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Y surgieron las fricciones en el feminismo por las personas trans

Domingo 1ro de marzo de 2020

Analía Iglesias 29-02-2020 elasombrario

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Ilustración: Pixabay.

A propósito de esta ola feminista ya imparable que se prepara para ser otra marea, este 8 de marzo, abordamos una de las últimas controversias: la inclusión o exclusión de las personas trans en el seno del movimiento, con las fricciones entre Izquierda Unida y el Partido Feminista de la histórica Lidia Falcón, que ha llegado a declarar: “¡Ya no somos ni mujeres ni hombres, ni padres ni madres: son los trans los que van a dictar la ética, la política y la estrategia del feminismo!”. Otra entrega de nuestra sección a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

El poderosamente festivo 8 de marzo, día de la Mujer Trabajadora, se acerca, y raro sería que después de unas cuantas ediciones de euforia creciente no hubiera roces más notorios en el seno del enorme movimiento –o movimientos– de esta ola feminista imparable. Como bien sabemos quienes pensamos que la cuarta ola de mujeres luchadoras es equiparable al movimiento planetario y panafricano contra la segregación racial de los años 60, cada individuo y colectivo adhieren desde sus heridas y sus reivindicaciones, y todas son válidas, y (casi) todas pueden confluir, y habrá fricciones (y hay chispas a partir de esas fricciones) y… no pasa nada: eso no invalida lo que se ha avanzado, lo convalida, y puede ser combustible para atizar el debate y propulsarlo. Solo hay que “descubrir qué preguntas no tienen respuesta y no darles respuesta”, porque “esa es la habilidad más necesaria en tiempos convulsos y oscuros”, como decía la gran Ursula K.Le Guin, en su novela La mano izquierda en la oscuridad.

A pesar de este enaltecimiento de la pregunta, David Naimon (que entrevistaba a Le Guin en Conversaciones sobre la escritura) apunta que “aun así, en sus ensayos, en sus críticas literarias, en sus discursos, ya sean sobre ciencia y medio ambiente, sobre Google y Amazon, o sobre feminismo y el canon, parece que lo hace siempre en defensa de quienes no tienen voz y siempre con el espíritu del inescrutable mundo de cada artista, de cada persona”.

“En este momento del feminismo, tenemos que centrarnos en los grandes consensos, lo que no quiere decir que olvidemos otras cosas sino que hagamos alianzas en lo que se refiere a los consensos y que sigamos trabajando cada una en lo que no sea objeto de consenso, porque todo lo que no sea fortalecerse y avanzar ahora puede significar un retroceso a corto plazo”, decía, días atrás, la incansable activista Beatriz Gimeno, siempre sensata, y actualmente a cargo de la dirección del Instituto de la Mujer, a elsaltodiario.com. Es muy probable que Gimeno estuviera pensando en esta dicotomía Trans-Terf (Trans-Exclusionary Radical Feminist/ feminista radical que excluye a las personas trans) que, a ratos, suena desquiciante.

Todas estas polémicas nos han traído hasta aquí

A raíz de estas controversias de las que los medios se hacen eco (algunos con seriedad, y otros con morbo destructivo) y aunque quisiéramos mantenernos al margen, el simple hecho de haber nacido organismo bípedo con vagina nos lleva a preguntarnos y repreguntarnos, intentando la mayor compasión de la que somos capaces. Me pregunté y me repregunté y no conseguía enfadarme lo suficiente, pero tampoco parecía lícita la equidistancia. Entonces, pensé que tengo una coincidencia fuerte con una de las corrientes y unas más débiles afinidades (o comprensión) con la posición contraria, aunque detestaría meterme en semejante campo de batalla, con suelo de fango de aguas oscuras, que a ratos hace embadurnar a la gente hasta las orejas de epítetos, símiles machistas con exageraciones, golpes bajos y, sobre todo, una absoluta falta de comprensión y de empatía con la otra (persona), y no solo con una despectiva sigla precedida por un signo #.

Creo fervientemente que todo este material que flota es simplemente un detritus que se hace visible sobre la ola (esa ola que de tan potente ha removido mucho el fondo), pero que terminará por sedimentarse. Cuando todo esto sea poso, recordaremos que en la historia del movimiento feminista hubo controversia por la razón femenina (si era diferente o no al raciocinio del varón), por el sufragio universal (al que algunas feministas de aquella época se oponían por considerar que otras mujeres, las menos ilustradas, podrían tener posiciones demasiado conservadoras o influidas por la Iglesia), por pelear o no para salir de casa y competir con los hombres en el liberalizado espacio público, por abolir o no la prostitución y, entre otras, por dejar entrar (o no) a las transexuales al territorio femenino de la lucha contra el machismo.

“Bastante tengo con ser honesto, no me obliguen a liderar una causa”, explicaba en un tuit un excelente periodista de los de la vieja escuela anticínica del periodismo, esa que tan poco se practica hoy entre los obreros del clickbait (click que es como la zanahoria a perseguir para obtener el puesto, el bono o el sobresueldo). Junto a ese tuit, otro periodista hablaba de los infiltrados antimarxistas que han inoculado los queer-bacilos ideológicos de los departamentos de género de las universidades norteamericanas en las genuinas trincheras del feminismo europeo (y mejor si decolonial, racializado y de cooperación sur-sur).

Me quedé pensando en todos los amigos que tengo en la Academia, a uno y otro lado del Atlántico, y en cómo suele llamarme la atención cierta (para mí) innecesaria solemnidad pero… Aunque me abruma esa falta de sentido del humor (o de ligereza vital) con la que se abraza cada causa social y racial en EE UU, por ejemplo, respeto sus líneas infranqueables (como la de no pronunciar nigga si eres blanco o no pintarte la cara de negro para representar a un afroamericano). Entiendo esta rigidez como el sedimento espeso de algo riquísimo que en un momento tiene que estar concentrado para darle consistencia a todo, y luego posarse al fondo, sin apenas dejar trazas ni grumos.

No solo hacer, sino reconocer lo que no podemos hacer

Así, quitar hierro a ciertas polémicas no pasaría por negarlas sino por entender en qué contexto geopolítico e histórico se dan, sin dejar de prestar atención a las voces, las prácticas y el sufrimiento de los que no tienen voz, y también a las advertencias teóricas de los que producen pensamiento desde herramientas filosóficas y psicoanalíticas, por ejemplo. Y aquí quiero citar al lúcido Giorgio Agamben cuando –en la estela de Deleuze y Aristóteles– habla de “separar a los hombres de aquello que pueden, es decir, de su potencia (…) y de la más engañosa operación del poder sobre su impotencia, es decir, sobre lo que no pueden hacer, o mejor aún, pueden no hacer”. Porque, continúa Agamben, “el hombre de hoy se cree capaz de todo (…), precisamente cuando debería darse cuenta de que está entregado de manera inaudita a fuerzas y procesos sobre los que ha perdido todo control”. Y añade: “De aquí la confusión definitiva, en nuestro tiempo, de los oficios y las vocaciones, de las identidades profesionales y los roles sociales, todos ellos personificados por un figurante cuya arrogancia es inversamente proporcional a la provisionalidad e incertidumbre de su actuación (…), con todos plegándose a esa flexibilidad que hoy es la primera cualidad que el mercado exige de cada uno”.

Antes de ir tan lejos en estas reflexiones, había pensado en hablar de cómo revitaliza la vida de una pareja la entrada en escena de un tercero –una visita o un familiar– que se convertirá en objeto fóbico a batir –juntos– y, por lo tanto, dará un sentido a la existencia compartida. Y de cómo la escena del objeto fóbico para estar –juntas y juntos– en su contra puede transferirse a la experiencia de cualquier colectivo militante que haga de su bandera la exclusión.

Luego imaginé en cómo llevar al propio cuerpo esta legítima proclama de Gabriela Wiener, cuando, días atrás, escribía: “Me juego un brazo que no han besado a ninguna persona trans, mucho menos han hecho el amor con una. Ni han bailado con ellas, ni cantado una canción a coro. No han tenido un amigo trans. Mucho menos un hijo. No han abrazado largamente a una amiga trans”. Y entonces recordé lo mucho que me movilizó un encuentro con una artista travesti, a quien se lo confesé públicamente tras tirarle un vaso de vino tinto sobre su largo vestido blanco y querer limpiárselo: “Durante los segundos que duró la tarea, pensé que si Regina me había parecido inquietante al saludarla, esta travesía inesperada de cintura para abajo estaba resultando francamente perturbadora para mí (y de no ser por el bochorno de la mancha, uno de esos roces muy placenteros)”. Ya saben, yo suelo terminar con sexo, solo predominantemente heterosexual.

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