o entra en su juego, otras los despacha maquinalmente, otras les saca el jugo de la energía para poder continuar. Pese a la variedad de resultados, pocos son los compañeros que se permiten explorar un conflicto más allá de lo sexual o lo reproductivo. Y muchos de los momentos desatan risas, risotas y risitas. Algunas nerviosas y otras de puro humor absurdo y sorpresa. Como en el viaje mismo de la heterosexualidad. Los símiles de la crítica abundan en el sacrificio: tour de force, prueba de resistencia, subida al Everest. Y las rendijas de lo posible aparecen cuando se cruza la emoción de la amistad, los estares de las masculinidades menos normativas o las personas no binarias. Hay luz. En estas semanas de shocks trumpistas y errejonianos, me pregunto si estamos a tiempo, o si tiene sentido y cómo, plantearnos el reencantamiento de la heterosexualidad tal y como la conocemos. No hablo de echar por tierra a las personitas que las habitamos, si no de volver a cuestionar radicalmente la heterosexualidad como realidad tomada por defecto, como dispositivo, como caja entelada en medio de un escenario social, como ritual de repetición, como coreografía conocida, como pretendido puerto seguro. ¿Seguiremos dándole oportunidades incansablemente como se las da Hervás a sus actores? A la hora de entregar esta columna, ella está a punto de completar las 24 horas de interpretación prácticamente ininterrumpida. 24 horas en la vida de una actriz. 24 horas habitando en directo el conflicto de la heterosexualidad.