El
Reino del Espanto
El
señor de las moscas
Se entrega un grupo de paramilitares que no
son paramilitares, y los protagonistas del reino del espanto se estremecen de
asombro. De inmediato, la desvaída figura presidencial remonta en las encuestas,
los políticos de media petaca se hacen los locos, los jefes de las bandas
de sicarios hablan del futuro colectivo en su condición de nuevos próceres,
el psiquiatra de la ternura anuncia un segundo tomo de su libro, el alcalde saliente
de Medellín toma medidas extraordinarias que lesionan en materia grave
el presupuesto nacional (por un lado compra platos de lujo y por el otro nos deja
los platos rotos), y los medios, todos los medios, cierran los ojos para dejarse
arrastrar hacia el despeñadero definitivo. Pero algo comienza a marchar
mal en el tinglado. Tal vez el hecho de que quienes rodean al príncipe
piensen todavía que aquí nadie se da cuenta de nada. Y no. Acá,
hasta las hermanitas de los pobres saben que se trata de una farsa. Claro está
que el complacido aplauso que lanzan los de siempre no deja ver que, en el foso,
el país que votó por su excelencia comienza a tener miedo. Un miedo
cerval provocado por los protagonistas (¡sobre todo por esos protagonistas!),
por lo que pueda pasar a partir de una reinserción que no reinserta a nadie,
por las amenazas de siempre, por las nuevas amenazas. Un miedo que paraliza porque
detrás de esa extraña mezcla de lobo, zorro y súcubo que
lo distingue, el gobierno, muestra las garras. Tonto país, inocente país,
¡pobre país! que a pesar de todas las advertencias que se le hicieron
puso el cuello en la guillotina y que hoy se aterra porque siente el inminente
desprendimiento de la cuchilla.
Sobra decir que en este asunto nos jugamos
más que la reinserción de un grupo de delincuentes comunes reclutados
de afán, entrenados de afán, y armados de afán con las armas
que no son. Nos jugamos mucho más que el perdón y olvido para los
crímenes atroces de Castaño y Mancuso, y la estatua que le construirán
en Envigado a "don Berna", el narcotraficante que ahora lanza proclamas
estridentes que caen sobre el país como una nata espesa. Tal como se plantea,
esa paz es un imposible ético. En ella se elimina de un solo tajo la justicia,
y el régimen político se hace a un lado para darle cabida a la razón
de la metralleta. Si las cosas siguen como van, no será extraño
que dentro de poco comiencen a desaparecer en Colombia los elementos mínimos
necesarios para que subsista esa democracia de cartón que nos distingue.
No hace mucho, en un reportaje que le concedió a la agencia EFE, Javier
Sanín sostuvo que el país avanza por el camino de lo fujimorización.
Grave perspectiva, y aún peor si se tiene en cuenta que nuestro Montesinos
desapareció -sin desaparecer- en medio de su cortina de humo, y que la
perversidad de Uribe jugará al gato y al ratón con el pobre Sabas.
Por lo menos, dos seres del averno podían llegar a neutralizarse. Pero
el pobre Sabas
¡ni siquiera se sabe qué decir del pobre Sabas!
Estamos lejos de la paz. La paz es un proceso en el que juegan decenas de
elementos complejos, y no únicamente el miedo a la violencia. Lo que tenemos
ahora como base de esos monólogos a los que llaman diálogos y de
esas imposiciones que se dicen acuerdos, no es otra cosa que el miedo a la inviabilidad
del país. Aunque la fórmula de su excelencia es autónoma,
tiene puntos de contacto con la entrega de las guerrillas del Llano en la época
de Rojas Pinilla. Quienes llegaron al poder en ese entonces amnistiaron a quienes
habían actuado como sus batallones irregulares en la lucha sin cuartel
entre los dos partidos. No podía ser de otra manera. En esta ocasión,
el Estado reconoce que los paramilitares han sido sus batallones irregulares en
la lucha sin cuartel contra la guerrilla. Pero los lamentables resultados de hace
cincuenta años, deberían servirnos de preaviso sobre lo que nos
puede suceder en el futuro. La lección es clarísima: sin una justicia
que repare el daño moral y económico del Estado (del hipotético
Estado) y de las víctimas, y que ayude a la recuperación de la memoria
individual y colectiva, será imposible avanzar por el camino de la paz.
Hablo de amnistía sabiendo exactamente lo que digo. Aquí, duélale
a quien le duela, lo que hay es una amnistía, así se disfrace con
otros nombres, que se repite hasta el cansancio en otros muchos episodios de nuestra
vida colectiva. En este país la amnistía para los poderosos y los
violentos es una norma de conducta. Porque, díganme ustedes, si la escogencia
del general Ospina como comandante de las Fuerzas Militares, no es una amnistía
por los crímenes de lesa humanidad que cohonestó en la IV Brigada,
¿qué cosa es esa escogencia? Y si el posible nombramiento de Fernando
Londoño como embajador en Suecia no es una amnistía por la defraudación
de INVERCOLSA y otras varias defraudaciones, ¿qué cosa es ese nombramiento?
Y si el silencio en torno a la sanción que le impuso la Procuraduría
a la señora Kertzman y, por consiguiente, su permanencia al frente de nuestra
embajada en Canadá, no es una amnistía por su participación
necesaria en el desfalco multimillonario del Banco del Pacífico, ¿qué
cosa puede ser ese silencio? Y si la exención del aumento del IVA a la
cerveza (mientras se grava a las pensiones miserables de los jubilados) no es
una amnistía patrimonial a favor de Santodomingo, ¿qué cosa
es esa exención?
La amnistía que beneficia a un grupo de desharrapados
delincuentes comunes de los sectores marginales de Medellín, no es más
que una burla sangrienta. Los paramilitares de verdad, sobra decirlo, permanecen
en sus trece. Por dos razones: porque el gobierno no va a salir porque sí
de su ejército de sicarios, y porque nuestro oficio, ¡no faltaba
más!, es el de seguir siendo asesinados. ¿Acaso no es eso lo que
siempre sucede?
por Fernando Garavito (Periodista colombiano).